Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
reiterativa del fajo de papeles sellados y los desvió de nuevo hacia su padre. Apretó una mano contra otra y renegó con la cabeza. No quería despertarlo, pero los motoristas seguían allí. Los óvalos de sus caras estaban orientados claramente hacia ellos. Oía los ronquidos entrecortados de su padre, la retahíla de frases truncadas, de lamentos; veía las tarascadas defensivas arañando el aire. Milo dormía como un bendito y su madre estaba tan asustada que advertirla de la presencia de los motoristas la asustaría aún más.
Si al menos fuese de día, los de la esquina no estarían mirándolos tan de seguido, borrosos en la humareda de sus cigarros. Estarán alimentando maldades.
Alfonso se incorporó y avanzó unos metros hacia la esquina de la calle. Distinguía los clavos incandescentes de los cigarros y percibía las risas de los motoristas. Nada podría hacer él solo contra ellos, lo voltearían de un empellón, a la familia al completo si era menester. Podrían robarlo todo si las motos admitieran tanta carga, o hacer cosas con su madre o con Milo, cosas que repudió la mente de Alfonso al instante. Con los brazos vencidos y pegados a los muslos se sentó sobre el arca y ojeó a su madre. «Vas a quedarte ciega, mamá, mañana esos papeles dirán lo mismo». Ella plegó los documentos, los metió en el sobre y luego los guardó con cuidado en su bolso de piel de avestruz. No la había visto dar una cabezada, ni cerrar los ojos cuya perplejidad no había desparecido de ellos desde que se encontró fuera de la casa, sin otras pertenencias que las arrumbadas en la acera y el mobiliario no incautado, cuyo traslado al jardín se había realizado durante la mañana.
El rugido de las motos alertó a Alfonso y este llamó a su padre y le empujó en el hombro. La mujer advirtió pasivamente el lento avance de las motocicletas hacia ellos. Las motos continuaron a velocidad de escolta hasta detenerse a la altura del boscaje de cobertores y sillas. Las pantallas de los cascos apenas dejaban distinguir los rasgos de los motoristas, salvo la dirección de sus miradas que parecían haber sopesado cada una de las personas y de los objetos presentes allí. Uno de ellos paró el motor pero volvió a conectarlo cuando el otro le hizo la señal de avance.
Durante un tiempo, los cuatro permanecieron muy juntos, aprovechando el calor de sus cuerpos contra el relente de la amanecida. De súbito, los potentes faros de un coche disiparon la atmósfera grisácea a lo largo de la calle. Varios flashes seguidos impulsaron a Teófilo y a sus hijos a marchar con nerviosismo hacia los focos de luz cegadora. Deslumbrados, zarandearon manos y brazos en línea con el parabrisas del todoterreno. La mujer de hombros cuadrados y pelo largo se apeó del coche y abrazó a los niños y los besó en la cabeza. Los pucheros en las facciones huesudas de Eulalia anticiparon el apretón entre las dos hermanas. Eulalia contuvo entre sus brazos el cuerpo vulnerable de su hermana y lo remeció con mimo. Teófilo y Damián, el marido de Eulalia, hablaron sin emoción. Todo estaba dicho y convenido desde hacía algo más de una semana, amén de las conversaciones interminables por teléfono entre sus esposas.
La mañana se había afianzado aunque el sol irradiase aún una luz demasiado endeble para calentar. Eulalia le propuso a su hermana ir a desayunar mientras venían los de la camioneta para cargar los enseres. Raquel, más animada, se secó la punta de su nariz enrojecida con un pañolito granate, y se lo introdujo en la bocamanga del abrigo. «El bar La Alemana está abierto a esta hora, Eulalia». «Pues vamos allí; nos sentará bien echarle algo al estómago antes de irnos». Teófilo esperaría a los de la mudanza. Eulalia tomó a Raquel de un brazo y jaleó sonriente a Milo, el cual ya había desistido de sustituir su corazón y su alma por el de un perro con malas pulgas. Aunque estuviese hecho de piel de lobo lo sucedido le dolería bien adentro, pensó con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras divisaba la anodina hilera de coches y autobuses que bajaban de los pueblos de la sierra hacia la ciudad.
Desde la puerta del bar destacaba la mujer corpulenta, pelirroja, con cejas rojizas pintadas. Bregaba detrás de la barra de azulejos con clientes, tostadas y vasos largos de café con leche. Enseguida reconoció a Raquel y le indicó con la barbilla una mesa limpia junto al ventanal. Damián anotó el pedido y se lo entregó a la dueña cuyas manos mojadas la pasaron de una brazada a uno de los camareros. Los chorros a presión del café y de la leche generados por la máquina, el murmullo de los madrugadores, añadidos al choque de platos y vasos en el fregadero, dificultaban una conversación más o menos serena. Eulalia alargó la mano hacia Raquel y le recogió los mechones de pelo castaño tras las orejas; luego, mientras un camarero pecoso servía los desayunos, le pintó a su hermana los labios blanquecinos. Los niños y el marido de Eulalia untaban mantequilla y mermelada en las rebanadas de pan tostado. Damián bosquejó para su sobrinos sobre unas servilletas de papel, las obras hechas en La Partición desde el verano. Les contó con los labios relucientes de mantequilla, la renovación del establo y el arreglo con zahorra y arena gruesa del ribazo del río donde solían bañarse. Tras la sobremesa, las dos mujeres se dirigieron al servicio, como también hicieron Damián y los niños con aire de satisfacción después de haber desayunado. Damián se acercó a la barra y cogió la bolsa con el sándwich que le entregó la germana cuyos brazos de grasas oscilantes circundaron las cabezas de unos muchachos sentados en taburetes. La mujer hizo una señal a Raquel y cruzó el pasillo de la barra. Se le acercó. Fe y coraje, algo así intentó transmitirle la mujer de alzada totémica, con la cara plastificada de sudor y las manos siempre mojadas. Raquel le dio las gracias con esa finura tan agradable para quienes la habían tratado, un tanto apurada por no dar con el nombre de la alemana.
Cuando Milo rodeó la esquina junto a su hermano y vio la cómoda de todos los días, habitualmente repleta de ropa interior y jerséis, volvió a percibir la sensación de no estar anclado a ningún sitio, de ir flotando sobre el suelo. Su respiración fatigosa alertó a Raquel y a Eulalia. Las palabras consoladoras de su madre y sus manos sobre las mejillas descoloridas de Milo le devolvieron a este el resuello, aunque no le evitaron la impresión de estar desnudo, a la vista de cualquiera, en el centro de una enorme carpa vacía, cuando vio a tres hombres en mono gris y el logotipo «Mudanzas Albea» a la espalda, izando sin apego los enseres palpados mil veces por él y los suyos. Cruzaron la calle y se acercaron al sitio de carga. Eulalia se cercioró a ojo del encaje de cada cosa en la batea del vehículo. Entretanto, Teófilo introdujo su mano en la bolsa que le ofreció su esposa y extrajo un sándwich envuelto en papel de aluminio y un vaso de café para llevar. Mordisqueó el pan tierno, pero el apetito competía con el sufrimiento. Lo arrojó casi entero a la bolsa. Solo pudo beberse el café con las dos pastillas de ansiolíticos y detener la insistencia de su esposa.
Cuando los de la mudanza acabaron de echar los largueros y las cabeceras de unas camas, Teófilo tomó a Alfonso por la muñeca y consultó su reloj con la imagen de Mickey en la esfera. Les comunicó al concuñado y a las dos hermanas que los agentes judiciales no tardarían en llegar para abrir la verja y poner los precintos. Le hizo entrega de una lista de los artículos pendientes de carga al hombre del porte más decidido y del mapa de carreteras con el trayecto punteado desde el Brillante hasta La Partición.
Eulalia limpió los churretes de rímel de las ojeras de su hermana. Aquella no había sido consciente de las lágrimas de Raquel hasta que no la vio mirar los tejados siena, la chimenea de piedra y metal del chalet. Pronto serían otras las personas con derecho a decidir cuáles iban a ser las habitaciones para dormir o para estar, las lámparas más a juego con los muebles o las plantas más gratas a la vista en el parterre; los nuevos dueños que impregnarían de su particular olor a humanidad las estancias y los pasillos; personas ajenas a cuanto había ocurrido en esa casa, cuando fue habitada por ellos; ajenos para siempre a las voces de Alfonso y de Milo, de Teófilo, de ella misma; a sus enfados, a sus melindres, a las conversaciones corrientes o graves entorno a la mesa, o tumbados sobre sus camas, o en bañador sobre las toallas echadas sobre el césped.
Damián señaló el coche, guió con gestos vagos los asientos en los que debían sentarse Raquel, Eulalia y los niños; Teófilo subió con docilidad en el asiento del acompañante. Durante el trayecto, Milo acercó su cara al cristal y tuvo la impresión de ir entre edificios ocres y apagados por una ciudad resguardada como un insecto en una gigantesca gota de ámbar. Coches y peatones adquirieron en su mente la difusa consistencia de un recuerdo, de cosas y seres imaginarios. Más ningún humano, caviló, puede sacudirse lo vivido como si fuese arena en las plantas de los pies. Cuando cruzaron el Campo de la Victoria,