Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


Скачать книгу
humano, que se monta con teselas de muchos colores y que en forma fluctuante o alternativa se muestran con belleza y nobleza o bien con miseria o indignidad y que nunca llegamos a conocer en su dimensión auténtica, pues se ocultan tras los muchos errores, grandezas e irracionalidad, que anidan en cada uno de nosotros.

      Sevilla, 14 de enero de 2020

       Ignacio González Vila

      CAPÍTULO 1

      ¿Por qué se demora la noche? La oscuridad y sus monstruos serían de agradecer ahora. Al menos la negrura haría más confusas las caras, el barullo de muebles y ropas acumulados en una de las aceras del Brillante. Alfonso, el mayor de los hijos permanecía junto a la madre, aguantado las ganas de mirarla para no provocarle ese llanto manso de los últimos días. El menor de los dos, Milo, llevaba un tiempo sentado en el sillón de orejeras, con un balón manchado de barro entre las manos. Miraba el caminar de su padre, su falta de aplomo en el suelo. Verlo con aquel aspecto le provocaba un sentimiento chocante de pena y rencor a un tiempo. Le dolía tenerlo delante, el traje arrugado, las manchas de cal sobre la espalda, los faldones de la camisa sin arremeter, el dorso de la mano derecha arañada del roce de la cómoda. Seguía con sus ojos empequeñecidos de cansancio el ir y venir de su padre, a trancos irregulares, de soldadito articulado; parecía que alguien invisible lo empujase con mala hiel hacia la cabina telefónica y al llegar a ella tirase de él hacía atrás. Desde el sillón de cuero, bajo el cielo raso, con una actitud solemne, cómica en alguien de once años, lo observó gesticular con el teléfono pegado a una oreja y luego a la otra. Había urgencia en sus movimientos, cobardía por la manera de asentir con la cabeza, por su voz descontrolada, aunque por instantes esa voz se achantase y sonase a rezo. Oía los sollozos repentinos de su padre, tan inhábiles en una persona mayor. Indignos. Le avergonzaron aquellos sollozos, ignoraba que su padre fuese tan poca cosa.

      Milo, apretó fuertemente el balón contra su pecho al sentir un miedo desconocido para él, una inseguridad adherida a las tripas. El mismo pavor helado que volvería a sobrecogerlo puntualmente durante media vida, en Túnez, en Baena, en la Isla de Creta, en Turquía, donde las circunstancias pusieran en funcionamiento su memoria y lo devolviesen a aquella noche de radical abandono.

       Algunos de sus antiguos vecinos conducían sus coches sin girar del todo el cuello hacia la familia arrumbada en la acera. Curiosamente, los menos relevantes del barrio, dedujo Milo: Cristóbal Balbuena el de las churrerías, por ejemplo, o Chelo la matrona, contemplaban con el motor casi a ralentí el abrigo hecho con cobertores mal amarrados desde el aparador al respaldo de las sillas del comedor. Pertrechados en sus coches, a salvo de la miseria, eran estos los más ávidos en captar el desavío de la mujer, de sus hijos, de Teófilo, tan amigo a festejar cualquier evento. Satisfecha su curiosidad, aceleraban sus coches o aligeraban sus pasos hasta cruzar la verja de su jardín o perderse bajo la línea rasante de la calle.

      La mujer, apenas contaba con fuerza para hablar con sus hijos y hacerles comprender el desastre sobrevenido en pocas semanas. Tomaba aliento y sus facciones de piel fina adquirían una entereza imposible de mantener más allá de un minuto. Les hablaba de la pronta llegada de la tía Eulalia, su hermana, de la aventura de vivir en el campo durante una temporada, de estudiar en un instituto público, menos ñoño que el de los padres salesianos. Y los dos la miraban con sus caras sucias de haber jugado en un jardín que ya no era de ellos, sin decir nada, con la necesidad de ser abrazados por su madre, entibiadas sus carnes y sus ánimos por ella.

      Milo se retiró de la madre y se sentó sobre la acera, retrepado contra el paredón del chalet. Apoyó la barbilla en las rodillas y clavó la mirada en el reverbero de la farola encendida sobre el asfalto. Mantuvo sus ojos a la misma altura durante un tiempo indefinido, como al acecho; luego, aventó la atmósfera a su alrededor y más tarde se llevó el balón bajo la nariz y olió a tierra y a grama. Aquella noche pugnó por transfigurarse para sus adentros en un chucho sin pensamiento, desalmado, exento de la amenaza de la inseguridad cósmica de hacía un rato. Sus padres serían olores, animales empinados, sin apenas color, exuberantes de efluvios apetitosos, que emitían ruidos de enfado o muy cálidos, como si fuesen a acariciar a un bebé y no a un perro de mil leches. Sin embargo, de ser un chucho, su cabeza no debería haber retenido la imagen de la cara descompuesta de su padre y la boca seca de saliva. La declaración humillante de su malandanza; el juramento que vino después de la culpa: «Os compensaré en el futuro, aunque ahora venga lo peor». Milo, se lamió una mano y se rascó con el talón la otra pierna. De haber sido un can hubiese recordado sin gozo ni pesar las visitas del funcionario del juzgado, un hombre achaparrado, con una verruga poco más arriba de la frente y una nariz tuberosa. Firme aquí y en la otra cara, aquí, don Teófilo, dijo a su padre con resignación y la mirada inmóvil. Poco antes de la hora del almuerzo llegaron los del banco. Milo y su hermano trasladaron platos y mantel a la mesa de la cocina, mientras al otro lado de la puerta, un hombre de piel cerúlea, recitaba con tono aburrido, los muebles, adornos, alfombras y las pinturas cuya compra había costado bastante dinero y disgustos entre los padres de Milo. «Raquel, mírame, razona: dentro de unos años esos cuadros valdrán el triple, confía en mí». La mujer punteaba en un listado los objetos dictados por su compañero. Milo odió los aspavientos de la mujer. La dureza reflejada en el rostro de ella al pasar delante del artefacto de ropas y muebles en la acera, la omisión de un saludo, de unas palabras dirigidas a Raquel, a ellos. ¡Mezquina!

      Durante la noche los hermanos habían abierto un agujero en los setos del chalet habitado hasta ayer mismo por la familia. Agrandaron la brecha, desoyendo la prohibición titubeante del padre, hasta que sus cuerpos se internaron en el parterre delantero del chalet. Allí estaban los muebles de los dormitorios, el armazón de las camas, los colchones protegidos con un plástico, diseminados por el césped, con destino inmediato a La Partición. En aquel momento, la luna iluminaba la fachada delantera de la casa, el camino de losas de barro cocido que acababa a un paso del agua espectral de la piscina, donde tantas veces habían buceado con los ojos abiertos y enrojecidos por el cloro en busca de la moneda lanzada por la madre, por la tía Eulalia. Al cabo del tiempo, harían lo mismo, en competencia con Berta, usando tornillos de aperos en las aguas verdosas del Guadajoz.

      ¿En qué momento se había ido todo a la mierda? Alfonso buscó una respuesta, mientras miraba a su hermano deambular a cuatro patas, husmear el suelo y mordisquear ramitas de yerba. No compliquéis la cosa, puñeta, ¡venid aquí! El padre quiso imponerse; pero les riñó por reñir, con sus facciones carnosas enmarcadas en la abertura del seto. Tardaron en saltar desde el tabique a la acera y en dirigirse hacia la madre. Ella apenas había cambiado de posición, estaba sentada en la butaca adamascada de su dormitorio, con el abrigo echado sobre los hombros, acercándose a los ojos los papeles del juzgado para releerlos al principio con incredulidad y luego impresionada. Milo se enroscó en el sillón y apoyó la cabeza en el brazo de cuero. Su campo de visión abarcaba hasta la carretera por la que se va al hospital de los Morales, enclavado en la sierra, especializado antiguamente en tuberculosis y otras enfermedades de bronquios. Veía el tránsito de algún coche, de motos cuyos escapes atronadores parecían taladrar la noche. Era muy tarde y ellos aún allí, a la espera de comenzar a olvidar el chalet, como si el olvido de algo fuese desearlo y cumplirse. «¡Pobre!», exclamó Milo. Su padre sabía jugar con las palabras, llenarle a uno la cabeza con ellas hasta que le salían por los oídos convertidas en chorros de ruido. Lo observaba y podía escucharlo un poco. Consultaba el reloj de la esposa, al suyo le saltó la esfera al subir la puerta del parking, sería la rabia de tener a su lado al operario municipal, a la espera de llevarse el Range Rover al depósito.

      Un viento antojadizo de finales de otoño agitó las hojas de los álamos del chalet de la marquesina de hierro y cristal. La cobija de mantas se infló y Teófilo tuvo que lastrarla en su centro con el peso de una mochila. Milo recreó su mirada en la masa voluble de las copas de los árboles y escuchó un fragor parecido al de las aguas del río. Esos estímulos le fueron cerrando los párpados hasta dormirlo. Su hermano se le acercó y lo vio abrazado al balón, con un pegote de barro en el pabellón de la oreja. En silencio fue en busca de la toalla de baño de estrellas de coral y se la echó sobre las piernas. De vuelta al lado de su madre distinguió al fondo de la calle a dos personas apeándose de sus motos de depósito abultado. Ambos las anclaron al bordillo y luego se desprendieron de sus cascos. Movieron a uno y otro lado


Скачать книгу