Disfrazado de novia. Carlos Schilling
desplegué el cartón y en la cara que había quedado oculta vi algo que no esperaba ver, algo que tal vez no era inesperado, ni absolutamente imprevisible, pero que yo no esperaba ni había previsto encontrar en el bolsillo de un saco de mi padre: un diploma. Estaba enmarcado por una guarda de motivos geométricos, trenzados en una filigrana, y en el ángulo superior derecho había un escudo de color negro y amarillo con la sigla CAUC. En el texto constaba que la Comisión Directiva del Club Atlético Unión Central de Villa María tenía el honor de concederle al señor (y aquí el nombre y el apellido de mi padre figuraban escritos en letras góticas) la medalla de oro del Campeonato Regional de Tenis de Mesa del Centro de la Provincia de Córdoba. También había una fecha: 10/3/2012. Justo diez días antes de la muerte de mi padre. Me puse a buscar la medalla de oro en el ropero, revisé los estantes y los bolsillos de los sacos, pantalones y camisas, y como no la encontré entre la ropa, seguí buscándola en todos los cajones de los muebles de casa. No estaba en ningún lado. No había señales de medallas, ni de trofeos, ni de otros diplomas. Eso podía significar que mi padre guardaba sus premios en un lugar secreto o que el único torneo que había ganado era el de Villa María. Las dos opciones me parecían poco factibles. Todavía vestido con su traje, busqué en Internet la página de Unión de Oncativo, y comprobé que el 14 de abril se había jugado en sus instalaciones un campeonato nacional de ping pong. Era obvio que mi padre había tenido la intención de inscribirse, de lo contrario no hubiera anotado la fecha y el lugar en el dorso del diploma. Si la lógica no me engañaba, Villa María y Oncativo sólo debían ser los dos últimos hitos de una larga secuencia que tal vez se extendía muchísimos años en el tiempo. Incluso antes de resignarme a no encontrar ningún otro indicio en casa, ya había trazado un plan. No le dije ni una palabra a mi madre, supuse que no sabía nada, y que si no lo había descubierto por sí misma tampoco merecía saberlo. Habíamos quedado en que yo me haría cargo de la dirección de la empresa, y por lo tanto no iba a resultarle extraño que decidiera viajar a los mismos lugares del interior de la provincia adonde había viajado mi padre.
Guiado por la lista de ciudades y pueblos que confeccionaron el contador y el secretario, empecé a recorrer en sentido inverso esa trayectoria. No terminé aún y no creo que termine en muchos años. Igual desde el principio supe exactamente lo que iba a encontrar, aunque saberlo no me ha servido para responder por qué mi padre perdió contra el chino y por qué no le exigió una revancha inmediata. Al contrario, las preguntas se multiplicaron, se expandieron en mil de direcciones divergentes. ¿Por qué dejó que mi primo lo insultara y se burlará de él durante dos décadas? ¿Por qué no lo echó junto a sus amigos borrachos? ¿Por qué no nos contó a mi madre y a mí sobre su doble vida? ¿Qué significaban para él su empresa, sus empleados, su casa en Mayu Sumaj y nosotros en comparación con los campeonatos de ping pong? No sólo se multiplicaron y se expandieron, ahora las preguntas también son más grandes, tan grandes que no caben entre dos signos de interrogación. Viajé a Villa María un lunes por la mañana sin prever que el club podía estar vacío y cerrado ese día. Tuve suerte: estaba vacío, pero no cerrado. Había una mujer del servicio de limpieza que no me preguntó quién era ni qué quería y me dejó pasar como si yo fuera una autoridad del Club Atlético Unión Central. Caminé por un largo pasillo antes de llegar a la cancha de básquet donde se había jugado el campeonato de ping pong. Era un galpón enorme en forma de domo al que las tribunas desiertas y el tablero electrónico apagado volvían aún más inmenso, fuera de escala, exagerado, semejante a un monumento abandonado por una civilización de gigantes. Mis pasos resonaban sobre el piso de parquet y hasta mi respiración generaba ecos en ese colosal volumen de silencio que me aplastaba contra mí mismo y me provocaba una sensación parecida al vértigo. Luego de un buen rato de caminar medio desorientado, descubrí que en una pared cercana a los vestuarios todavía estaban colgadas las fotos de la premiación. Mi padre aparecía abrazado a varias personas y con la medalla de oro en el pecho. Saludaba con una mano a la cámara. Encontré distintas versiones de esa misma foto en muchos clubes de la provincia, en Laborde, en Villa Cabrera, en Arroyito, en Río Cuarto, en Santa Rosa de Río Primero. La variante principal era que en algunas fotos en vez de una medalla mi padre sostenía un trofeo y lo alzaba con las dos manos. En todas las planillas oficiales que pude revisar siempre figuraba en el primer puesto: campeón, campeón y campeón. Detrás de él, algunas veces, no muchas, había también uno o dos nombres chinos. Yo los anotaba y los pronunciaba en voz alta, pero ninguno me sonaba como Showtime. También los busqué en Internet. Uno de ellos había estado a punto de clasificarse para los juegos olímpicos de Sidney. Eso significaba que debían de ser excelentes jugadores, integrantes de una elite internacional, y que los habían invitado a estos torneos para mejorar el nivel de los participantes locales. La mayoría de los campeonatos se jugaban en la zona más rica de la provincia, lo que explica que los clubes organizadores se dieran el lujo de contratar a estrellas del tenis de mesa mundial.
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