Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
Emilio se fijó en el rostro picado de pequeñas depresiones de Carlos: «Mala pelleja tienes tú para el maquillaje de actor», le dijo.
Habían salido del Half Moon. Paradójicamente, gobernaban sus piernas y sus lenguas mejor que cuando entraron al pub. «Milo, yo no tengo coño, por eso me escama que estés aquí conmigo y no dándole matraca a la Pavlova», dijo con la voz borracha y sus ojos de gato apagados. Emilio, de buen humor, se fue tras él y le dio un empellón hacia adelante. «Y tú, podías haberte encamado con Teresa Luque y se me apuras con Rosi, a pesar de la ofensiva del canijo». «¡Puaf!», exclamó Carlos parado ante un indigente dormido entre cartones sobre un banco. «Por lo que sé, la noche que actuamos en Comillas, ellas se jugaron a los chinos quien de las dos lo hacía contigo primero». Emilio se detuvo y lo miró con extrañeza. Rio. Rieron a la par con ganas. «¿Y por qué no me pusiste al tanto en Comillas, huevón?, ¿cómo has permitido que esas dos hayan jugado conmigo como si fuese un playmobil?» La conversación despertó al indigente, un viejo con largas guedejas canas, con uñas largas y negruzcas, de mirada paranoica, tocado con una gorra con la bandera americana grabada en el frontal. El hombre con un fraseo ininteligible emergió de sus frazadas de cartón y le arrojó a Emilio un tetrabrik de vino tinto. «¡Fuera hijos de puta, maricones!», exclamó con una expresión espantada.
Ambos siguieron vagando. Cuando llegaron a la catedral, Carlos habló con cautela. «Debí haberte contado el juego que se traían contigo, quizás no lo hice porque me hubiese gustado ser yo la prenda de la apuesta, soy un envidioso de la hostia colega». Carlos había bajado la cabeza y comenzó a tirarse de las cejas. Milo le hizo sitio en un escalón de cara a la muralla del Alcázar. «Eres un gallo caliente Carlitos, ¿todas para ti?». Al escuchar el tono benévolo de Emilio, Carlos dejó sus cejas en paz, rio y se puso a su lado con la mirada suspendida sobre las almenas de la muralla.
Los camiones de la basura iban a punta de gas por la avenida, se detenían y al poco se escuchaba los brazos de la grúa alzar los contenedores y volcarlos formando estrépito. Las mangueras de agua arrastraban la suciedad de las aceras y el pavimento hacia los sumideros.
La reserva de Carlos comenzó a desvelarse. Carlos tenía la máscara griega entre sus manos, se la puso delante de la cara y miró a través de las pupilas agujereadas en el bronce. «Magnífica visión: las almenas se están clavando en la madrugada». «Déjate de chorradas y guarda el regalo». Y Carlos así lo hizo antes de decirle: «Emilio, espero que mis palabras y tu comprensión no se enreden por el mucho alcohol y el hachís que llevamos encima. El asunto es de más calado para ti que esa tontería de Teresa y de Rosi». Emilio se recogió el pelo tras la oreja y adoptó una pose de paciente atención. «Te noto con Miriam, cómo te diría …». Emilio puso cara de aburrimiento y lo miró: «¿Atrapado, quieres decir?». Carlos enfatizó una mueca afirmativa, respiró hondo y se rascó en las rodillas con nervio. Emilio se dirigió al perfil puntiagudo de Carlos Malavé. Abría y cerraba el capuchón del mechero. «Me pides mucho para la nochecita que llevamos —dijo Emilio con apariencia de cortar la conversación—. Hoy por hoy no sabría decirte en qué punto de cocción está mi sentimiento por ella: ¿estoy colado o medio colado o infra colado por Miriam? A veces planteas cosas de adolescente Carlos, y ya vas por tercero de Medicina, cojones». El perfil del ex director de Buhofante permaneció hierático. Cogió el mechero Zippo de la mano de Emilio y encendió un cigarro. «Nos conocemos desde la guardería, Milo, demasiado tiempo y demasiado bien, para no advertir cuando el otro está a punto de cometer un error. No te fíes de ella. Miriam es de las que guarda su ponzoña para el momento propicio». Ambos parecían estar quemados de todo, abstraídos en cómo las piedras imponían su forma y su color exacto a la penumbra cada vez más tenue. «Quieres sentir la punzada del amor por la Pavlova; pero no eres tan buen actor, no puedes con el papel, se te cae sobre el escenario y es entonces cuando veo en tu cara desamor, falta de ilusión». Emilio se puso de pie con brusquedad y todo su cuerpo reaccionó como un solo músculo en tensión. «¿Desamor?, no te entiendo un carajo, ¡qué coño desamor! —replicó iracundo—. Te cae mal porque ha sido ella la que ha convencido a los demás para liquidar el grupo de teatro. Te cae mal por su aspecto pueblerino, por su empeño de llegar a ser jueza, en alguien que no apeste a estiércol y a abono como apesta la casa donde ha vivido». Carlos miraba acobardado a Emilio, a su espléndido pelo cruzándole el rostro y el temblor prendido en las manos y en la boca. «Aunque me odies te lo voy a decir: te estás equivocando, Miriam no es la tuya, Milo».
Carlos lo recordó en otro tiempo, en la Partición:
Milo se le acerca por el lado de la casa de labor, bajo la luz devoradora de mediodía. Le agita la mano con júbilo y a él le cuesta imitarlo, mucha timidez entonces, quién lo diría ahora —¿tímido Carlitos, el director de Buhofante?—. Permanece junto al Volskwagen gris de su padre, el inspector Vicente Malavé Rosales. ¡Ve, Carlos!, ¡anda, ve!, le conmina el padre. Y él maleta en mano, da unos pasos vergonzosos y se ampara del sol a la sombra de los eucaliptos cercanos a la casa. Una turba de perros le ladra y a continuación lo husmean. «Deja que te huelan, quieren conocerte, no los mires», le dice su padre acercándose a Eulalia y a Raquel. La primera, la tía de Milo, lleva un sombrero de paja y unas tijeras de hojas curvadas. Parece una propia del lugar. Es una mujer animosa, que le habla de Milo y de los primos de Milo, de rosarios por la tarde y de misas. «Así que tú eres Carlos, el amigo de mis sobrinos Milo y Alfonso». Soy amigo de Milo, piensa el muchacho de orejas algo separadas y la cara atacada de espinillas. Alfonso es un metepatas rayado con el fútbol, un bocazas que nunca será mi amigo, piensa, mientras Milo viene hacia él y le da un abrazo como cuando se despidieron en el colegio de los padres Salesianos. ¿Y esa?, se pregunta para sus adentros, mientras por encima del hombro de Milo, observa a la muchacha en pantalón corto, camiseta de tirantes y el pelo tan corto como el suyo. La muchacha no se le acerca, ni lo saluda, solo lo atraviesa con su mirada azul.
Ahora, Carlos siente arrepentimiento o vergüenza, no lo sabe muy bien. «Soy el puto bocazas de siempre, Milo, no me hagas caso». Esta vez, Carlos, no oye una respuesta de perdón o de condena, debe conformarse con seguir por la acera de la catedral el ruido que hacen las hebillas de las botas de Emilio y el trajín del camión de la basura.
CAPÍTULO 8
Los mirlos lo despertaron temprano. Sus silbidos lo trasladaron durante un momento al chalet del Brillante, a la presencia intempestiva de los mirlos en los aleros, posados sobre el sauce del jardín, recorriendo a pasitos cortos y rápidos el césped. Entonces les gustaba oír sus cantos, ahora le recordaban su propio fracaso. Se tapó la cabeza con el embozo y creó su propia noche en el hueco de la sábana, un refugio íntimo y desconectado del mundo. Pero el ruido de afuera del molino y el trasteo de sus hijos en el cuarto de baño lo empujaron a la violencia del día. La luz diurna le resultó odiosa. Se encogió entre las sábanas. Esperaría a que cerrasen la puerta para levantarse. Aun le costaba mirarlos; ser visto por ellos en pijama, apagado cuando otros iban por las calles con sus rostros despiertos, inducidos por un quehacer adecuado a la lógica cotidiana, respetable aunque fuese trivial o ruin, nadie percibe eso desde fuera. Se les habrá hecho tarde, de ahí las voces destempladas del mayor, el agrio despertar heredado de su tío Juan, pensó. ¡Milo, apura, cojones! Y Milo tiraba de la cisterna del wáter y buscaba a última hora alguna chorrada, sus dibujos, sus trozos de cerámica del cerro. Llegarían tarde a la primera clase. Las prisas a última hora debidas al cuajo de Milo les disculpó del beso paterno. Los oyó bajar las escaleras a trompicones. «¡Milooo, corre!», escuchó desde la cama. En el fondo. Teófilo agradecía que no entrasen en su dormitorio. Se hubiesen dejado caer bruscamente sobre la cama y él hubiese notado el tacto vital de sus carnes jóvenes, frías, limpias; los besos con olor a dentífrico en sus bocas mal enjuagadas. Eran su freno, quizás la razón que lo obligaba a abrir los ojos cada mañana. Con su esposa el vínculo era más tenue, mucho más tenue. Ella subsistiría sin él. Seguían mirándola con secreta lujuria amigos y compañeros de su colegio, como si se imaginasen a sí mismos lamiéndole el cuello de ave. Ella podría rehacer su vida. Aventurarse en un segundo matrimonio con un hombre menos equivocado. Él había perdido mucho más que un chalet, unos ahorros y tres años y medio apartado de la vida; se había perdido a sí mismo. En la entrada de la prisión le hizo entrega al funcionario de la ropa de calle, de sus enseres y del Teófilo de la Rocha de siempre,