Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


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mientras sus manos se aferraron al manillar, dispuestas a mantenerlo en línea recta hasta alejarse de aquel lugar.

      CAPÍTULO 5

      Luís Castro consultaba con creciente angustia el reloj. Faltaba media hora escasa para que terminase la clase y le era imposible comprimir en ese tiempo una explicación comprensible sobre los modelos atómicos proyectados en la pantalla. Desde su pupitre, Milo atendía con interés la exposición de don Luis, el cual señalaba con el puntero los núcleos y las órbitas de electrones de los átomos. Milo tuvo la íntima convicción de que aquel hombre de mirada dislocada les estaba desvelando el cosmos infinitesimal que bulle dentro de la materia engañosamente inanimada, en un diamante, en el corcho de una botella, en la cagada de un palomo, en un hierro. Estar en posesión de ese conocimiento era un regalo para el intelecto. Milo hubiese permanecido en su sitio hasta que don Luis diese por concluida la clase. Pero el remoloneo de las cabezas de sus compañeros, los balanceos en sus asientos y los amagos de guardar los textos en las mochilas, junto a la voz cada vez más atropellada de don Luis anticipaban el pitido de la sirena y la abrupta interrupción de la lección número cinco de Física y Química.

      Milo esperó en el pasillo a Teresa Luque y a Cándido (el Bambú, apodado años más tarde en la universidad). Los tres atajaron por la pista de tartán y de los campos de baloncesto hasta cruzar la verja sedienta de pintura verde. Giraron hacia las viviendas de ladrillos vistos de los peones camineros. Teresa Luque en pantalón blanco y polo negro se mofó, por el mero hecho de provocar unas risas, de las órbitas imprevisibles descritas por las pupilas de don Luis, de su pestilencia a cebolla y de su toqueteo inconsciente en la bragueta. Milo fue incapaz de hablar en profundidad con ellos de la magia implícita en los postulados sobre el átomo de Rutterford y de Bohr. A pesar del poco entusiasmo de Teresa aquel día sobre las explicaciones de don Luis, llegó a estudiar Física e impartiría clases de Electromagnetismo en una escuela técnica.

      Pero entonces los tres habían vivido poco para permitirse vaticinios sobre donde le llevarían sus pasos. Milo, por ejemplo, salió de la clase sobre modelos atómicos con el propósito de licenciarse en el futuro en Física, aunque antes había albergado la idea de licenciarse en Bellas Artes (dado su gusto y habilidad para el dibujo y la pintura) o arquitecto técnico como era Teófilo. Durante los cursos posteriores, las clases sobre Historia Antigua impartidas por don José Cano, el director del instituto, unidas a las andanzas con José Antonio Mora —amigo incuestionable de Milo— sobre las ruinas de Iponuba lo fueron inclinando hacia dicha disciplina.

      Como casi todos los días de instituto, Cándido acompañó a Teresa hasta su casa sin importarle prolongar su caminata para llegar a la suya. Milo prefirió adentrarse en el parque. Se detuvo en un banco bajo la copa del nogal chino e hizo un redondel con el índice y el pulgar y vio a través del espacio acotado por sus dedos a sus dos compañeros varados en el cruce. Teresa Luque tan esbelta, cruzada de brazos, recogiéndose el pelo tras sus grandes orejas, tímida, a la espera de que se hiciera un claro en el tráfico; Cándido muy cerca de ella, contándole al oído, acechando sus reacciones, riéndose solo él de sus propias gracias, desequilibrado por el peso de la mochila, tan flaco que apenas llenaba los pantalones y la camisa con escudos militares. Poco pesarán los malos recuerdos en sus memorias, —caviló Emilio—; tanto como las masas de los electrones que viajan en este instante, en cualquier partícula de la materia, a través de sus elegantes e invisibles elipses, en el universo ampliado miles de veces en esta nuez que tengo entre los dedos. Leves y fáciles recuerdos: encuentros familiares, tambores de Semana Santa; abuelos, tíos, primos y durante semanas el mar turquesa de Málaga… Vidas alegres dibujadas en un bloc. Dibujos amarillos, naranja, esmeralda, del color del cielo raso. Los oigo en los recreos y en el parque y callo, me miran con los ojos convertidos en preguntas antipáticas y yo callo e intento hablar de películas o de las miserias del instituto. Les digo que nos hemos trasladado porque mi madre es maestra y quiere una plaza en una de las escuelas de aquí.

      Camina meditabundo, bajo la sombra del nogal, triturando bajo sus zapatillas de deporte las nueces podridas que le salen al paso: ¡Crac!, ¡crac!, ¡Crac! Pero ni Teresa ni Cándido, ni sus familias se tragan las medias mentiras o las verdades dichas con boquita de muñeco. ¿Dónde me has dicho que trabaja tu padre, Milo?, ¿cuándo va a venir por aquí? ¡Cabrones! Los adultos o casi adultos, los compañeros y compañeras del instituto, están al corriente del desahucio, de la prisión del cabeza de familia; pero aún así nos preguntan, quieren ver nuestras caras como globos rojos y presenciar cómo clavamos los ojos en sus putos zapatos brillantes. ¡Cabrones! El bestia de Alfonso ya ha tenido de las suyas por tanta mala leche —ríe con una fruición vengativa—, al hijo del mancebo le rompió un brazo y al delegado de su curso le partió otro, otro brazo a la altura del codo, bajo la cancha de baloncesto. Dos brazos quebrados como si fuesen mondadientes. Esas peleas han encumbrado a Alfonso ante los de su equipo. Les piden demostraciones y el bruto aprovecha los recreos y se vale de colaboradores para enseñar su técnica, las tretas para romperle el brazo o partirle la ceja a alguien o tumbarlo de un rodillazo en los huevos o en el estómago. Aprenderé de mi hermano, se dice.

      Milo escuchó dar las dos y media en las campanas de la Iglesia de Guadalupe y dejó de reinar con mala bilis. Aligeró por el Llano del Rincón y siguió hacia la carretera. Podía haber acortado por otras calles para llegar al molino de los naranjos, su casa prestada; sin embargo, haber pasado por el parque de arriates victorianos le había aliviado su pesadumbre y hecho del destierro un acto menos bárbaro. Caminaba agarrado a los tirantes de la mochila, fijándose en los coches cuyo destino podía ser la ciudad, donde Carlitos Malavé y Esteban Varo habrían salido del colegio haría casi una hora. Los añoraba; añoraba incluso a los salesianos más imbéciles como el padre Jerónimo o al padre Fuentes y el olor a patio interior de toda la ciudad. ¿Qué barbaridad habría cometido su padre para embadurnarlos de mierda? Pensó en la renuncia de Raquel a seguir peleando por devolverles un poco de la abundancia perdida. El aroma de los aligustres variaron el curso de su pensamiento; la fragancia de estos árboles los traspasaba como el canto de las cornejas, les hacían presentir el verano; los aligustres le hablaban del sopor de las tardes perezosas de julio y agosto, de Berta, de tarajes, de escopetas terciadas, de los gorriones desplomándose desde los aleros de las casas a la calle los días de fuerte calor.

      El portalón del molino estaba abierto y un Nissan Patrol con una lancha enganchada aparcado bajo los naranjos. Los rebotes del balón contra el suelo y los balonazos contra el muro indicaban la presencia de Alfonso. Milo presionó con el puño la lancha neumática. Raquel estaba apoyada sobre la barandilla del distribuidor de la escalera externa, entusiasmada y gritona por los encestes de Alfonso y de Mauricio. Milo ascendió por la escalera y se dejó besar por su madre. «Se ha presentado con esa lancha para navegar contigo y con tu hermano por el río», le contó Raquel. Ella le confesó que temía dejarlos ir; que cuando era niña, cada verano algún bañista era sorbido por un remolino y vomitado días después, hinchado y sin ojos, le contó.

       Mauricio les explicó durante el almuerzo que había venido a Baena debido a la plaga de Prays, que la plaga había atacado a las plantaciones de olivar. Aunque su hermano Alejandro era el gerente de la sociedad limitada constituida en 1918 por su abuelo, se encontraba hospitalizado debido a una operación de columna vertebral. Por otra parte, Andrés Menéndez Viaga, uno de sus tíos, el olivarero por antonomasia de la familia, se encontraba en Puglia cerrando el contrato de la venta de aceite exportado por la sociedad familiar.

       «Son estas bestezuelas las que se alimentan de las flores, de su corola y de sus ovarios, ávidas de azúcar, ¿las veis?» Milo, con el ojo casi pegado a la lupa apreció las larvas color avellana. Alfonso apenas dedicó un segundo a la observación, le faltó paciencia. Para Raquel las galerías horadadas en las hojas de olivo, las polillas plateadas o las minúsculas larvas que hacían contorsiones sobre el mantel no representaban una novedad, había escuchado muchas veces mentar a su padre esa maldición: «¡Prays!» La visión de las hojas y de las orugas retrotrajeron a Raquel a la habitación con ventanas y balcones hacia la carretera donde se encontraban ahora gracias a Mauricio; a cuando sus padres, Eulalia y ella pasaban allí el periodo más intenso de la molienda de aceituna, el corazón del invierno. Incluso cuando las dos hermanas se marcharon a estudiar a Granada, les gustaba pasar las vacaciones de Navidad allí. Entre el padre de Raquel y el


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