Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
Lo admito y no sufro por ello». Emilio intentó calmarse, pero quiso legitimar su elección de estudios en su propia biografía: «Te acuerdas cuando venías invitado al pueblo, te acuerdas de nuestros recorridos por el cerro de Iponuba, de aquellas cajas de zapatos repletas de cascotes de cerámica íbera, de la pequeña cabeza de buey que conservo como talismán». Carlos asintió y le contestó sin mal rollo: «Las caminatas por Iponuba, mis resbalones en aquel cerro fueron un castigo para mí, so cabrón; me hacías arrancar con las manos trocitos de cerámica rojiza que atesorabas para mostrárselas a Mauricio cuando se pasase por el molino».
Carlos había neutralizado el malhumor de su amigo antes de llegar a la Plaza del Altozano. Le confesó que no le apetecía encontrarse con los del grupo, que le iba a deprimir demasiado asistir al entierro de Buhofante. Emilio se fijó en la gente anquilosada en torno a las mesas altas cubiertas de vasos y de tapas, contiguas a las puertas de los bares. Una humareda con olor a pescado frito recorría los chiringuitos a la vera del río. Carlos le propuso a Emilio «ponerle cuernos al puto grupo». Podían meterse a ver la película de Anthony Minghela, El paciente inglés, que la crítica la ponía bien, que Miriam, Teresa y Bustos la habían visto y hablaban maravillas de ella. «¿Entonces, nos damos la vuelta?», le preguntó Carlos. Emilio miró a Carlos con grima, abrió los ojos y la boca y se palpó la cara. Advirtió en ese momento que habían olvidado quitarse el maquillaje de padre Ubú y madre Ubú. La risotada a dúo y sus retorcimientos atrajeron las miradas de los curiosos, que rieron por contagio. Cuando se calmaron, Emilio entró avergonzado en la primera farmacia de guardia que encontraron y compró algodón y toallitas desmaquillantes. Sentados en el escalón de una sucursal del Banco Santander se limpiaron recíprocamente las caras entre risas convulsivas. Arrojaron los algodones y las toallitas sucias a una cuba de obra y se dirigieron con una sensación de liviandad en la cara hacia el punto de reunión. «Joder, joder, tenemos la cabeza en el culo, Carlitos». Habían salido del teatro y entregado las llaves en el rectorado de la universidad. En la conserjería nadie había reparado en ellos. Luego caminaron un buen trecho y no habían sentido quemazón, peso o tirantez en la cara. «Así nos miraban y se reían de nosotros —dijo Emilio palpándose la cara algo escocida—; pero lo más curioso es que nos hemos visto el careto uno a otro y como si nada, estamos volados».
Desde lejos podían distinguir a través de las ventanas alargadas a los miembros de Buhofante. Carlos, tuvo la impresión de estar recordando una escena interpretada por el grupo Buhofante tras unos cristales y no la de estar viendo a sus componentes de carne y hueso en La Prensa, tomando cervezas y altramuces, cascando sin aliento. Quiso traducir los gestos desmañados de Esteban Varo; la languidez del braceo de Bustos por encima de la mesa; el porte insulso de Miriam yendo a la barra. Se fijó en el simpático encuadre de Cándido Ugía y de Rosi Calero anticipando los polvos de la noche en el piso de ella. A estas alturas, la presencia de Miriam le produjo a Carlos un rechazo evidente. Se había esforzado mucho con Miriam, habían repetido durante horas en el parque o en el piso de esta, movimientos de danza, de expresión corporal, de dominio del espacio escénico. Después de tanta dedicación no había conseguido de ella ni siquiera una figurante de medio pelo. Quizás las causas habían sido, pensó, además de sus modales cursis, aprendidos en la televisión, la austeridad de su mente, cuya principal comportamiento intelectual era el de retener artículos legales y jurisprudencia. Carecía de la plasticidad espiritual necesaria para negarse a sí misma y ser otra distinta, incluso antagónica a su naturaleza, sobre un escenario. Cuando entraron en el bar, a Emilio lo invadió una dulzura insufrible para Carlos. La mirada cachonda de Miriam atravesó la atmósfera viciada del bar y se prendió a Emilio. Carlos observó a Miriam, el trazo redondo de su cara, su indumentaria con prendas tejanas y un pañuelo con estrellitas metálicas en la cabeza, a sabiendas de que a Emilio le privaba la ropa vaquera en una chica. Carlos, vitoreado por los componentes de Buhofante, ocupó el lugar destacado que le habían reservado. La congoja por la pérdida del grupo no le dejó abrir la boca, solo pudo ofrecerles a ellos (y sobre todo a sí mismo) algunas lágrimas muy sentidas. Recibió besos, abrazos, palabras reconfortantes. Emilio, en nombre de Buhofante, le hizo entrega de una máscara de la tragedia clásica, con una leyenda en la placa del basamento:
En agradecimiento a Carlos Malavé Ruiz
Director del grupo de Teatro Universitario Buhofante
Emilio, a pesar de ser partícipe y promotor de aquel reconocimiento, le resultaban faltos de hondura los agasajos dedicados a su buen amigo. Se mantuvo en un segundo plano al grupo y vio a Carlos sofocado bajo un laberinto de interpelaciones cruzadas, alternas con aspavientos y expresiones elegíacas por la extinción de Buhofante. Carlos Malavé interpretó como pudo el papel de homenajeado, aunque tenía claro que la extinción del grupo, suponía para los demás la liberación de los ensayos y de la servidumbre de dar representaciones en universidades de todo el país. Y no le faltaba razón, Miriam, seguida por Esteban Varo y Teresa Luque estaban festejando su cese permanente como actores y la libertad ganada, y no precisamente la liquidación de una actividad desarrollada durante dos cursos, con momentos inolvidables y divertidos, pero onerosa para sacar los cursos año por año.
En varias ocasiones despejaron la mesa de platos y vasos vacíos. Les hicieron relatar a Carlos y a Milo el papelón de ir por la calle maquillados de padre Ubú y de madre Ubú. Las cervezas y los brindis y los apretones de manos y los abrazos y las confesiones emotivas se sucedieron hasta el cierre del bar. Salieron en tropel a la calle, ansiosos de aire, de correr por las calles de puro frenesí. Así habían sido los remates de muchas de sus representaciones y ensayos, una explosión vital, de entrega al vértigo del desorden.
Bustos, encaramado a un contenedor de basura, se desnudó de cintura para arriba y recitó a dúo con Carlos Malavé a Espronceda en la Canción del Pirata y luego, sin solución de continuidad, a Niemöller en el poema Y cuando vinieron…
Avanzaron desmadrados por calles y plazas vacías. Emilio intentó hacer el pino en la Plaza de San Lorenzo, pero su cuerpo se combó y se pegó el batacazo contra el tronco de una palmera; Miriam, curada de complejos en ese momento se atrevió a ejecutar algunos pasos de ballet clásico tan groseros que fueron aclamados con silbidos burlescos y palmas lentas por Carlos Malavé y Esteban Varo. Sudaban gloria y dejaban a su paso un aroma sacrosanto de ron de caña y de hachís. Miriam, debido a la repetición de sus pasos de foutté y arabesque, acabó doblando su cuerpo y vomitando sobre el escaparate de una perfumería. Emilio acudió a socorrerla y en un segundo plano Esteban Varo, quien no pudo mantener su mirada ida sobre ella y se limitó a apartarse el flequillo de la frente con zarandeos repentinos de su cuello. Rosi Calero se desplomó sobre un banco y se negó a agarrarse del brazo de alfeñique de Cándido Ugía. Con la ayuda de Carlos Malavé pudieron ponerla de pie y confiársela a Cándido. Miriam se unió a la pareja y los tres marcharon con pasos inestables hacia el piso compartido por las dos estudiantes de Derecho.
El ambiente se había cargado de humedad. Aunque salir fuera del bar les había disipado la mente y devuelto alguna coherencia a sus palabras, los cuerpos demandaban recogimiento y extenderse sobre una cama. Los bares de la Alameda de Hércules habían cerrado y esa soledumbre aceleró la despedida de Bustos y Teresa de Carlos y de Emilio que caminaron hacia el centro.
Carlos deshizo sobre la llama del mechero la piedrecita marrón verdosa y mezcló la pasta caliente con el tabaco de un cigarro. Tenía buen tiento para liar porros, pero esta vez sus dedos perdieron tacto y le salió un churro. «Se te nota lo que llevas encima, cabrón, pásalo». Carlos lo prendió, dio una calada y mantuvo el humo encerrado en sus pulmones durante un momento, hasta despedirlo. Emilio, ajeno al monólogo de Carlos, paseó la yema de su dedo índice sobre las figuras del friso del Centro Vida; las miraba queriendo ver más allá de sus rasgos carcomidos por la intemperie, reducidos ahora a trasuntos de rostros y cuerpos abigarrados esculpidos en ladrillo. «¡Despierta, coño…trae! —le señaló el porro—. Vamos a andar rápido, así entramos en calor». Emilio, le devolvió una pava aceitosa y avanzó unos metros imitando el paso militar prusiano. Carlos hizo lo mismo hasta que ambos apoyaron la cabeza sobre una esquina y su hilaridad desbocada durante un buen rato los noqueó. Se internaron en el pub Half Moon. Sentados en sus taburetes y derrengados sobre la barra pidieron dos cubalibres de ron.
Juntaron las pesetas que llevaban y se las fundieron