Disfrazado de novia. Carlos Schilling
a través de la lectura minuciosa de folletos turísticos, aunque por dentro hervía de odio, y se trataba de un odio rencoroso, un odio espeso, indigerible, porque me parecía tremendamente injusto que ella hubiera traicionado nuestro viaje de bodas potencial a cambio de un viaje de trabajo real.
Otra desventaja de mi incompetencia lingüística es que las conversaciones con Susanna Hoffs se vuelven imposibles si cada uno habla en un idioma diferente. Es una desventaja que no debería afectarme mientras la distancia entre Los Ángeles y Córdoba se mantenga estable. Pero lo mismo me afecta, la considero una falta de sintonía mental, una falla de origen en la sincronización de nuestros cerebros. Como además de los miles de kilómetros de distancia, hay también un desfasaje de cinco horas entre las dos ciudades, trato de pensar en Susanna Hoffs a la tarde o al atardecer, cerca del mediodía de California, cuando se supone que ella ya está despierta, sola en su casa o aislada en su auto, y aumentan las probabilidades de que las ondas que generan mis pensamientos sean receptadas por uno de sus órganos sensibles. Tengo esta imagen: ella acaba de levantarse, se lava la cara, se mira un rato en el espejo del baño, se ata el pelo en una cola, y sin ponerse nada sobre la camiseta gris y la bombacha negra con las que ha dormido, va a la cocina, abre la heladera, y toma un trago de yogur directamente del pico de la botella. En ese momento, iluminada por la luz interior de la heladera, algo se detiene en ella, algo se fija, y por una milésima de segundo, menos de una milésima, todo lo que está pensando se borra de su mente sin ser reemplazado por ninguna idea, ningún recuerdo, ninguna sensación. No se mueve, no puede moverse, se queda inmóvil, rígida, con la botella en la mano, separada de su cuerpo, convertida en una extraña, viéndose a sí misma desde lejos como si fuera otra, porque ya no siente el gusto del líquido cremoso en su garganta ni percibe que una gota de yogur se desliza desde su boca hacia su mentón. Cuando vuelve a ser completamente Susanna Hoffs, hace un gesto contrariado con la cabeza, pero no, no, lo que pasó en esa milésima de segundo no desaparece, no se va, sigue allí, en algún sitio detrás de sus ojos, en un punto equidistante entre sus dos oídos, como un murmullo, como un susurro, como una voz que le resulta conocida. ¿Quién? ¿Quién puede ser? Llama a su marido, llama a sus hijos. Sabe que no están en casa y sin embargo los llama. Nadie le responde. La única persona presente soy yo y hablo en otro idioma. Claro que la transmisión de pensamientos no es la forma habitual de comunicarme con ella. Hay medios más eficaces. En Youtube aparecen mil cuatrocientos videos si escribo el nombre de Susanna Hoffs en el buscador, pero si escribo The Bangles la cifra se eleva a treinta y tres mil. Teniendo en cuenta que cada video dura un promedio de cinco minutos, podría pasarme ciento sesenta y cinco mil minutos mirando y escuchando a Susanna Hoffs. Ciento sesenta y cinco mil minutos equivalen a casi ciento quince días completos. Hace unos meses me encerré un fin de semana en mi casa con el propósito de superar mi propio récord de horas mirando videos de Susanna Hoffs (nueve horas, veintitres minutos, catorce segundos, el 18 de enero de 2011). Desconecté la línea de teléfono fijo, apagué el celular, cerré todas las ventanas, y me senté en una silla anatómica frente a la computadora. Pasé cinco horas seguidas mirando videos sin levantarme ni una sola vez a comer, tomar agua o descargar los productos elaborados por mi sistema urinario y mi aparato digestivo. Vi doce versiones diferentes de Walk Like An Egyptian en las que Susanna Hoff aparece a los 27, 29, 42, 45, 48 y 52 años. La característica común es que en todos los videos luce vestidos muy cortos y a veces la guitarra se le engancha en la falda y se la sube hasta mostrar el nacimiento de sus muslos. En la mayoría de esos videos, ella tarda en mostrarse en cámara, debido a que la primera parte de la canción es interpertada por las hermanas Debbi y Vicki Peterson. Esa demora siempre me generaba una enorme tensión entre los omóplatos, una punzada de expectativa, un sentido inhumano del tiempo. Si la sesión no duró más de cinco horas y fracasé en el intento de romper mi récord, fue porque a las seis de la tarde escuché golpes en la puerta. Los vendedores ambulantes o los Testigos de Jehová tocan el timbre con una urgencia que los delata, y como los sábados no pasan soderos, ni carteros, ni cobradores de ninguna clase, razoné que tenía que ser alguien conocido, una persona capaz de decodificar mis contraseñas sociales, y en ese punto del cálculo mi cabeza planteó una ecuación extraña, una fórmula nunca antes aplicada a la realidad, cuyo resultado indudable era que del otro lado de la puerta estaba Verónica. Me levanté de la silla de un salto, en medio de la oscuridad, y tanteé las sombras en busca de las llaves. La mesita ratona me puso la traba, pero no me caí enseguida, no me caí del todo, me fui cayendo varios pasos hasta que el armario me agarró de la nariz y me devolvió el equilibrio. Ya voy, ya voy, dije, y de mi boca salió un aullido animal. Ya voy, esperame, repetí asustado por mi propia voz. Mientras tanto avanzaba apoyándome en las paredes, palpándolas para dar con los interruptores de luz, ¿dónde estaban?, no aparecían por ningún lado, se habían movido de lugar, los había tragado el cemento. Así que volví sobre mi camino, rodeé el armario, esquivé la mesita, y por azar hundí una mano en el bosillo del pantalón y encontré algo que en ese momento tenía el mismo valor que la bombacha de Verónica veinte años atrás: las llaves de la puerta. Yo era consciente de que el espectáculo de mi cara recién salida de la oscuridad evocaba a un vampiro, pero estaba ansioso por exponerme al sol y abrazar a la única mujer del mundo parecida a Susanna Hoffs. De modo que abrí lo más rapido posible y lo primero que vi fue simplemente aire, aire, y a través del aire la puerta de la casa del frente, la calle vacía con dos autos estacionados y una bolsa de basura en la vereda. Sólo cuando bajé la vista, descubrí, no más alto que mis rodillas, un nene que me hablaba. ¿Qué decía? No sé. Le borré la cara de un rugido y lo miré correr espantado hasta la esquina.
Las apariciones y desapariciones de Verónica no siguen ninguna regla constante que yo sea capaz de entender aplicando mis escasas nociones de matemática social o emocional. Podemos vernos todos los días durante una semana y después no vernos por dos o tres años. Muy pocas veces nos cruzamos en los lugares donde la gente se encuentra todo el tiempo. No tenemos los mismos amigos y las probabilidades de coincidir en la calle nunca fueron demasiado favorables por mi tendencia a quedarme en casa y por las frecuentes mudanzas de Verónica a distintos puntos de la ciudad. Si queremos vernos, hay que acordarlo previamente, lo que es una desventaja para mí, porque al revés de lo que me sucede con Susanna Hoffs la distancia física juega en mi contra en este caso. El teléfono o el mail son aparatos de tortura: me hacen decir cosas que nunca diría en condiciones normales de comunicación. Pero el problema no es tanto lo que digo como que Verónica no pueda sentir mi presencia a través de mi voz o de mis mensajes electrónicos. Si no está mi cuerpo cerca de ella, no hace contacto conmigo, no soy nadie, nadie especial, y eso explica su incapacidad de extrañarme o de pensar en mí. Sólo me recuerda cuando ve a alguien parecido o cuando entra en facebook y descubre mi cara en alguna foto. Su memoria sentimental es decepcionante. No puede acordarse de nada de lo que hicimos en la primera etapa de nuestra relación, y aunque trato de no mencionar nunca el pasado, a veces, en medio de una conversación, se me escapa un detalle (por ejemplo: el sabor de su boca después de dos whiskies), y ella me mira como si le hablara de otra mujer, y hace ese gesto con los ojos, y me dan ganas de ahorcarla por no haber vivido nuestro amor tan intensamente como yo lo viví. Lo cierto es que cada vez que fijamos una cita, me pasa lo mismo, me duele todo el cuerpo, órgano por órgano, con un dolor muscular, hecho de nudos, calambres y la sensación permanente de que alguien me está retorciendo el estómago y los intestinos y los conductos asociados a la digestión. Pero así como Verónica es el virus que provoca la peste, también es su antídoto, la curación inmediata. La veo y ya estoy bien. Por eso me digo que si la viera siempre, si la viera todos los días, en mi casa, en mi cama, en mi auto, yo sería la persona más sana del mundo, sería, probablemente, inmortal. ¿Lo sabe ella? Se lo dije mil veces, se lo digo cada vez que nos encontramos. Eso no significa que lo sepa de verdad. Y si lo sabe, no le importa demasiado.
Como sólo me gustan las mujeres hermosas, pensé que lo que me pasa con Verónica iba terminar cuando ella se volviera vieja. En una versión no actualizada de mi vocabulario “vieja” significa toda mujer mayor de 40 años. Pero los videos de Susanna Hoffs me enseñaron que la evolución de un cuerpo o una cara no siempre sigue la misma curva de decadencia. Cuando era chico creía que si me quedaba el resto de mi vida frente a un espejo no envejecería nunca, y de algún modo Susanna Hoffs viene a confirmar esa intuición infantil. Aunque no son espejos sino cámaras las que han retenido su imagen en una edad indefinida, el ejemplo sigue siendo válido. Tomemos su figura en el video