Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
siempre, para mal o para bien, dedujo Milo, mientras elevaba sus manos por encima de su rostro y las movía como si fuesen dos pájaros enjaulados en la oscuridad. Invocó el sueño; pero las palabras rotas por el dolor, o los silencios abiertos como profundas zanjas entre sus padres lo mantuvieron insomne. Milo reparó en las facciones de su hermano sobre la almohada, su boca entreabierta, los dientes acaballados, su cabello crespo como el de un jabalí. Envidió su inconsciencia, su ingenua brutalidad.
Vislumbró el rellano al que conseguía llegar una bruma luminosa procedente de la planta de abajo. Durante un rato su mente buscó ruidos distintos a la charla mal avenida de sus padres. Sus oídos se llenaron de una profusión de mugidos de vaca, de los broncos ladridos de la mastina desencadenados a esas horas; le llegaban los chirridos de la noria y el canto de los mochuelos, mezclados con aleteos inquietantes, con la remecida del follaje. Abstraído en la respiración del campo se quedó dormido hasta rayar el día.
Milo despertó sobresaltado debido a una trepidación de motores y charlas foráneas. Su hermano seguía dormido, demasiadas patadas al balón y el cansino cacareo de sus admiradores invisibles. Mejor dejarlo, se dijo Milo mientras abría con cuidado el postigo de madera azulenca y escudriñaba amodorrado el patio.
El traqueteo de los motores había cesado. De uno de los coches se apearon dos policías y se dirigieron entre toses mañaneras hacia la puerta de la casa. No fue necesario pulsar el timbre porque Teófilo acompañado de Raquel salió a su encuentro. Uno de los policías le mostró un papel; pero él declinó, se negó a leerlo, con la presencia de aquellos dos guardias tenía bastante.
En segundo término, junto a la fuente de la carpa de piedra, un hombre alto, de aspecto extranjero, más bien fornido, esperó a que los guardias terminasen de hablar con Teófilo. Cuando callaron, el hombre se acercó con los brazos extendidos hacia Teófilo. Se abrazaron. Los sollozos de Teófilo provocaron los de Raquel. «Hoy dictan la sentencia, Mauricio», Teófilo apretó la mano de Raquel. Los guardias habían retrocedido un palmo para respetarle al procesado un momento de intimidad. Raquel se abrazó con vehemencia a Teófilo y le susurró al oído sin dejar de rodearlo con sus brazos. Milo necesitó en ese instante saber con urgencia qué le había dicho a su padre, ¿acaso ella lo había perdonado?, o, simplemente, le había entregado los menguados restos de calor y esperanza que tanto necesitaba para sí misma. Milo, observó impávido cómo su padre era escoltado por los policías judiciales hacia un coche gris, aparcado al lado de un BMW azul marino.
«Se ha negado a que sus hijos lo vean esposado, Mauricio. No quiere que yo esté presente en la sala del juzgado, “los niños te necesitan ahora más que yo”, me ha dicho». Raquel caminaba al lado de Mauricio, detrás de su esposo y de los hombres. Hablaron. Milo estaba demasiado lejos para oírlos y descifrar sus gestos. Cuando los coches llegaron al cruce y desaparecieron por el camino, más la visión de su madre envuelta en una polvareda dejada por los neumáticos, Milo echó a correr en pijama y descalzo hacia ella. «¿Por qué has dejado que se lo lleven?».
CAPÍTULO 3
Adnan estuvo tentado de sentarse en la estrada de la Facultad de Historia, de concederle descanso a sus piernas. Contempló con delectación la calma que reinaba en el campus. Pero siguió adelante. Lo esperaba Nazim. El hombre virtuoso, cuyo trato había justificado las maldades cometidas por Adnan a solicitud imperativa del catedrático. Se internó en el edificio y anduvo por pasillos contándose las pastosas pisadas de sus botas de caza, escuchando el concierto silbante de sus bronquios obstruidos por el tabaco. La fatiga era mucha, la visión le flaqueó, apenas identificaba a las personas que de vez en cuando se perfilaban a lo lejos, salían o entraban en la biblioteca, en los servicios, en las aulas prácticamente vacías a esas horas de la tarde. Cuando llegó a la puerta del despacho de Nazim Abdulah, se arrepintió durante un instante de haberlo telefoneado desde la cima del hallazgo. Había ido de caza con un muchacho de mantenimiento de la universidad, Ibrahim. Caminaban en contra del viento, cuando a Ibrahim le intrigó una oscuridad tras la yerba seca. Se aventuró seguido por Adnan y halló una brecha profunda y piedras. La cosa podía ser de interés para el catedrático, el profesor Cemal y la profesora Fadilah. Pero Adnan había puesto demasiado énfasis en darle la noticia al primero. ¿Y si el coste presupuestario de excavar aquellos vestigios fuese mayor que su beneficio? Adnan quedó más tranquilo al cavilar que tal vez había sido precisamente su celo desmesurado el factor decisivo a ojos de Nazim para que este lo hubiese colocado en la plantilla de oficios de la universidad. Otra razón habría sido, pensó, el rigor con el que lo habían visto capitanear a las cuadrillas de trabajadores, la mayoría becarios extranjeros. Y sin ninguna duda su lealtad y entrega, la servidumbre de chivarle cuanto oía, veía o se le antojaba de algún interés arqueológico.
Adnan aporreó la puerta y no oyó respuesta. Giró el pomo y entró con suavidad en el despacho en penumbra. Caminó con su botas de cazador sobre la alfombra de los genios y las grullas y encontró tras la mesa la blanda fisonomía de Nazim, divinizada por el reflejo azulado del ordenador.
—Eres cabezón; me sentiría mejor si te supiese en la cama, recuperándote del día de caza… En fin, ya que estás aquí te felicito. Siéntate —le dijo Nazim, llevándose las gafas de montura de carey a la frente y restregándose con los dedos sus ojos congestionados de estar fijos en la pantalla.
—Habrán sido las escorrentías de las lluvias la que han abierto la tierra y dejado al descubierto los restos —dijo Adnan poniendo sus manos velludas sobre la mesa.
Nazim comenzó a frotar los gruesos cristales de sus gafas con el pañuelo del bolsillo de la chaqueta. Escuchaba con serenidad la crónica del hombre vestido de camuflaje, perfumado con un sutil olor a pólvora.
—¿Y el trozo que has visto está estropeado?
Nazim empañó con su aliento los cristales y volvió a frotarlos con el pañuelo de seda.
—El pedazo que se alcanza a simple vista, de un metro cuadrado o así —se valió de las manos para estimar la superficie—, está bien, como si nadie la hubiese pisado todavía.
—Exageras Adnan y tú no sueles exagerar.
Nazim se caló las gafas y se quedó mirando aquellos dedos de falanges peludas sobre el tablero.
—Pero dime, aunque no seas experto: ¿crees que merece la pena echarle una ojeada?
—Lo creo. Huelo a yacimiento.
—¿Y dices que se trata de un mosaico, Adnan, sin haber visto más que un fragmento de algo?
—Sí.
A Nazim le irritaba la seguridad de aquel hombre de granito, certero la mayoría de las veces. Escuchaba sus explicaciones; pero la mente del catedrático estaba muy lejos de su encargado de confianza en ese momento, de aquellos dedos trabajados, de la barba espesa, como pintada con crema de zapatos sobre la carne. Estaba en las últimas cuando lo encontró una mañana de hacía años en el puerto de Estambul, tirado como un desperdicio entre cajas vacías de pescado. Nazim recordó los vómitos de sangre de Adnan, las dos manos apretándose el estómago para contener sus intestinos dentro del cuerpo, tripas azules en la memoria del catedrático.
¿Qué estará pensando esa cabeza talentosa mientras le cuento?, se preguntó Adnan, daría la nómina de un mes por saber si la cabeza de pelo ondulado y gris, había calificado de interés el supuesto mosaico. Quizás tras las primeras palabras había descartado el asunto. ¿Me está entendiendo?, ¿me he explicado mal?
Los ojos de Nazim, agigantados por las lentes, encararon como dos focos cenicientos a Adnan. Abrió las manos de súbito.
—¿Lo has enterrado?
Nazim juntó las palmas de las manos y apoyó su barbilla sobre la punta de sus dedos.
—Es una gruta honda, bastante ancha, profesor —lo llamaba «profesor» aunque fuese catedrático, quizás porque cuando se conocieron Nazim aún no era el catedrático de Historia Clásica y Antigüedades de la Universidad de Ankara—. Hemos ocultado la zona de interés lo mejor que hemos podido. Tuvimos que ir a Villa Aquilae a por arpillera…
—¿Le has