Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


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torció el gesto al divisar una bandada de gaviotas en pleno vuelo sobre el extenso vertedero situado a un lado de la carretera, a escasos kilómetros de la ciudad. La asociación de las gaviotas con los cerros de basura en descomposición, en lugar de con el mar abierto y las playas era demasiado discordante para su mente. Sabía por los documentales televisivos que una persona con el estómago vacío podría llegar a comer ratas o basura e incluso devorar a sus congéneres. Meditó con inquietud que ninguno de los que iban en el coche estaba exento de padecer hambre caníbal, y, fantaseó con la idea de terminar recorriendo los campos de noche, en busca de animales de cualquier especie para no perecer.

      Los relatos de Eulalia sobre sus hijos, expulsaron los fantasmas del magín de Milo, y este se puso a escuchar los despistes de su primo Antonio. Cuando el coche viró al encuentro del carril de Izcar, Damián tomó el relevo de su esposa y refirió con un balanceo de su sesera monda, la pelea de Berta a puño pelado con otra compañera del equipo de rugby. Milo rio con ganas. «Es un animalito esa niña», terció Damián mirando de reojo a Teófilo.

      El camino empeoró a la altura de la alameda de los pinos blancos. Los aguaceros y las profundas rodadas de los tractores habían convertido el paso en un barrizal intransitable. Milo escrutó entre los troncos verdosos de los pinos el espejeo del río y percibió desde la lejanía un aroma a madreselva y a hinojos. El recuerdo de Berta fue inevitable. Su imagen en pantalones cortos y chanclas de goma, con un galápago en la palma de la mano reinó en su cabeza hasta que divisó a través del parabrisas el amplio cobertizo descrito en La Alemana por Damián, las tablas de alfalfa, el maizal y en último término las copas de los membrillos y de los manzanos. No tardaron en ir por un camino de gravilla a cuyo término se erigía el caserío de La Partición.

      CAPÍTULO 2

      Las últimas lluvias habían reventado las acequias. Una lengua de limo había penetrado bajo la puerta y emporcado los suelos de una gacha amarilla muy tenaz al barrido del escobón y al baldeo de Luisa, la hija del aparcero de La Partición, Gervasio Pulido. Nadie había dado aviso de la pronta llegada de la familia de doña Eulalia a la huerta, de que la casa residencial debía estar adecentada cuanto antes. El aparcero escuchó las quejas de Eulalia sin mover un músculo, salvo sus labios resecos que jugaban con una pajita pálida. El hombre prestó atención a los meneos de paciente negación de don Damián, buscó un atisbo de comprensión con la mirada en Teófilo y en Raquel, mientras rasgaba con la puntera de su bota la capa amarillenta. Aquello era una menudencia comparada con la pelea sin cuartel que había librado su familia al completo días atrás. Habían abierto a punta de azadón nuevas venas en el fango para darle alivio a las aguas, bregado en plena noche por mantener la noria fija en su eje; pero «las aguas cuando vienen tan mal dadas desobedecen al mismo Dios, doña Eulalia». Gervasio chifló largo y voceó el nombre de Luisa y de Paulino. «Los becerros, por contra, están más gordos, ¿quiere usted verlos, don Damián?». Teófilo y Damián enfilaron al ritmo de Gervasio hacia los cobertizos. Las dos hermanas y los niños aguardarían en el jardín hasta que los hijos del aparcero dejasen limpios los suelos de la casa.

      Olía a río, a paja. La nariz de Milo distinguía en el aire el vaho a bosta de vaca procedente del establo. A gallinaza, a palomar. El acceso al gallinero era a través de una puerta de chapa verde disimulada entre la enredadera o entrando por la casa de labor. A Milo, sin saber por qué, le venía un leve cosquilleo en sus partes cuando a la hora de la siesta, acompañado por Berta, le llegaba el tufo a orín fuerte y a excrementos en la vaquería.

      Fuera del recinto, Alfonso imitaba a voz en grito la hinchada de un hipotético partido de fútbol, en el que él recorría el campo de juego en posesión del balón, regateaba, burlaba al contrario con habilidad y al final, animado por un público ficticio, chutaba a un portero imaginario ubicado entre un cardo borriquero y un arbolillo sin hojas. Milo se quedó sentado en uno de los bancos de hierro, frente a su madre y a su tía Eulalia. Observó cómo la piel de su madre había adquirido vida, una tonalidad rosada. Raquel estaba más resuelta que durante la noche. El miedo o la desesperación le habían soltado la lengua. Habló con su hermana, sin cuidarse de la presencia de Paulino Pulido, el mocetón jorobado con cara aviejada y unos ojillos escondidos bajo un entrecejo que parecía esculpido en el hueso. Alfonso seguía recreando los berridos de unos hinchas animándolo a tirar a puerta y a marcar otro y otro y otro golazo imparable. Eulalia deshizo con un palito de polo una hilera de hormigas. «¿Vas a solicitar el reingreso de maestra, Raquel?». «En cuanto pueda. Aceptaré cualquier plaza que me ofrezca la delegación, de preescolar, de educación especial, inglés, francés, ¡chino!…». Raquel rio con pena. Observó a Alfonso tras el enrejado, sudoroso, obstinado, envuelto en el bullicio que salía de su boca. Alentó a Milo a jugar con Alfonso; pero Milo se quejó de una molestia en el tobillo, de estar harto de las fullerías de su hermano, que les diera patadas en las espinillas a sus futbolistas de aire, le dijo. Elevó las piernas hasta el asiento del banco y las rodeó con los brazos. Se concentró en la maña de Paulino para colmar la pala con barro, verterlo en la espuerta y repartirla con sus andares humillados en el campo. A Milo se le iba la vista a la joroba. Se la imaginó por dentro llena de gas y no de un amasijo de huesos truncados y carne mortal. Le fascinaba la desenvoltura de Paulino, agachándose, alzándose, porteando espuertas con aquel incordio del tamaño de un bebé colgado a la espalda.

      Desde el interior de la casa se oía el laboreo de los Pulido en la zona ajardinada. Luisa apuntaba el chorro de agua hacia los arriates y Paulino achicaba el limo o corregía las plantas dobladas fijándolas a guías de caña.

      Las hermanas ordenaban la ropa de la familia de Raquel en unos armarios celestes, con celosías en la parte alta de las puertas. Milo no perdió detalle de la conversación entre ellas. Se hizo el dormido. Eulalia se interesó con discreción por Mauricio Menéndez Viaga, por si los estaba ayudando. «La unión de los Mur con los Menéndez Viaga ha sido muy estrecha desde que padre y el padre de Mauricio estaban en vida. Acuérdate de que La Partición la compró padre por un chavo, Raquel». Eulalia le pulsó la barriga a Milo para que se levantase de la cama. «Pensaba decírtelo hoy… por teléfono no…». Raquel se sentó en la cama, entrecruzó los dedos y miró la espalda de su hermana. Milo seguía en la habitación, atento, contemplando las tierras limítrofes a La Partición, los álamos previos al río. «Nos ha hecho un préstamo considerable. Con ese dinero y con vuestra ayuda, hemos pagado la fianza, la obra de reforma del chalet, los recibos pendientes. Los gastos de abogado han corrido de su cuenta… “La minuta del bufete la pago yo. Es un regalo de mi parte”, nos ha recalcado». Se oían los pliegues y despliegues de las sábanas limpias, de las colchas; el enfundado de las almohadas realizado con nervio por Eulalia. Raquel se incorporó, fue hacia Milo y lo besó en la coronilla. Eulalia dejó las mudas de las camas sobre una silla y abrazó a su hermana. «No llores, tonta. No vamos a dejarte sola con el problema… Ven aquí». Raquel recobró la compostura y le sugirió a Milo que fuese donde Teófilo y el tío Damián. Cuando estuvieron a solas en la habitación, Raquel le contó a su hermana que Mauricio llamó a Teófilo desde Irán. «Quiere hablar conmigo, supongo que para tranquilizarme. Se ha ofrecido a acompañar a Teófilo a juicio».

      Milo deambuló por la segunda planta. En el cajón inferior de uno de aquellos nichos con baldas estaban los bañadores atiesados por el desuso y entre estos uno blanco, el usado por Berta el verano pasado. Lo examinó por dentro y pensó en unos pechos pequeños, acaso más abultados que los suyos, en un pubis, en la hendidura marcada en el bañador cuando salía del agua. Se pasó la prenda por la cara con fruición. Con ella en el cuello ascendió por una escalera con peldaños de madera a la cámara, el antiguo palomar ubicado ahora en la torreta del corral. Los flotadores, la polvorienta máquina de coser, el instrumental de veterinaria en desuso del tío Damián; los cuadros piadosos sobre el suelo, las canastas, los sombreros de palma chafados; las sandalias de goma para andar entre guijarros y las arenas calientes. Objetos muertos; los cadáveres polvorientos y cubiertos de telarañas de las cosas, vivas en un tiempo ya gastado de cielos rasos y aguas resplandecientes. Deslizó la palma de la mano por la pared pintada con gruesas capas de cal y le vinieron a la mente los arrullos y el alabeo de los palomos al posarse sobre las piqueras, el impacto del plomo de la escopeta de aire comprimido de Berta contra la pechuga prieta de los zuritos. Milo venció el pequeño cerrojo de una de las trampillas. Desde allí sus ojos se llenaron


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