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entre Granada, Baena y Córdoba. La distancia de Milo con respecto a su madre parecía irreversible. Milo se escapaba a las alamedas, a Iponúba, a poner trampas para pájaros, a navegar temerariamente en el lago de la antigua vía del ferrocarril sobre un par de travesaños embarrados atados con sogas (perdía el que caía antes al agua y se emporcaba de cieno); pero de estos avatares nada sabían Raquel y Alfonso, tan dado este a los chivatazos por el placer de presenciar una discusión. Raquel atribuía la cerrazón afectiva y la rebeldía de Milo al crecimiento; su voz sonaba a catarro nasal y si estaba soliviantado desafinaba con gallos estridentes. Por otra parte, Milo no tenía el mismo aguante que Alfonso. Este había sobrellevado la debacle familiar con una entereza casi de adulto, quizás por eso Raquel tenía en su mente y muy adentro de su corazón al menor de sus hijos, el más problemático y querido. A Teo sí le seguía sus chascarrillos y le pedía que le contase anécdotas carcelarias, ¿qué cosas hacían?, ¿cómo era la gente en aquel sitio…? Los de fiar, los peligrosos, las peleas. Milo se adhería a cualquier propuesta de Teo, aunque fuese una de sus fantasías, como la de recorrer España por la costa, cuando pudiesen cambiar el embrague desgastado del Renault desechado por Eulalia. Con el tiempo, Milo volvería a ser el mismo, esperaba Raquel con la aprensión y la culpa de que el desahucio sumado a lo de Teo le hubiese creado al niño un trauma verdaderamente serio.
Teófilo comenzó su aseo a la hora del almuerzo, mientras llegaban Raquel y el mayor. Cantaba una canción de Serrat; en realidad un chapurreo. ¿Qué momento sería el bueno para hablarle de Raquel y de Mauricio?, se preguntaba Milo. Desde que Teófilo llegó, Milo había perdido algunas oportunidades de informarle de lo sucedido en el molino mientras estuvo en prisión. No era tan difícil, se lo diría de corrido: Mauricio ha venido de visita mientras tú no estabas, con eso sería suficiente. Por lo menos la rabia y la vergüenza ya no serán para mí solo, volvió a decirse Milo, tras apagar la radio y ver a Teófilo surcar el salón en calzoncillos y pantuflas, agazapado entre los muebles, con espuma de afeitar en los lóbulos de las orejas.
Quizás el autobús se había averiado o andaba perdido en el enrevesado circuito de la campiña. Antes, cuando Raquel cubría las vacantes por las escuelas de la campiña o de la sierra, se desplazaba en el coche hasta que este se rindió en la carretera, entre girasoles chamuscados por la solana. Mauricio ha venido al molino mientras tú no estabas, algunas veces ha traído y ha llevado a mamá en su coche, ¿te lo ha contado ella?, es más claro hablarle así, aunque omitiría el hecho de haberlos sorprendido más de una vez en el rellano de la escalera, hablando entre ambos con las caras muy juntas, como un actor y una actriz que van a besarse en los labios; dicho así no se dejaría nada en el bote, salvo que los había visto como a dos perros pegados, pensó Milo, mientras su padre acudió a la llamada de la puerta.
Alfonso entró maldiciendo de la línea de autobuses blancos y rojos de Alsina Graells, con retraso a la llegada. Lanzó la mochila sobre una de las butacas y se fue hacia la cocina con una bolsa de la que asomaban hojas de acelgas. Al poco se presentó Raquel rezongando también contra la empresa de autobuses, con sus tediosas paradas: caseríos, pueblos, cruces. Llegó desfallecida, con la cartera colgada de uno de los hombros y en el otro el manido bolso de Loewe comprado en otros tiempos. Giró la cabeza hacia ambos lados con la boca abierta por la inesperada sorpresa. Los cristales de la vitrina reflejaban las casas contiguas a la carretera, la fuente del pequeño parque; las bandejas, la sopera de alpaca irisaban por la luz desbordada. Teófilo suspiró cuando sintió en su cuello la mano aprobatoria de Raquel y el calor de sus labios sin pintar. Apartó su mirada, tan pronta a las lágrimas, de ella y la fijó en las baldas de la vitrina, en la enciclopedia de Elayotécnia, cinco tomos en recia encuadernación de un verde pajoso, editados en los sesenta. Milo los observaba sin saber a qué atenerse, superado por la alegría verdadera de Raquel, por sus palabras motivadoras dedicadas a Teófilo, quien no pudo evitar los pucheros y la llantina (tan indignas para Milo en un adulto). Alfonso, se presentó en el salón secándose las manos en un delantal, ¿qué había ocurrido, coño? Milo tomó la vez de su madre y dio explicaciones a su hermano: «Ya no le asquea la luz del día como desde que llegó al molino. Mañana quiere salir a la calle». Alfonso hizo a un lado a Milo y fue hacia Teófilo con una risa eufórica. Le dio un abrazo prieto, de jugador victorioso, uno de esos abrazos pantagruélicos que solían darse los de su equipo, un tumulto de facciones acaloradas y de brazos plateados del sudor.
Durante el almuerzo, averiguado con patatas fritas y el guiso congelado del día anterior, Teófilo bien afeitado y el trozo de papel higiénico pegado al labio, con unos pantalones chinos anchos para sus caderas y sus piernas de ahora, con una elegante camisa de pana y un fino jersey negro expuso su plan inmediato de pintura. «Cuando acabe de pintar, iniciaré la búsqueda de un empleo, el que sea, Raquel. Os voy a sacar de este agujero». Los nervios y el escozor del labio partido, lo distraían del hecho de concentrarse en la comida y meter la cuchara. Raquel comía despacio, con un movimiento delicado de las mandíbulas y elevaba sus ojos hacia él, toda oídos a pesar del madrugón, del revoloteo de sus párvulos en la clase y del martirio del autobús. Durante una pausa en la que solo se oía masticar a los suyos y el paso esporádico de algún vehículo, le informó a su marido de la transferencia reciente de Eulalia. «Con ese dinero podemos comprar otro coche nuevo, barato por descontado». Calmosa, pendiente de su marido, le habló de la voluntad de su hermana de reunirse en diciembre toda la familia en La Partición. «Por estar juntos en una fecha tan especial ¿sabes?, y de paso quieren que les digas cómo pueden ayudarte a salir de la mala racha, algo así me han dicho por teléfono Damián y mi hermana. ¿Iremos, no te parece?». Teófilo asintió pero le respondió con un toque de firmeza: «Raquel, iremos si antes no encuentro un trabajo».
Después de recoger la mesa, Alfonso se fue a jugar un partido de fútbol y Raquel fue a cambiarse al dormitorio pero se quedó dormida al instante sobre la cama. Al poco, Teófilo se tumbó a su lado con los ojos activos, como si se estuviese contemplando a sí mismo evolucionando en el techo, encaramado a la escalera apoyada en el muro del jardín; se figuraba con la ropa vieja y una gorra, con un mango terminado en una espátula, rayendo las barrigas de pintura formadas por la humedad. Tenía experiencia, de hecho su primer empleo al terminar sus estudios de aparejador, había sido de comercial de pinturas para la edificación. Contaba con dieciocho meses certificados como pintor en el centro penitenciario, una experiencia valiosa que debía omitir en el curriculum y en las entrevistas, así como su último destino laboral en la sociedad inmobiliaria. «Lo haré bien», le dijo a la lámpara del brazo roto.
Milo se había trasladado al dormitorio, dos camas con colchas estampadas con dibujos de monumentos de París como trazados a brochazos. Aspiró cerca de las camas. Olía a genitales, a paja, a las pajas de Alfonso y a las suyas. Estuvo un rato sentado ante la mesa de estudio, dándole vueltas a la posibilidad de que su madre hubiese detectado el mismo olor. La cara le ardió de vergüenza. No lo haré más en el cuarto, aunque me ahogue de ganas, se juró, antes de encender el flexo y abrir un bloc de dibujo. Cogió lápiz y goma de borrar y extrajo de una caja de puros vacía una cabeza de arcilla poco más grande que una ciruela. La observó a la luz de la bombilla azulada. Su antigüedad le confería un raro poder, un alma. Había dado con ella antes de la llegada de Teófilo, en el Cerro del Minguillar. Iba con José Antonio Mora. Descendieron por un terraplén deslizándose con el culo y las nalgas sobre la tierra y los cardos secos. Tras el brusco frenazo de talón, la vio en una de sus huellas, esperándolo. «Es una figura votiva, Milo, es íbera o romana», había sospechado Mauricio sobre ella. Era la versión difundida por Milo en el instituto, ajeno entonces a que el misterio inmanente a aquella cabeza trazaría una de las líneas maestras de su vida, porque la otra tal vez había arrancado o arrancaría en poco tiempo en La Partición. Acabado otro más de los numerosos dibujos de la cabeza, de trozos de cerámica con listas rojizas extraídos de Iponuba y de piedras que por su pulimento y trazado amigdaloide le evocaban un mundo prehistórico, bajó hacia el patio. Un dulce calambre recorrió su estómago mientras cruzaba el jardín en dirección a la cochera. Faltaba un mes y algunos días más para estar en La Partición. Aquellas navidades no les darían tregua a las ratas. Saltó y se azotó en el culo como si fuese un potro espoleado, agradecido por vivir. Ahora era su compañera de caza y La Partición los que reinaban en su persona y no el desagradable asunto de Raquel y Mauricio.
Milo entró en la cochera y halló