Disfrazado de novia. Carlos Schilling
sensación y esa percepción, de repente algo se enciende en mí (¡ah!) y del contraste saco la conclusión de que mi primo no está alentando al rival de mi padre sino que directamente está insultando a mi padre. Tengo una reacción fulminante: le pego un codazo y corro a encerrarme en mi pieza. El campeonato de ping pong se suspende hasta que mi primo deja de llorar, se limpia la cara, y anuncia:
—No pasa nada. Ahora juego yo.
La siguiente escena que he seleccionado para retratar la conducta de mi primo sucede una década después. No estamos en Mayu Sumaj sino en Córdoba. Jugamos en el garaje de casa, en una mesa recién comprada, hecha de un material parecido al celuloide. Es el mismo tipo de mesa en la que juegan los profesionales y probablemente le costó una fortuna a mi padre, aunque nunca haya mencionado el precio. Ya hace tiempo que mi primo entrena los músculos de su abdomen en largas sesiones de gimnasia gastronómica. Ha destrozado dos o tres sillas de plástico mediante el simple procedimiento de sentarse sobre ellas. Pero aún es ágil, aún es hábil, y lo que le falta de agilidad y habilidad lo compensa con su fuerza bruta y su temperamento competitivo. Por primera vez en muchos años consigue mantenerse cerca de mi padre en el puntaje del partido. Pierde sólo once a nueve y tiene el saque a su favor. Se pone once a diez tras un remate violentísimo que hace rebotar la pelota contra las cuatro paredes del garaje. Lo extraño es el modo en que festeja el punto o mejor dicho en que no lo festeja. Lo único que hace es tocarse el codo derecho, el del brazo que sostiene la paleta, acercarlo a su boca y soplarlo dos o tres veces. Al principio me parece que el gesto imita a un pistolero en el acto de enfriar el caño de su revólver. Pero en el siguiente saque, después de una maravillosa devolución de mi padre que pega en un ángulo de la mesa y se desvía en una curva inalcanzable, entiendo el verdadero significado del gesto. Lo entiendo porque mi primo lo repite. Vuelve a soplarse el codo varias veces y además se lo masajea un buen rato con la mano izquierda. No puedo más, dice, no puedo más. Como me he convertido en un experto en las inflexiones de su voz, soy capaz de detectar todos los matices, y esta vez no detecto ni un acorde de dolor en sus palabras, no, lo que detecto es algo bastante más espeso, algo que tiene un sabor ácido y descompuesto, como la bilis, como el reflejo de una arcada que va y viene desde el estómago a la garganta y no se puede tragar ni regurgitar. Le doy un nombre a esa sustancia tóxica: frustración. Mi primo está frustrado, evidentemente frustrado, y si está frustrado es porque tenía un plan que mi padre desarmó con su fantástica devolución. No digo que mi primo empezara el partido con ese plan, sino que se le ocurrió cuando estaba a punto de empatar y calculó que un empate era el mejor resultado posible contra mi padre. Fingió la puntada en el codo cuando iban once a diez para que la estrategia no fuese tan obvia, pero le salió mal, tan mal que ya no se sintió capaz de recuperar los dos puntos con su saque y prefirió seguir la comedia de la lesión. No podría decir si mi padre también se dio cuenta y lo dejo pasar o si realmente estaba preocupado y por eso le envolvió el codo con una bolsa de hielo y le recomendó que se hiciera ver por un kinesiólogo. Lo cierto es que en todos los partidos jugados en los años posteriores no permitió que mi primo anotara más de dos o tres puntos humillantes.
Esa acumulación de derrotas explica la presencia de un chino en Mayu Sumaj. Mi primo ni siquiera nos avisó que vendría a visitarnos junto con varios amigos de la compañía electrónica multinacional en la que trabaja. Llegaron en una camioneta y lo único que trajeron fue una conservadora gigante llena de hielo y botellas de cerveza. Habían venido cantando y riéndose desde Córdoba y el entusiasmo les duraba en las caras enrojecidas y en los gestos expansivos. Estaban sintonizados en dos frecuencias: se gritaban entre ellos y hablaban en voz baja con mis padres. El chino no entendía nada. Se dejaba llevar de un lado al otro por la casa (mi madre le mostró hasta el inodoro) y asentía a todo con un movimiento afirmativo de la cabeza. Mi primo y sus amigos lo exhibían como una especie de trofeo, como una bandera robada a un equipo contrario. Sin embargo el chino ocupaba en la jerarquía de la empresa un puesto infinitamente superior a cualquiera de las personas que trabajaban en la Argentina. Era el ingeniero consultor, el que había diseñado el procedimiento logístico de integración de los programas desarrollados en las distintas sedes de la compañía. Hablaba en inglés, aunque en un inglés que no coincidía con el inglés que hablábamos nosotros. Tal vez por ese motivo todas las veces que escuché su nombre me sonó como Showtime. Y la exclamación ¡Showtime! ¡Showtime! ¡Showtime! me quedó retumbando en la cabeza hasta varias horas después de que terminó el partido. Yo estaba a dos pasos de la mesa, fui testigo directo, recuerdo el resultado (veintiuno a diecisiete), recuerdo el lugar que ocupaba cada persona presente, recuerdo el festejo contenido y a la vez despiadado de mi primo cuando mi padre le entregó la paleta y le dijo ahora te toca a vos, pero lo que no recuerdo es la secuencia de jugadas que se sucedieron para llegar a ese resultado definitivo, no recuerdo la variedad de golpes, la velocidad de los remates, la trayectoria de los efectos, la cantidad de veces que la pelota quedó en la red o se fue larga, los saques poderosos o sutiles, las devoluciones exactas o erradas, de allí que el partido me parezca ahora una fórmula abstracta, una ecuación planteada en números imposibles. Tampoco recuerdo los motivos de que no hubiera revancha entre mi padre y el chino. En algún momento nos sentamos a comer, a tomar, a charlar, y nos olvidamos de la mesa de ping pong en la galería. La última imagen de esa tarde: mi primo saludándonos con los dos brazos y medio cuerpo fuera de la camioneta, más gordo, más feliz, hinchado de cerveza y colorado por el sol. Exultante, insultante.
Mi padre se murió un año y medio después de perder con el chino, así que sería inadecuado establecer una conexión directa entre su muerte y esa derrota. Jugó muchos partidos luego de aquel día, siguió ganando siempre por márgenes amplísimos, y su personalidad de jugador no se vio afectada por ese signo menos en su récord personal. Lo único que voy a decir sobre su muerte es que lo más justo hubiera sido que cayera fulminado sobre una mesa de ping pong. Irónicamente (no, ni siquiera irónicamente) le dio un infarto en su oficina, al lado de su secretario que casi se desmaya antes de marcar el número de urgencias, y murió en la camilla de una ambulancia, acompañado por un enfermero y una médica practicante que intentaban reanimarlo mientras el vehículo corría a toda velocidad con la sirena encendida en dirección al Hospital Privado. Una serie de circunstancias fortuitas impidió que mi padre y el chino volvieran a enfrentarse durante ese año y medio. Cuando uno estaba disponible, el otro estaba de viaje, y viceversa. La cuestión es que no hubo una segunda oportunidad. En cambio, mi primo y yo jugamos varias veces contra Showtime, por lo general en la sala de juegos del hotel donde se alojaba en Córdoba, y lo curioso es que ganamos y perdimos contra él en porcentajes equilibrados. Era chino, sí, chino de la China, pero no era excepcional, no mejor que nosotros, al menos, y tremendamente inferior a mi padre. No había punto de comparación entre uno y otro, ni siquiera en la actitud con la que aceptaban los tantos a favor o en contra. Por más inteligente y adoctrinado que fuera el chino, cada vez que fallaba un golpe o se le escapaba una pelota, decía las únicas palabras que había aprendido en español, ah chino boludo, ah chino boludo, y antes de volver a concentrarse en el partido permanecía un buen rato en una especie de zona de exclusión, enojado contra sí mismo, moviendo la cabeza contrariada y respirando con bronca. Estaba a años luz de ser un rey del ping pong. Muchas veces, después de aquella derrota en Mayu Sumaj, pensé en preguntarle a mi padre qué pasó ese día, ¿te dolía algo?, ¿te mareaste?, ¿te bajó la presión?, pero aplacé la pregunta tanto tiempo que dejó de tener sentido, y ahora que él está muerto ya no hay respuesta posible. Eso no significa que yo haya dejado de buscarla, aunque tal vez no soy yo el que busca, sino algo en mí, algo subcutáneo, algo que no sé de dónde viene ni a dónde va, pero que me lleva a hacer cosas que no hubiera hecho en otros momentos de mi vida.
Por ejemplo: un día en que mi madre fue al cementerio, me quedé en casa y me metí en su dormitorio. No sé por qué abrí las puertas del ropero, pero fue lo único que se me pasó por la cabeza. Los trajes de mi padre seguían colgados en el mismo lugar. Saqué el más nuevo de una percha, lo extendí sobre la cama matrimonial, y me desnudé tan rápido que no me di cuenta de que era excesivo despojarme también de las medias y el slip. Me puse el pantalón y el chaleco directamente sobre el cuerpo desnudo, ni siquiera se me ocurrió buscar una camisa. En el espejo de la puerta del ropero, comprobé lo que ya sabía, que me quedaba perfecto, que teníamos la misma estatura y la misma silueta, y que vestido así parecía mi padre resucitado. Cuando me probé el saco, noté una dureza