Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


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Con dedos hábiles se afianzó el nudo de la corbata burdeos y se miró los zapatos negros de cordones. Su baja estatura, unida a sus andares envarados y a su cara indumentaria, le conferían una apariencia demasiado estudiada para resultar elegante. Entraron en el bar del Ciudad de Sevilla y ocuparon una de las mesas, la barra no era lugar propicio para lo que iban a tratar, nadie sabe quién está oyendo y qué hará con lo oído, ¿contarlo para darse pábulo?, ¿venderlo?, ¿intercambiarlo por otro chisme? Álvaro sorbió el zumo de naranja y se secó sus labios con una servilleta de hilo. Mordió el cruasán con mantequilla mientras removía el café espumoso.

      —Pon ciento cincuenta mil libras y en paz —dijo Álvaro condescendiente aunque con un rebuscado matiz imperativo.

      —Álvaro, ya sabes que me falta estómago para eso.

      —Seamos sinceros: tienes en tu haber y en el de GIPH trabajos realizados de más enjundia y más comprometidos que este lote y no has puesto pegas. Te recuerdo tu valoración de las piezas precolombinas vendidas al museo de Costa Rica, o la transacción de los torques y de los brazaletes de oro que tú mismo desenterraste en Porcuna —dijo Álvaro a la defensiva, cuestionado en el fondo por su laxitud moral.

       Al salir del hotel el viento limpio del otoño los hizo caminar a contracorriente. Álvaro temió por su pelo y le costó mantener su marcha envarada hacia la sede.

      —Vendrán alrededor de las doce; te sobra tiempo para enmendar la tasación —dijo, haciendo crujir bajo sus zapatos hechos a mano las hojas doradas caídas en la acera.

       Estuvo pendiente del intercambio de saludos con los compañeros de GIPH. Álvaro era de esas personas que dan una importancia desmesurada al hecho de ser o no ser saludado por alguien. Comentaba la calidad del saludo recibido, el énfasis empleado, su tono afectivo, respetuoso, irónico, malévolo, mecánico, retador. Cualquier matiz desapercibido normalmente para cualquiera, Álvaro solía captarlo y lo expresaba con nitidez.

      —¿Enmendar la tasación? ¡No me has convencido, Álvaro!

      —Ya; pero debemos favorecer a Gareth, nuestro jefe me comunicó el valor aproximado que deberías asignarle al lote. Si no te ha comentado nada al respecto ha sido por miedo a tus reparos, o por contar con un valor objetivo, con el límite mínimo de la compra —replicó Álvaro deseoso de pasar a otro tema—. Voy a hablar con los del impacto en la urbanización del barrio de Ávila, intuyo que hemos ganado el concurso de proyectos, mira sus caras —añadió yendo hacia el equipo técnico.

      Media hora antes de la reunión con Gareth Craston y Carles Moll, Álvaro arqueó sus cejas y consultó someramente el último folio de la tasación corregida.

      —Yes… Oye, que esta chapuza no se te pegue a las tripas ¿okey? —dijo Álvaro empequeñecido en el vasto sillón.

       Poco después entraba en el despacho un hombre espigado, pelirrojo, blancuzco, con la punta y las aletas de la nariz enmarañadas de venitas moradas. Saludó con apretones de su mano helada y se dirigió a Álvaro en un español de megáfono de aeropuerto. Sir Gareth se caló unas gafitas de lectura y leyó la descripción del lote y el valor. Asomó sus ojos grises, de párpados encarnados por encima de los cristales de lupa y se aclaró la voz.

      —Un muy excepcional precio dado, señores —dijo con los folios de la tasación pegados al muslo —. ¿Disponemos de los objetos ya, Álvaro?

      El coordinador se fijó en la puerta de la sala y al mismo tiempo le indicó a sir Gareth el lugar donde estaban expuestas las piezas.

      —¡Don Carles!, pase, pase por favor —anunció Álvaro yendo hacia un hombre casi de la misma altura suya, calvo y ancho. Este venía acompañado de Silvia Moll, la hija y heredera del negocio familiar.

      Padre e hija leyeron la tasación de cabo a rabo. El arqueólogo respondió a cada una de las preguntas formuladas por los interesados. Carles Moll hizo un amago de expresar su opinión; pero la voz autoritaria de Silvia lo inhibió.

      —Sinceramente, en otros sitios nos han valorado estas piezas a un precio muy superior al estimado por ustedes —dijo Silvia molesta.

      —Hemos considerado los parámetros de valoración usuales, como el valor de adjudicación respecto a lotes similares en las casas de subastas citadas en el informe, y, francamente… —les explicó el arqueólogo jefe del departamento de Arqueología, mientras Álvaro estuvo al acecho del mínimo gesto de Carles Moll.

      Gareth Cranstom, cruzó las piernas y adoptó la actitud de un espectador de cine que no acaba de captar la trama de la película.

      Los Moll, rezagados de sir Gareth y de los expertos de GIPH se acercaron al expositor. La tensión y el recelo podían palparse en el ambiente, una poca más de presión y la reunión se habría ido al garete.

      Álvaro se aproximó discretamente al arqueólogo y le susurró, exhibiendo un aire de comunicación interna, natural entre compañeros de la misma empresa:

      —Tranquilo. Si el trato no cuaja todos pierden menos GIPH. Ellos deben apoquinar sus dietas. Nosotros, pasaremos a los Moll de todos modos la minuta de peritación y gestión.

      —¿Qué tenemos? —preguntó Gareth Cranston, levantando la barbilla y mirando las piezas como si se tratasen de baratijas de latón mostradas en un mercadillo.

      —Se han dedicado varias semanas en la investigación, análisis y documentación de este conjunto, propiedad de la familia Moll —dijo el responsable de Arqueología de GIPH. Luego, se calzó un guante blanco y cogió un instrumento cónico acabado en un vástago y este a su vez en un círculo ovalado y se lo mostró al señor Cranston—. Esto es una jeringa, quizás una de las primeras jeringas hipodérmicas en la historia de la Medicina.

      —Danos una visión amplia del lote, los detalles pueden ser explicados a instancia de cada cuál —le pidió Álvaro Uclés en un intento de aplacar la tirantez de Silvia Moll y la arrogancia de sir Cranstom.

      —Bien. Este instrumental quirúrgico perteneció a Ibn Wāfid, cirujano cuya labor fue desarrollada en Toledo y en Córdoba en el siglo XI. Por tanto, no se trata del instrumental empleado por el gran Albucasis, sino por su discípulo. Lógicamente, esta circunstancia influye bastante en su valor. El cofre, marcado con las iniciales de Ibn Wāfid, contenía el instrumental y los tres tomos de oftalmología dados por perdidos según hemos constatado, además de un compendio quirúrgico sobre traumatología sin traducción al hebreo, ni al latín. Todas las herramientas, incluso las tijeras de puntas curvadas o en forma de cucharilla están labrados en plata de ley antigua. Según se deduce de lo investigado, además de las jeringas, las cizallas y estas ruedas dentadas son creaciones propias de Ibn Wāfid, no exactamente de su maestro, según rezan los datos.

      Un silencio admirativo llenó la espaciosa habitación. El conjunto de plata desprendía un resplandor misterioso. La actitud de Gareth Cranston pasó de ser arrogante a prudente. Durante un rato prolongado se dedicó al examen meticuloso de los artículos etiquetados y distribuidos sobre un paño de terciopelo rojo. Acercó su cara alargada al lote y aspiró los utensilios, los tomos encuadernados en piel de camello. A la vista de todos aproximó el oído derecho a las piezas, como si fuese capaz de percibir el eco doliente de enfermos moribundos, el ruido metálico de los instrumentos quirúrgicos, lanzados quizás contra el suelo por un cirujano impotente para arrebatarle un cuerpo a la muerte, ante la cual la ciencia médica es solo un artificio dilatorio de la hora final.

      Regresaron más taciturnos a sus asientos, encastillados cada cual en su ambición o en su orgullo como Silvia Moll. Álvaro ofreció un receso para que cada cual hiciese sus cuentas, la ganancia mínima a obtener a costa del otro, pues lo ganado por uno casi siempre es en detrimento de otro. Silvia y Carles Moll se ausentaron durante la pausa, ¿debían rebajar la cifra esperada o mantenerla? Para los Moll, el vinculo sentimental con sus antecesores se había debilitado de generación en generación, a duras penas la memoria guarda imágenes de los abuelos, casi nadie de sus bisabuelos y menos aún de parientes anteriores a estos, como el de aquel Moll del cual sus descendientes actuales solo conocen una leyenda reescrita cada vez que es contada. Según Carles, aquel


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