Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
en la mano. Entre la tufarada de aguarrás y la brusca inmersión en la realidad por la llamada de Teófilo se esfumaron las complacientes imágenes de Milo. «Verás, Milo —Teófilo le habló algo apurado—, Alfonso tiene mañana un examen de Química a primera hora y no puede acompañarme a la droguería, así que… he pensado que tú… Mamá podría justificar tu ausencia en el instituto», le dijo Teófilo mirando los aperos colgados de las paredes, con un tono de falsa indiferencia. Milo se puso el dedo índice en los labios con ademán de estar sopesando la petición de su padre, hasta que al fin accedió a acompañarlo con una satisfacción delatada por la expresión de su cara.
A la mañana siguiente, Raquel se marchó a primera hora a la estación de autobuses y más tarde Alfonso se fue camino del instituto. Milo y su padre repasaron en la sala la lista de materiales. Si los precios estimados no se desviaban mucho de los reales, la obra de pintura no sería cara como le había dicho Raquel. Con el dinero transferido por Eulalia habría de sobra para un coche barato, un Ford Fiesta por ejemplo, pagar la pintura, la ropa de invierno y quizás para otros gastos corrientes, en opinión de Teófilo. Eulalia disfrutaba desprendiéndose de cosas en favor de otros; aunque Teófilo siempre había sospechado que la caridad de su cuñada era dictada por su férreo catolicismo y no porque le brotase del fondo de corazón.
Milo le propuso a su padre ir a un bar y ahorrarse el latazo de poner rebanadas de pan duro en el tostador y recalentar la leche y el café. A Milo le habían atraído las cafeterías y los bares desde muy niño, el acto casi sensual de sentarse en un taburete, bajo las lentas aspas de un ventilador de techo, y que le sirvieran el desayuno en la barra, como habían hecho antes del éxodo familiar, en el Café de la Isla.
Cuando se afianzó la mañana salieron a la calle. Emilio vigilaba de reojo a su padre, sus gestos caminando por la acera, sin la protección de las paredes y los techos de las habitaciones, expuesto al flujo corriente de las calles. Quizás era la situación idónea para contarle todo, pensó Emilio, aligerando el paso para alinearse con él. Debía emplear las menos palabras posibles, no enrollarse, por ejemplo: ella y Mauricio han hecho eso; o, decirle por encima: ¿Pregúntale a mamá qué ha pasado entre ella y Mauricio?, pensó.
Iban por calles de pocos vecinos, rodeando esquinas, dejando a los lados solares despoblados, casas baratas. «Vamos en dirección contraria a los bares mejores y a la droguería, ¿no te das cuenta, papá?». Teófilo llevaba puesto el abrigo azul de paño grueso. La bufanda de Alfonso le cubría el rostro. «Te has vestido como si fuese invierno riguroso ¿no tienes calor?», le preguntó Milo. Teófilo seguía enfilando calles sin nadie intencionadamente, dando rodeos, respirando a través de la bufanda. Milo se fijó en los titubeos de Teófilo al saludar, ¿conocía a quienes saludaba al paso? Milo se sentía avergonzado cada vez que su padre profería aquellos adioses sofocados por la lana, sus remilgadas reverencias de cabeza, el ofrecimiento de su mano insegura, sudorosa. Hasta que se internaron en un bar, hubo veces en las que esta mano se mantuvo durante una pausa en el vacío, ofrecida ante paisanos que por su mutismo y su frente arrugada trataban de recordar quién demonios era aquel forastero grandote, friolero, en compañía de un zagal al que sí les sonaba haberlo visto en algún lado.
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