Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


Скачать книгу
directora de conjuntos arqueológicos. Pecaba de moralista, de llevar a sus últimas consecuencias, con vehemencia, su visión rígida y convencional de lo correcto en Arqueología. Quizás una futura catedrática —Nazim había pensado en ella como sustituta en el puesto— debía tener ese talante… a saber si una vez en dicho puesto, transcurridos algunos años, mantener dicha actitud se convertía en un estorbo, como en cierto modo le ocurrió a él.

      Estaba nublado. Adnan desconfió del avance de las nubes, similares a las masas blancas y negras de una radiografía. Circularon despacio alrededor del conjunto. Nazim no pidió dar una vuelta final; pero el encargado adivinó el deseo del catedrático, había aprendido a adelantarse a sus caprichos aunque le resultasen absurdos algunos de ellos. Asomó la cara por la ventanilla y maldijo.

      —Si nos mojamos nos mojamos. Me doy por satisfecho con haber visto la cubierta de Villa Aquilae. Quizás debíamos proteger la estructura moderna para el futuro, en lugar de limpiar y mimar tanta puta piedra, ¿tú qué dices a eso, conservar lo nuevo y olvidarnos de la Arqueología clásica? —rio al ver en apuros al conductor.

      —Eso digo yo: ¿qué pasará con nuestros propios vestigios, con los de aquellos que nos sucedan, al cabo de siglos o de miles de años?

      De nuevo se escuchó la risa aguda de Nazim, incapaz de localizar las coordenadas en el mapa digital abierto en la pantalla. Villa Aquilae se encontraba a unos sesenta kilómetros de distancia del punto geográfico del hallazgo. El Google Earth ofrecía una maraña intrincada de caminos y de cuadrículas de colores sólidos. Adnan confió en su retentiva, aquella zona era uno de sus lugares habituales para cazar palomas torcaces y animales de pelo. Al cabo del rato, se adentraron en una plantación de pistachos y poco más adelante despuntaron los riscos y las lomas incultas.

      Adnan se detuvo y señaló un monte grande, con una de sus paredes en vertical.

      — En aquella cima, profesor.

      — Los montes Anti-Tauro —abrió la ventanilla y orientó los prismáticos hacia la cumbre aplanada, encrespada de matorral—. ¿Y cómo subimos allí, Adnan? De haber contado en Ankara con una foto de esa mole, hubiese pensado en contratar un helicóptero en Malatya —chasqueó la lengua.

      —He solicitado un Discovery por esa razón —se puso un cigarro entre los labios—. La pendiente es llevadera, incluso sin la tracción en las cuatro ruedas. Ibrahim y yo la subimos a pie, con la impedimenta de caza a cuestas y varios perros latiendo delante nuestra.

      Nazim escuchaba al encargado. Le jodía tanta determinación. El vehículo emprendió el ascenso. Se caló a media cuesta, patinó, renqueó en el tramo final hasta coronar el monte. El catedrático se dirigió hacia un rumor de aguas bravas. Desde su posición entreveía las riberas del Eúfrates. La presa se adivinaba tras unos cerros cubiertos de pinos. Se giró y desplegó la mirada a su alrededor.

      —Me esperaba un terreno más llano, Adnan —dijo con un matiz de desengaño—. Es un suelo sinuoso, plagado de morros y desniveles.

      Adnan lo dejó atrás, sin prestarle mucha atención. Se echó al hombro un rollo de cuerda alpina, cogió un hato de herramientas y desapareció tras unos espinos.

      Las nubes se desplazaban hacia el oeste empujadas por el mismo viento que azotaba la ropa del catedrático. Los tobillos se le doblaban al andar sobre el suelo sembrado de piedras demasiado geométricas. Se detuvo, tomó aire y fijó en las prominencias de aquella cumbre desmochada. Ruinas… eran ruinas de una villa, como ya le había adelantado a Adnan en la universidad. Se acomodó las pesadas gafas en el ceño pero el sudor las hizo resbalar por el dorso de la nariz. Le asediaban las moscas y el bamboleo de la cámara de fotos en el costado. Suspiró al escuchar a escasos metros las paletadas sobre la tierra.

      Nazim se quedó inmóvil al oír la voz de Adnan desde el fondo de la tierra:

      —¡Quédese donde está profesor!

      Tras uno minutos, el encargado fue hacia el catedrático con la cuerda.

      —¡Ahí es! —señaló una zanja amplia, ocluida por arbustos—. Es honda, pero se baja por un terraplén, ¿lo ve? Le ayudo.

      Adnan anudó la cuerda bajo las axilas y la desmesurada cintura del catedrático. Descendieron despacio, Nazim delante, Adnan detrás sujetando el cabo libre de la soga. Llegaron sin incidencias al pie de la zanja. Adnan había despejado de maleza el espacio.

      —Es un yacimiento, profesor, se puede ver algo de la obra de fábrica. Ahora es cosa de usted y su equipo si es de interés o no.

      Adnan vació una botella de agua sobre el área de losa visible. Se agachó, cogió unas cuantas piedrecitas de tono azul oscuro, siena y otras de un azul más claro.

      —Tome… ¿Qué le parecen estas teselas?

      Nazim observó en la palma blanduzca de su mano las piedras del mosaico: pequeños cubos, otras con forma de gusanos de mármol. Adnan captó la expresión seria del profesor, su sorpresa.

      —Son teselas griegas. Francamente… —sus penosos ojos enfocaron tras los cristales al encargado—. Son… son… excepcionales.

      El catedrático se las guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Se aproximó hacia la franja visible del mosaico. Le ordenó a Adnan que echase a un lado las lonas protectoras y apuntase bien el reflector. Nazim no se atrevió a agacharse debido a su peso, inclinó el busto y se quedó absorto al distinguir un laberinto de teselas, algunas de milímetros.

      —Ibrahim y yo nos quedamos como usted ahora, parados.

      Nazim aleteó con los brazos. Deseó el cese de cuanto palpitaba a su alrededor, el silencio absoluto. En ese instante, le violentaba cualquier distracción, la voz del encargado, la jerga lejana de los pistacheros, los pájaros, las máquinas fumigadoras, el mugido de sus propias vísceras, cualquier estímulo que agrietase el estado místico en el que había penetrado después de mirar con detenimiento el mosaico.

       —Las primeras teselas azules, casi negras, son plumas, plumas de avestruz. —Adnan se puso en cuclillas y las señaló con el dedo empujado por la voz precipitada del profesor—. Las marrones representan una parte del cuerpo humano, el costado y una fracción del muslo de una mujer, de una mujer árabe ó mediterránea, cubierta con un faldellín. Lo que tienes bajo el dedo ahora es el faldellín.

      Nazim transpiraba. Sus piernas vacilaron. Disparó ráfagas de fotografías desde todos los ángulos accesibles, algunas sin sentido. Adnan empujó con el pie un lado de la pala hasta hendirla en una de las paredes.

      —No he querido ahondar más, como me sugirió Ibrahim, hasta que usted viese esto y me diese permiso para quitar tierra.

      Nazim revoloteó la cámara y le hizo el gesto de quedarse quieto.

      —¡Deja la puta pala! —La cámara fotográfica cayó al suelo. Nazim enrojeció de ira—. Haz solo lo que yo te diga, ¿entendido?

      Adnán llevó la pala sin alterarse al saco de las herramientas. Escupió la colilla ensalivada del cigarro apagado y adoptó una actitud de escucha.

      —Toma muestras del mortero del mosaico con la espátula, con mucho cuidado. Y mete en las bolsas pequeñas las teselas sueltas, una bolsa por cada color diferente. Ten estas que tengo en el bolsillo.

      Adnan obedeció al momento. Abrió la caja de muestreo de campo y extrajo cucharaditas del material base donde estaban incrustadas las teselas. Nazim pudo recoger la cámara del suelo y volvió a fotografiar todo lo visible.

      —Extrae un poco con la espátula de aquel polvo, es polvo de teja molida —Adnan se orientó por la trayectoria del enfoque de las gafas de Nazim—. ¡Y de la mancha rojiza de la pared!, puede ser pintura al fresco.

      El catedrático miraba el pavimento con ansia; le pidió ayuda al encargado para sentarse en un realce del terreno, donde se apilaban las arpilleras. Nazim tenía las piernas algo hinchadas y optó por quitarse las botas y los calcetines. El rostro de barba montaraz se enterneció al ver los pies descalzos del profesor sobre


Скачать книгу