Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
dicho nada —encendió un cigarro con permiso de Nazim. Continuó informándole—: Hemos tendido las lonas y sobre las lonas tierra y sobre la tierra forraje.
Nazim plegó la pantalla del ordenador y organizó con lentitud los papeles y las revistas en la mesa.
—Bien hecho —asintió el catedrático.
Adnan se puso de pie a la par que Nazim. Salieron al corredor y se detuvieron al llegar al campus. El catedrático inhaló la honda fragancia vegetal y mordió la boquilla de su pipa. Adnan se sentía honrado por ir al lado de Nazim; lo hubiese acompañado gustosamente al apartamento de lujo donde este vivía, en el distrito Çankaya. Cuando llegaron al parking de la universidad, Nazim puso su maletín sobre el techo del coche y luego dejo caer su mano regordeta sobre el hombro de Adnan.
—Ya te llamaré, a lo mejor dentro de una semana.
El catedrático entró quejoso de sus kilos dentro del coche.
—Vigila el sitio, Adnan. Tápalo mejor. Ni una palabra… —voceó señalándolo con la pipa.
Transcurrido algo más de una semana se citaron en el aeropuerto. Tomaron varios tés y un surtido de hojaldres con mermelada de rosas. El catedrático colocó bajo la mesa el maletín de muestras y se excusó con Adnan antes de sumirse en la tablet. El catedrático había acudido al aeropuerto solo, sin su segundo adjunto, el profesor Cemal, y sin la primera, Fadilah, la directora de Villa Aquilae y de las prospecciones en marcha ubicadas en el término de Ganziantep. Adnan le acercó la caja de dulces a Nazim; pero este no advirtió el gesto del capataz y continuó ensimismado en la tablet. Adnan estaba acostumbrado a ver a Nazim concentrado en una pieza arqueológica o en los estratos de un corte del terreno, murmurando, con palabras traducidas en gestos, en ademanes característicos. Respetaba profundamente los soliloquios de Nazim, a veces conseguía descifrar los movimientos de sus labios aplastados, caídos a un lado por el peso de la pipa. Después de tanto tiempo a su lado, lograba adivinar, el instante mismo en el que la mente del catedrático había alumbrado una idea afortunada, y, en qué momento esa idea perdía fuerza o era empujada por otra aún más brillante, la definitiva.
—¡Menos presupuesto para el año que viene…! —saltó de improviso el catedrático, atisbando a través de la ventanilla del avión el manto lanoso formado por las nubes.
Adnan lo miró de reojo. Estaba acostumbrado a oírle sus lamentaciones antes de cada curso académico. Solía predicar en los claustros, en las aulas, en el bar de la universidad el escaso presupuesto asignado a su departamento para las numerosas excavaciones que tenía a su cargo. Pero Adnan sabía que los proyectos del departamento salían adelante sin merma. Nazim disfrutaba poniendo las cosas mal a conciencia, con la intención vedada de duplicar su valía ante los profesores y encargados de excavación. Era como decirles a todos: Merezco doble aplauso de vosotros, uno por haber engrosado las arcas del departamento, y otro por haberlo hecho en época de penurias. Adnan admiraba en Nazim incluso su habilidad para decir embustes.
El catedrático recostó la cabeza en el reposacabezas, cerró los ojos y exhibió hacia el techo del avión una sonrisa irónica.
—En noviembre, es mala fecha para excavar donde has dicho, Adnan, a pocos kilómetros de la presa.
Adnan, dejó de curiosear en las páginas del Hürriyek, lo dobló y lo devolvió al bolsillo del asiento delantero.
—Podemos delimitar el recinto, calificarlo de zona de interés arqueológico y esperar a mayo, todo ello si el hallazgo fuese tan bueno como crees —dijo Nazim ajustándose el cinturón de seguridad.
El encargado también se atuvo a la señal de aterrizaje y apretó el cierre del cinturón. Se aclaró la voz para acallar el pitido lúgubre de sus bronquios y darle su opinión al catedrático:
—Excavar con lluvia en campo abierto es poco práctico, los artefactos superficiales se pierden en el barro o se hacen añicos debajo las excavadoras, no los puedes distinguir bien aunque los focos de las máquinas estén dados y tengas un guía con buena vista.
Nazim aguardó a que estuviesen en el hall del aeropuerto para sincerarse con Adnan respecto a la muestra descrita.
—Si se trata de un mosaico debe tratarse de una villa, una de tantas halladas en las costas del mediterráneo. No consta en ningún país la construcción de un mosaico aislado, no tiene sentido.
Adnan escuchaba al catedrático y esperaba paciente el coche que él había alquilado desde la universidad.
—¿Has visto en un radio amplio desde el agujero señales de construcciones, piedras talladas, esquirlas de vasijas, prominencias geométricas en el terreno? —preguntó el catedrático dentro del Land Rover Discovery.
Adnan maniobró con el volante, condujo en línea recta y continua.
— Algunas, aunque no hemos tenido tiempo de sondear los alrededores.
—Como mucho encontraremos piezas similares a las halladas en Villa Aquilae por Fadilah y su equipo. De todas maneras has hecho bien en contármelo
Adnan conducía con suavidad. Tarareaba en un tono muy bajo un son sudamericano inventado en opinión del catedrático, cuya visión parecía atenta a la carretera. Nazim se interesó por la familia de Adnan. La había tratado someramente, en Jimened Hospital, cuando este estuvo ingresado en un estado casi agonizante. El catedrático conservaba en su memoria la imagen de la esposa de Adnan. Era una muchacha casi adolescente, de expresión dolorida y cejas juntas, tocada con un hiyab. Nazim, recordaba el momento en el que ella entró en la sala de espera con un niño flacucho de pelo azabache y una niña de más edad con unos ojos sorprendidos en su cara redonda, tocada con un hiyab blanco como la madre. La mujer deambuló con sus hijos de la mano y preguntó a una enfermera por la persona que había socorrido a su marido. La esposa de Adnan y sus hijos fueron hasta Nazim Abdulah. Le hicieron una reverencia y besaron su mano de blancura cardenalicia.
—¿Aynur es ya doctora? —Nazim volvió al presente.
—¿Mi hija?, dentro de unos meses lo será. «¡Cuando me llamen doctora Aynur, me importará menos morir porque habré conseguido mi meta!», nos dice con su humor negro —añadió Adnan con un sentimiento difícil de captar en unos rasgos tan broncos.
El coche cabeceaba por un camino de cunetas cegadas por la mala hierba. El vehículo dejaba a su paso una nube que hacía invisible el paisaje reflejado en el retrovisor y en los espejos laterales. Nazim contemplaba la vertiginosa sucesión de cardos y alcaparras, meditando a un tiempo en la opinión dada por Aynur a su padre: «me importará menos morir porque habré conseguido mi meta». Cumplido su proyecto esencial —ser médica—, la muerte no sería para ella una despedida nefasta. La muerte duele doblemente a quienes dejan cosas relevantes por hacer, a quienes su propósito más definitorio va a quedar inconcluso debido a su marcha. En realidad, ¿cuál había sido para él ese objetivo primordial, el que debería estar acabado antes de diluirse en la nada?, filosofó, intentando calcular el balance de sus aspiraciones: ¿cuántas de ellas había abandonado por el camino?, ¿cuántas otras, factibles e importantes para él seguían en la carpeta de pendientes?, ¿cuántas dejará a medias? No pudo terminar su contabilidad porque el frenazo ante la puerta enrejada de Villa Aquilae abortó su cavilación.
Nazim había aprovechado precisamente la asistencia de Fadilah y su equipo a un congreso en Berlin para visitar la villa y de paso valerse de instrumental para indagar muy por encima el punto de interés señalado por Adnan.
—Profesor, espere en el coche; yo me acerco a la caseta y cojo herramientas.
Nazim desoyó la sugerencia de Adnan y se apeó del vehículo. Alzó la cabeza y sintió un vértigo de gloria al hallarse bajo la gigantesca cubierta afianzada al suelo por un esqueleto metálico casi aéreo.
—Con esta cubierta no hay que temer el desplome de los tapiales ni la erosión, Adnan —afirmó Nazim escrutando los puntos de la estructura donde estaban instaladas las cámaras de seguridad—. Es bueno ese estudio de arquitectura de Sao Paulo, y económico. Estoy en deuda con Fadilah por haberle trasmitido a