Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
de ahí me ha prestado más oídos que tú. —La culebra zigzagueó en la chopera con un pez sacudiéndose entre las fauces—. ¿Lo estás pasando bien?». Milo respondió con una afirmación, aunque en sus adentros esta afirmación precisaba para ser veraz del todo, la presencia de Teófilo, inhalando las miasmas del río, con su despreocupación y sus fanfarronadas.
Cuando se zamparon los bocadillos de tortilla y las coca-colas, se ajustaron los chalecos salvavidas y Mauricio empujó con la pértiga desde la orilla y enderezó la lancha. Las aguas se habían vuelto más oscuras. El ronquido del motor desencadenó en la espesura una desbandada general de pájaros sobresaltados, tórtolas y jilgueros en su mayoría, identificó Milo tras observar sus vuelos, forma de las alas y de la cola. Podía dedicar su vida entera a estudiarlos, pensó Milo río abajo, sintiendo con gusto el roce en la cara de la corriente de aire. Mauricio apenas movía el timón. La lancha transitaba por aguas profundas, bajo una techumbre de ramas tumbadas desde las márgenes y entrecruzadas en el centro del río. Solo el ruido del motor barrenaba aquel nimbo de foresta y silencio, donde el Guadajoz se ensanchaba generosamente. Mauricio apagó el motor y se abstrajo en las aguas sombreadas y en aquella fronda exuberante de tarajes, cañaverales y choperas. Milo había dejado de evocar a Teófilo, a rememorar situaciones vividas en el chalet. Aquella selva tiraba de él, lo absorbía, parecía saber de su congoja. El bote escoró con rapidez hacia la orilla. El ruido a desagüe obligó a Mauricio a ponerse de pie. La lancha giraba en el sentido del agua, atraída por el embudo abierto en la derecha del cauce. El motor detonó y bramó de continuo. A Mauricio se le fue el color de la cara. Le dio un fuerte empellón a Milo hacia la trasera de la lancha y él se aprestó en la proa. Con el dorso arqueado y los brazos convertidos en dos palas de una hélice furibunda, Mauricio varió el movimiento en círculo de la lancha. Valiéndose del empuje de uno de los remos contra el tronco de un taray medio acostado sobre el cauce propulsó la lancha hacia el lado opuesto. Milo estaba en cuchillas, con la pértiga hundida en el agua, sin haber podido tocar con la punta el fondo. El motor berreaba encastrado en la popa, vibraba con estrépito, exhalando humo y peste a gasolina mal quemada. Mauricio se le acercó tembloroso, con un pómulo amoratado de un golpe del remo. Milo sintió el vacilante abrazo de Mauricio, su desorientada satisfacción al ver que al muchacho estaba aún pasmado de la fuerte impresión, pero ileso. Lo del remolino quedaría solo para los dos, ni Raquel ni Alfonso, ni Teófilo, debían saberlo. «Conozco bien a tu madre, se acobardaría», le avisó Mauricio. «No se lo cuentes, sufriría mucho, es probable que no os dejase venir conmigo en una travesía similar». Milo lo comprendió. Mauricio no soltó el timón a partir del incidente.
Se sucedieron tramos de riberas peladas, donde las tierras de cultivo se habían comido la floresta y la presencia de los grandes invernaderos de plástico comenzaban su andadura. El encanto místico de los parajes anteriores había sido sustituido por un horizonte de trigo y de girasol y de sábanas de hortalizas dispuestas en disciplinados surcos.
El sol pegaba sobre las cabezas de Mauricio y de Milo carentes de cascos y de gorras, olvidados en el molino. Milo se sacó la camiseta y se la encasquetó sobre la cabeza al recordar la monserga de su madre sobre las insolaciones. En la playa, en la piscina del chalets, en La Partición, Raquel obligaba a sus hijos a usar gorra o sombrero de paja. Después de haber remolcado la lancha a tiro de cuerda a través de un vado de guijarros y aguas cantarinas, acribillados por mosquitos obsesivos y alguna mordedura de mosca, Mauricio hizo señales con la mano hacia el bosque de eucaliptos de la margen derecha. Milo movió la camiseta en el aire con viso triunfante al ver a la mujer de amarillo canario bajo los eucaliptos. Al poco que orillaron junto al bosque, la lancha estaba fijada al soporte y ellos en el coche. Se encontraban felizmente cansados de bregar en el río, con la piel quemada y la ropa tomada de salitre. Mauricio oía la rasquiña de Milo y le insistió en que era mejor no rascarse para no extender el veneno bajo la piel. Milo y Berta estaban habituados a los picotazos y a las mordeduras de las moscas negras y se aliviaban aplicándose mutuamente una mezcla de barro y vinagre en los ronchones. Pero Milo no quiso revelarle a Mauricio aquel remedio; cuanto había sucedido entre Berta y Milo ingresaba en un santuario erigido por ambos, sin más sacerdotes, ni más fieles que ellos dos. Mauricio partiría al día siguiente con los de la Universidad de Granada hacia Trípoli y luego iría a Londres durante unas semanas. Aprovecharía para visitar a su hija María, le refirió. Luego quiso cerciorarse de si Milo estaría dispuesto a navegar en otro río, en el Guadalquivir, en el Ebro quizás. «¡Sí, claro!… Ha sido una pasada de las buenas, la mejor», le contestó. Milo hizo sus planes a corto plazo: cuando llegasen al pueblo, iría a la cochera —el club atlético de baloncesto—, donde estaría reunida la peña de Alfonso. Se apuntaría con ellos al mojete de espárragos. Milo les iba a contar a esos zanquilargos de carnes blancas lo del descenso por el Guadajoz aunque fuese para darles envidia.
Eran las dos de la tarde pasadas cuando Milo se apeó del coche en la calle Mesones y se despidió de Mauricio. No quiso ir al molino a asearse y cambiarse de ropa, deseó ser visto con la camiseta y las zapatillas de deporte veteadas de fango, con aspecto de filibustero.
El vocerío y las proclamas se oían desde la Casa de la Tercia, mucho antes del cocherón donde festejaban Alfonso y su equipo la victoria aplastante contra el club montillano. Milo se abrió paso entre jugadores embrutecidos por el triunfo y la cerveza. Buscó a Alfonso entre aquella masa humana ensordecida por sus propios gritos, incapacitada para prestar atención a cualquier tema ajeno al partido de baloncesto. Alfonso lo señaló desde lejos y se rio de las trazas de su hermano. «Le das un aire a… ¿cómo se llama, coño?… ¡Paulino Pulido, el jorobado!, joder ¡Brinda por ese 103: 67!» Alfonso le ofreció la copa de alpaca y Milo bebió cerveza vitoreado por un corrillo de jugadores desaforados. A continuación metió el tenedor de plástico en el perol y tomó varias sopas de revuelto. A ninguno de aquellos le habría interesado un pimiento su travesía en la Zodiac; siendo justos, tampoco él les habría aguantado el rollo del baloncesto, se dijo camino de la Plaza de la Constitución. Sentía cargadas las articulaciones y pinchazos de las agujetas en piernas y brazos. Quizás su esfuerzo había sido mayor que el de aquellos larguiruchos de movimientos pandos manejados por su hermano. La tensión en la lancha había sido mucha, especialmente cuando el embudo los atraía para bebérselos, caviló observando la fachada del molino de los naranjos.
Emilio abrió la puerta auxiliar con el deseo de ir al frigorífico y coger alguna fruta, los espárragos ya se le habían bajado a los tobillos. Miró extrañado la lancha, las algas y los trozos de plantas adheridas a estribor, ¿qué hacía allí? Pasó su mano por la proa chata. El paseo había sido una experiencia genial, memorable. Si fuese por él repetirían el mismo trayecto mañana mismo, dentro de una hora aunque en ese instante estuviese breado de pinchazos. Desde lejos, hacia el fondo del patio se fijó en los gansos. Graznaban entre aleteos inútiles. Tenían hambre, a su madre se le había olvidado vaciarle la cubeta de sorgo en los comederos. Se vio a sí mismo contándole su hazaña fluvial a Mora y a Teresa, especialmente lo del remolino traicionero y lo de la culebra. Subió las escaleras fantaseando, previendo cada movimiento para ahorrarse aguijonazos en los músculos. Una luz madura se extendía sobre la mesa como un velo dorado. La fresca penumbra lo reconfortó, le produjo una laxitud de siesta. Anduvo por la cocina, por el cuarto de baño, por el salón. Se creyó solo, aunque oía ruidos confusos, respiraciones, fuertes soplidos. Sus pies progresaron a cámara lenta por el piso de madera. Los latidos se adelantaron a su comprensión inmediata de lo que estaba viendo a escasos metros. Sintió sus vísceras congeladas. La impresión lo dejó inmóvil, con la mente parada, ningún pensamiento vino a socorrerlo. Los halló desnudos, acoplados con desespero. Entrevió el sujetador del color rosado y el vestido de rayas arrojados sobre la cama; los zapatos de tacón marrones ladeados sobre el suelo, quizás quitados o sacados con precipitación. Les sobraría la ropa, la misma piel les sobraría. Milo casi obedece al impulso incoercible de presentarse en la habitación, de interrumpir las mutuas embestidas. Se tapó los oídos con las manos, pero los suspiros de puta de ella atravesaron sus manos y se imprimieron en sus tímpanos. El cuerpo empezó a obedecerle. Retrocedió atemorizado, rígido. Salió del molino con la urgencia orgánica de huir, de llegar en autoestop hasta el centro penitenciario. Deseaba con todo su ser estar con su padre, aunque fuese dentro de una celda pintada de miseria, pero abrazado a Teófilo.
CAPÍTULO