Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


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producido en las fábricas de estos repartidas entre Jaén y Córdoba. La extensa huerta de la Partición fue vendida por Menéndez Viaga al padre de Raquel por un precio bajo, como una muestra de gratitud y afecto. Más tarde, heredada la propiedad, Raquel vendió su parte a Eulalia para la compra del chalet ahora embargado. Sin embargo, no eran aquellas circunstancias las evocadas por la madre de Milo, sino la imagen brumosa de su padre dejándose la vista bajo la luz de una lámpara de mesa, escudriñando a través de sus gafas de lectura un ramillete de hojas taladradas y de aceitunas con esos gusanos dentro del hueso, devorando sus corazones de almendra.

       Raquel abarcó con una mirada poética a sus hijos y al hombre de atractivo perenne, quien volaba con la facilidad de un pájaro sobre los escollos más aborrecibles. ¿Por qué has tenido que ser así?, se interrogó Raquel absorta en la pose atenta del menor de sus hijos. «Vamos a iniciar la travesía a unos ciento cincuenta metros o así, desde el puente de la Maturra a Izcar, quizás tengamos que tirar del bote en algún bajío. —A Mauricio le encantaba poner a prueba a quienes lo rodeaban, hablar de posibles peligros para hacer más meritoria su aventura. Como el capitán de un barco de vela, a contraluz, de espaldas al sol, distribuía las tareas a la marinería—: Milo, tú irás al timón; Alfonso, si te liberas del partido de baloncesto, a los remos, y yo manipularé el motor, la pértiga y ayudaré al de los remos». Raquel advirtió un intento de seriedad responsable en la tiesura de las mejillas de Milo y la consabida aptitud de Mauricio para embrujar hasta a los adoquines de la acera. Según lo experimentaba ella, trascendiendo aquel momento, los ademanes, las palabras y la fuerza de Mauricio transmitían casi siempre el mismo mensaje: Y esto que deseo no es un capricho, ni el juego de un tahúr: te quiero a ti, a mi lado, para que compartas conmigo el cuento que acabo de contarte, tan realizable que ni siquiera merece llamarse cuento. La camisa campera remangada de Mauricio, sus antebrazos vigorosos, con el vello formando una onda suave; sus incipientes arrugas en la frente, bajo los ojos; bronceado por sus correrías en los campos de excavación, le provocaron a Raquel una sensación vergonzosa. Se excusó y luego se perdió en algún lugar de la casa. La soledad llama al deseo para escapar de sí misma, pensó ella. Imperdonable, se dijo en la habitación de sus hijos, después de lo que estaba pasando su marido.

      Mauricio guardó las hojas y las aceitunas picadas en una cajita de diapositivas y luego le pidió a Milo y a Alfonso que lo acompañasen para enseñarles el manejo de la lancha. Se despidió de Raquel con la mano, desde la lancha.

       Dos días más tarde, se presentó subido en una vespa en el patio del molino. Milo lo esperaba junto a la lancha, con el pantalón hasta la rodilla y la camiseta de manga larga que Mauricio les había regalado a cada hermano con ocasión de una visita a las ruinas romanas de Almedinilla. Raquel lo saludó desde el descansillo de la escalera y le ofreció café. A Milo le transmitió fortaleza ver a su madre contenta. Raquel se mostró algo aprensiva. Le preguntó a Mauricio con una expresión dolorosa qué garantías le daba este de que no les ocurriría nada malo ni a Milo ni a él. Mauricio bromeó con ella y le devolvió su pregunta del revés: «¿Y quién nos asegura a Milo y a mí que tú en la calle del Moral, o a Alfonso en el partido de hoy no vais sufrir un accidente?» El manotazo aniñado de ella sobre el brazo de Mauricio les confirmó a Milo y a Alfonso —equipado este de jugador de baloncesto, horas antes de que comenzara el partido— el buen humor de la madre.

      Mayo comenzaba con su atmósfera preñada de melaza y un sol adolescente. Mauricio conducía por la carretera estrecha y falta de alquitrán. De cuando en cuando el coche y el soporte de la lancha botaban con brusquedad y se percibía un gemido de hierros desencajados. A derecha e izquierda olivos en flor sobre las lomas calcáreas, molestas a la vista de tan blancas; al frente los collados ferrosos, bellos y estériles incluso para las cabras.

      Mauricio miraba de reojo y sentimiento al muchacho caviloso. Está roto por dentro, se dijo; no ha digerido aún lo de Teófilo… saberlo preso, expulsado temporalmente de la vida corriente, requisadas sus horas; privado de quienes a pesar de los hechos lo añoran y tienen por desmedida y amañada la dura sentencia. Le propinó a Milo una palmada animosa en la pierna. «¡Ánimo timonel!». Aumentó el volumen de la radio para entender mejor el desastre ocurrido en el Hipercor de Barcelona. Tras una pausa llena de maldiciones, templó y quiso conocer la opinión de Milo sobre el atentado. Y según mandaban los fueros inclementes de su edad, Milo, condenó con tirria ciega a los terroristas. «Debían ser desmembrados por caballos, como harían los Hunos si regresaran de la muerte: cuatro caballos para arrancarles de un tirón piernas y brazos y otro caballo más para descabezarlos», le respondió con las manos puestas en el salpicadero, envarado en el asiento. Mauricio amagó una fría sonrisa y se apresuró a cambiar de tema por no remover la ira instintiva del muchacho. Le propuso una futura visita a la Cueva del Yeso. Cuando yo vuelva de Libia, donde voy a un congreso de Arqueología en el norte de África, iremos. Milo, le comunicó con una suficiencia (muy ocurrente para Mauricio) que ya conocía la Cueva del Yeso, que había entrado con su amigo José Antonio Mora, más de una vez. Le describió con un énfasis apasionado y fantasioso las paredes revestidas de cristales de yeso, de cómo estos se transformaban en espejos y reflejaban la luz de las linternas y hacían visibles los grandes espacios de la cavidad, cuyos techos estaban cegados por colonias de murciélagos con sus cuerpecillos de ratón y sus caritas de cerdo, que al contacto de los reflejos se desprendían del enjambre peludo y se desparramaban por todos sitios, emitiendo agudísimos chirridos; le habló de grutas transfiguradas en suntuosos salones cuyo suelo era un lago y en los cuales las estalactitas estaban fundidas a las estalagmitas y formaban columnas como huesos de mastodontes prehistóricos. Mauricio había estado en la Cueva del Yeso en una prospección superficial, en pos de algún hallazgo paleontológico; pero guardó silencio al respecto, prefería escuchar la versión de su pupilo, una versión quizás fantasiosa, exenta de tecnicismos, de clichés de manual y de hipótesis geológicas fusiladas la mayoría de la veces por pedantes de relumbrón. En su momento, le recomendaría leer a distancia, en ejercitarse en decirle «NO, A LOS MAESTROS».

      Mauricio aparcó sobre la orilla arenosa del Guadajoz y saludó a una de sus tractoristas. La mujer de aspecto cimarrón desprendía la fetidez del insecticida recién aplicado contra el Prays. Ayudó a Mauricio y a Milo a llevar la lancha desde el soporte hasta la orilla. Ella debía recogerlos en Izcar al cabo de unas horas. La tractorista vestida con un mono amarillo canario y una gorra de tejido vaquero con la leyenda de Yale University, subió al coche, lo arrancó y condujo a través de los bancales de arena hasta arribar a la carretera. Con un largo pitido del claxon quiso despedirse de ellos; pero Mauricio y Milo ya navegaban en las aguas del Guadajoz, medio ocultos por la floresta. La corriente los empujaba con mucho genio. Mauricio obligó al timonel a ponerse el chaleco salvavidas. Habían perdido de vista los maizales y el puente. Avanzaban por una lengua de agua verdosa, serpenteante, con espumarajos en los márgenes, rebelde al rumbo querido por el timón. Milo, apenas podía identificar con precisión si el rápido aleteo originado en el boscaje procedía de unas tórtolas o de unos patos, o de lo que asomaba la cabeza y luego la sumergía de sopetón era un barbo o un galápago. La lancha escoraba hacia una margen o hacia otra al capricho de las aguas. El primer tramo sería el peor le había adelantado Mauricio cuando deslizaron la Zodiac hasta el centro del cauce (y no le faltó razón). Aquel río era otro río cuando se bañaban Berta y él en la parte de los abejarucos, se dijo Emilio, las aguas eran perezosas en aquel lugar, estaban como dormidas en los entrantes, frente al gran muro de tierra arenisca agujereado. Mauricio maniobró con la pértiga hasta atracar tras una roca con apariencia de sesos esculpidos, cubierta por una retícula de finísimas ramitas rojas.

      Los tripulantes con las ropas mojadas y el pelo salpicado de pelusas rieron palpitantes de emoción. Habían fondeado en una pequeña ensenada cuya agua estaba cubierta por una nata verde. Por encima de sus cabezas, los recortes de cielo podían atisbarse a través del tamiz verdinegro de los tarajes. Mauricio extrajo del portaequipajes de la lancha el mapa plastificado del Guadajoz y trazó con el dedo la parte del río aún por navegar. Comentó cada tramo; los obstáculos seguros, las zonas de aguas benignas, los posibles vados. Milo miraba el mapa pero su pensamiento le invocó a Teófilo; los momentos memorables, las bromas en el chalé, sus exageraciones, los viajes al extranjero, los baños; los baños secretos de media noche en el río, en las playas. Alfonso, él y Teófilo en el mar, vigilados por una luna africana. Tuvo


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