Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


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pesar del humazo de las barcazas.

      —Por cierto, no te he preguntado por Miriam, ¿qué tal le va?

      Emilio abrió los ojos sin encarar a Cemal. Cuando tragó el bocado se limpió la boca y luego abrió las manos como quien alega ignorancia.

      —Bien, estará bien, supongo.

      Cemal se pasaba el alimento morosamente de un lado a otro de la boca. Con el ceño fruncido las arrugas de su frente convergían en su duro entrecejo. Se encogió de hombros y pareció masticar sus pensamientos al unísono con la caballa y el pan.

      —A veces no sé si le pesa más la toga que el cuidado del niño —se sinceró Emilio.

      —El trabajo de una jueza es absorbente. Eso confesó ella cuando nos vimos en tu casa.

      Quizás haber sacado a colación el asunto, le provocó a Emilio un flahs de un Carlitos Malavé hablándole sobre la Paulova, cuando eran universitarios.

      Emilio se interesó por la extensa familia de Cemal. Uno de sus tíos paternos había recién muerto de cáncer y una prima también se había ido por una sobredosis de caballo, por lo demás, pocos cambios, le reportó Cemal mientras pagaba los bocadillos. Para Emilio, Cemal, se había instalado —como en cierto modo le había ocurrido a Miriam— en un modelo de vida planificado, inmune a las sorpresas; en una sucesión de porciones de tiempo prefabricadas, consumidas en el caso de este, por la atención a sus hijos, a su labor en la Universidad de Ankara (donde también trabajaba de administrativa Sarila, su esposa) y en su pasión por la cetrería, sus halcones tenían nombre propio y los apellidaba Yüzbashyan, como a los de su casta. Miriam coincidía con Cemal en la adición a la rutina y se diferenciaba por completo de él en la entrega de la jueza al atletismo social, batir el récord social era una de las claves esenciales para entenderla. Casi al final del puente, Cemal le hizo seña a Emilio para que se acercase.

      —Este fue el sitio donde Nazim se topó con Adnan medio muerto —Emilio se acuclilló y tocó el suelo.

      —Estaba medio destripado —dijo el profesor meneando su cabeza en forma de pera, como lamentándose de un suceso ocurrido hacía años sobre el cual solo había conocido las versiones de otros.

      El propio Adnan, traducido por su hermano Medmeh, con un cigarro pegado a los labios y una expresión ausente, le había confesado a Emilio su antigua dedicación al contrabando de recambios para barco, complementaria a su oficio de albañil. Lo hizo para poder con los gastos de su casa. Adnan le había dado a entender que tiró de navaja para defender esos dineros de más. Que casi lo vacían como a un cordero, le contó, y que a la postre, gracias a aquella cuchillada conoció al catedrático y se hizo con una trabajo seguro en la plantilla de oficios de la universidad.

      Los efectos del baño y la caminata les habían hecho mella y aún debían reunirse con Nazim. Vagaron por las librerías de confianza de Cemal. Miraban los libros con avaricia, como si de un golpe de vista quisieran discernir lo escrito sobre sus lomos. Emilio hojeó en los terminales los títulos en inglés y tras una vacilación adquirió una novela de Orhan Pamuk, Me llamo rojo.

      —Un regalo para Sergio —le susurró Cemal tras la espalda.

      Emilio cogió el estuche de cincuenta lápices de colores de Faber-Castell y abrazó a Cemal.

      —Si no le gustan, siempre podrás usarlos en tus dibujos.

      Cemal consultó la hora y le dio con el codo a Emilio. Nazim había dejado el encargo a un propio para que los recogiese en el puerto, en torno a las tres de la tarde. Ambos retrocedieron por el camino y aguardaron en el muelle.

      —Sinceramente, ¿qué opinión te merece el proyecto? —preguntó Emilio absortó en una mancha de aceite flotante sobre el agua.

      Cemal adelantó los labios y se rascó en la cara.

      —Si hay más mosaicos como el de la nubia, el trabajo habrá merecido la pena —Cemal se cruzó de brazos y se alejó unos pasos de Emilio—. Ahora bien, con Nazim nunca se sabe cómo acaban los proyectos, te prevengo —añadió oteando las aguas.

      —¿Por qué no ha contado para este trabajo con Fadilah Salik, es una arqueóloga muy reconocida sobre el Imperio Romano de Oriente? —dijo Emilio leyendo las letritas doradas del estuche de lápices.

      Cemal levantó el brazo y lo movió de un lado a otro. La brisa le había inflado la chaqueta y alocado su pelo endeble, unas hilachas mantenidas a duras penas en la cima y a los lados de la cabeza.

      —Fadilak al comienzo de ser profesora titular, denunció a Nazim en varias ocasiones por mala praxis y asuntos peores. Con el tiempo retiró las denuncias y se disculpó con él ante el claustro en pleno —dijo Cemal tras la pausa.

       El práctico maniobró entre los cascos de los barcos hasta arribar a aguas francas. Iban en un balandro provisto de motor, con la palabra Simorg entre las garras de una ave majestuosa roturada en la proa.

      Hablaron sobre la ingeniera, del pasmo de Adnan al verla trepar entre los riscos a pleno sol, amojonando aquí y allá, incansable.

      —Es un buen fichaje para GIPH, Cemal.

      —¿Teníais referencias sobre ella antes de que trabajase en GIPH?

      —Muchas, todas buenas.

      El práctico se rodeó y habló con Cemal. El balandro se agitó por la estela dejada por uno de los ferris a su paso hacia el mar Negro. Emilio contempló de punta a punta el paseo marítimo, las casonas, los palacetes alzados a orillas del agua. El práctico de camisa blanca amarró el balandro en el atracadero de la propiedad de Nazim y los condujo al palacete de madera rojiza. Tanto Cemal como Emilio se habían hospedado ocasionalmente en el yali donde residía Nazim cuando estaba en Estambul. Los otros palacetes y mansiones los tenía repartidos entre las partes europea y asiática de la ciudad. Y, por lo que le contó Cemal, estaba sondeando la adquisición de viviendas de arquitectura tradicional en otras provincias.

      Una empleada de la casa, conocida de Emilio de su estancia anterior, los acomodó en el hall de paredes revestidas de tapices, uno de ellos del siglo XVIII según Nazim, en el que una muchedumbre de jenízaros a caballo, regentados por Mehmed II, van a galope tendido por las llanuras de Anatolia.

      Nazim y su esposa, Deniz, recibieron con familiaridad a Cemal y a Emilio. Antes de subir a la segunda planta, donde estaba situado el estudio de Nazim, tomaron café y dulces de pistacho en el salón de planta circular. Los invitados miraron con sigilo los fragmentos de friso y la cabeza de caballo de factura griega, conocedores de los yacimientos de procedencia y de su autenticidad. Deniz y Cemal hablaban sobre sus familias, una conversación cuyo significado escapaba al entendimiento de Emilio. Nazim, con las manos cruzadas sobre el vientre, callado, daba la impresión de aburrirle la verborrea de Deniz, cuyos párpados maquillados emulaban al de las antiguas egipcias: la sombra casi negra sobre el párpado superior y la sombra verde sobre el de abajo. Emilio deseó iniciar la reunión y no distraerse en formalidades de buen tono. El friso y la cabeza de caballo le transmitían inquietud, como las piezas ubicadas en los pasillos y en las habitaciones de arriba. Cuando estuvo alojado en el palacete, durante la primera semana de su formación, había supuesto que estaban allí temporalmente, hasta que Nazim las transfiriese al Ministerio y fuesen depositadas en un museo nacional o devueltas al país de origen.

      Nazim se levantó y arqueó las cejas. La pausa del café había concluido. Ascendieron por unas escaleras dignas de un plano cinematográfico de Visconti hasta el estudio, ubicado en la fachada trasera del palacete. Nazim descorrió los visillos de gasa anaranjada y dio paso a la última luz del día. Prefirió dar el último toque al plan del yacimiento de Malatya cómodamente, en los sillones situados sobre la alfombra de fondo celeste y pavos reales.

      —¿Encontraremos algo que merezca la pena después de haber removido toneladas de tierra? —preguntó Nazim consultando en el ordenador de Cemal los datos sobre el movimiento de tierras.

      Emilio desplazó el cuerpo al filo del asiento y miró las facciones blandas del catedrático.

      —Por


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