Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


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de la cúspide Gervasio. Hablaban cada uno plantado en su ángulo, de espaldas a sus sombras. Con la incorporación de Ramón Pulido, el otro hijo de Gervasio el triángulo se transformó en un trapecio de personas conversando a distancia, sin gestos de aprobación o reprobación discernibles. Ramón Pulido era entonces un mocetón de pelo entreverado, con andares de pistolero de wéstern, fumador como Paulino. Milo apenas había cruzado palabra con él, casi siempre lo había visto en el tractor, afanado en el establo, con el riego del maíz o el reparto de leche y hortalizas. Ramón y Gervasio ordeñaban las vacas de madrugada. Más tarde subían las cántaras llenas de leche a la furgoneta para llevarlas a la cooperativa. Las frutas y las hortalizas de temporada se repartían en los puestos del mercado de abastos. En la furgoneta de un azul desteñido por el sol, Ramón llevaría a Alfonso y a Milo hasta el instituto. El regreso a La Partición lo harían en uno de los autobuses de la línea de la campiña. Podrían apearse en la parada del puente, distante del cruce de la huerta a unos veinte minutos si se avivaba el paso. Teófilo y Raquel habían preparado a sus hijos el día del desahucio. El penoso ir y venir de La Partición al instituto era para que cursaran dos trimestres completos de curso; de las materias del tercero podían examinarse en septiembre, Raquel hablaría con los tutores, ellos debían preocuparse solo en estudiar. El grave sigilo de Milo y Alfonso indicó una aceptación a regañadientes del primero. Iba a ser una andanada diaria, salvo fines de semana, seguramente en un autobús pueblerino, cutre comparado con el pulcro autocar salesiano. A Milo no le sorprendió tanto aquella medida; pero sí el tono y la seriedad empleados por su padre. Teófilo les habló sin ahorrarles una pizca de las posibles penalidades futuras, como si estuviese instruyendo a dos hombres incautos para habérselas en un entorno hostil, mucho peor al acostumbrado hasta ese momento. Quizás ahí, durante esa charla en la que Alfonso mantuvo un aplomo soldadesco, Milo abandonó la infancia de golpe.

      Milo descendió a la segunda planta, besó el bañador de Berta y lo devolvió a su sitio. La charla ruidosa de su madre y de su tía Eulalia se fundió con las carcajadas de Antonia, la esposa de Gervasio. La matrona de los Pulido era una mujerona pletórica de cara colorada y de una generosidad apabullante con las personas y los animales (su amor a los animales influiría a la larga en Berta). Cuando Milo apareció en la sala, Antonia, lo apretó contra sus pechos de ama de cría y le estampó un beso rotundo. La mujer rio al medirlo con la vista desde los pies hasta la coronilla. «¡Qué guapo! Eres un calco de tu mamá», sentenció Antonia sin soltarlo de la mano. Contó algunas anécdotas del campo y su familia. Las Mur rieron con los mohines y la forma de contar de Antonia. Era una de esas personas tocada por la batuta de Dios, que encontraba motivo de chanza en cualquier cosa, hasta en las hortalizas pochas o en los complicados arreglos de la ropa de Paulino. Milo reparó en las sandalias sin calcetines de Antonia, en sus mangas cortas. En diciembre iba vestida como en agosto. Mucha ropa encima era mala para el trabajo, decía ella. Antonia le limpió el sudor de las mejillas a Alfonso. «Garañón», lo llamaba. Milo se acercó a Antonia y le preguntó dónde estaba la carabina de aire comprimido de Berta, que la había buscado entre las cosas viejas de la cámara y nada. Antonia miró a la hermanas y a Milo. Se puso las manos en la cintura y peroró en general: Tenía guardada la escopeta bajo llave en su casa. Estaba dispuesta a no entregársela a don Damián, ni a doña Eulalia, si él y Berta seguían fusilando palomos. Los palomos eran criaturas de Dios y no eran dañinos como las ratas del río o los gorgojos de los manzanos. Emilio se rascó en el brazo y doblegó la mirada. El último verano, el tío Damián les había propuesto elegir otras piezas de caza a cambio de recompensas: «Ya, el tío Damián nos dijo: “ratas en lugar de palomos”, Antonia». Cuando ella se fue, Eulalia llamó a Milo, lo aferró de los hombros y lo miró a los ojos: «En vacaciones puede llegar a La Partición otra de esas carabinas, si dejáis a los palomos en paz». La sonrisa ilusionada de Milo iluminó por un momento las delicadas facciones de su madre. Raquel era feliz al ver un viso de esperanza en sus hijos. La tufarada a cebolla frita sirvió de reclamo para que las mujeres fuesen hacia la cocina donde Luisa faenaba entre sartenes.

      Teófilo y Damián aguardaron la hora del almuerzo en la casa de labor, adosada a la residencial por la fachada trasera, aunque la del aparcero no contaba con cámara y sus plantas tenían menos altura. Gervasio les sacó unas sillas a la entrada empedrada, a unos cuantos metros de la caseta del perro. La vieja mastina agitó la cabeza blanca e hizo sonar la cadena en señal de alerta; pero siguió echada con medio cuerpo en el interior de la caseta. Sus ojos algo rasgados y gachos desplegaron una mirada casi humana sobre los dos hombres cuyos olores había reconocido.

      «¿Cómo crees que acabará todo esto?», preguntó Teo persiguiendo con la vista un torbellino de pájaros trigueros. El sol de diciembre y la humedad del río le hicieron sudar a Damián, por cuya calva resbalaban gotas de sudor hasta frenarse en las arrugas de su frente y empaparle las cejas. «Inspecciono mataderos, queserías, explotaciones cárnicas… de leyes ando corto… tan corto como tú has andado de sentido común, Teófilo». «Lo sé…», respondió mirándose los zapatos manchados de estiércol. «El bufete de los hermanos Almenara que lleva tu caso es de los mejores de Madrid, al menos caro es; lo sé de oídas. Si Mauricio ha contratado esos abogados, como me has dicho, vas a estar en buenas manos, Teófilo». Damián tampoco quiso tranquilizarlo dándole falsas esperanzas. Un desfalco de tal cuantía, amén del acto de malversación, de falsedad contable y documental, no era un asunto menor, había que ser realista, le dejó caer el veterinario dándole una palmada de aliento. Teófilo se izó de la silla con coraje y al punto se desinfló. Meditaba aislado en su burbuja, sordo al discurso bien intencionado de Damián. «Es justo pagar ahora… Lo siento por Raquel, mis hijos…», murmuró.

      Atardecía cuando Damián y Eulalia marcharon hacia Madrid. Sus trabajos, sus hijos no les permitían estar allí más tiempo. Raquel, cómoda por naturaleza, debía aprender a hacer economías y batallar con casi unos adolescentes. La ausencia de Teófilo era segura, según le había dado a entender Mauricio secretamente a ella. No serán dos resentidos —se repetía Raquel, se lo juraba— deberán sobrevivir a la bancarrota, a la mancha de tener un padre extraviado.

      El relajo se instauró poco a poco, el desaliento perdió lastre en la familia de Teófilo. Este procuraba estar con sus hijos desde la mañana hasta la noche. No había tiempo que perder. Los tres recorrían La Partición con sus mochilas a la espalda desde una linde a otra, charlaban con las gentes de las huertas aledañas (el nuevo vecindario de camisa remangadas y piel castigada por las calores y los aires), y descubrían el curso del Guadajoz, sus vados de lechos cubierto de piedras verdosas, traicioneras. Ninguno de ellos quería quedarse a solas por no darle vueltas a la cabeza y remover los ánimos. La incertidumbre corroe menos el ánimo si se está en movimiento, quiso transmitirle Teófilo a su hijo menor una mañana. Lo encontró tumbado en el camastro, sin interés por salir a vagabundear por los campos con su padre y Alfonso. Durante las noches le vino bien a la familia de Teófilo compartir cena y anécdotas con la familia de Gervasio. Antonia intuyó lo acontecido, quizás por eso se esmeró en contar las ocurrencias más jugosas. A ella misma le hacían reír sus chanzas, hasta decirlas a borbotones y malgastar su gracia. Milo ya conocía las crisis de risa incontrolada de Antonia, se amorataba y llegaba a perder la conciencia. En esos ataques Paulino se angustiaba, balbuceaba de miedo, la abanicaba y le daba friegas de agua en los brazos y la nuca. Años más tarde, Antonia se fue al otro mundo durante una de sus crisis de hilaridad irrefrenable.

      Una de aquellas noches, Teófilo recibió una llamada telefónica. Milo presenció el diálogo embrollado de su padre, sus facciones inseguras, de una inseguridad contagiosa. Pero ni la noche de la llamada ni las siguientes hubo reunión en la casa de labor. Teófilo obligó a Milo a irse a la cama y entretenerse con Alfonso si no tenía sueño. «Vete a tu cuarto y llama a tu madre». Su voz sonó tomada; tenía los ojos secos, alucinados, clavados en las vigas del techo. Milo besó a su padre y fue a darle aviso a Raquel. Subió a la segunda planta, donde habían colocado muebles, los ordenadores y libros de texto. Desde la habitación se escuchaban las recriminaciones histéricas de Raquel, unos gemidos desgarradores en plena noche. Milo, identificó el llanto impulsivo y torpón de su padre, el de un hombre que casi ha olvidado llorar o que ha vivido con la fortuna de haber carecido de motivos para hacerlo. Milo acabó durmiéndose a pesar de su excitación, de haber parado a tiempo el avenate de Alfonso. Intentó brincar de la cama y presentarse en pijama


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