Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
con reticencia, a hurtadillas, a quien despellejar entre amigos por el mero hecho de sentirse a salvo de haber caído en lo mismo. Somos de una pasta mejor que la tuya, Teófilo. ¿Cómo se había comportado él, de no haber sido condenado, con alguien que había cometido el mismo error? De un modo parecido a ellos, eso era lo malo, se dijo.
Tanteó el suelo con los dedos de los pies hasta dar con las pantuflas. Se entretuvo durante un rato amasándose la cara rasposa, aún escurrida, mientras pensaba en los desconchados del muro lindero con el jardín. Se pondría manos a la obra; había visto cacharros de pintura en la cochera. Le vendría bien entretenerse para no darle vueltas a sus problemas; además, era una manera de agradecerle a Mauricio haberlos acogido. Abrió las ventanas y el balcón del dormitorio y recibió en la cara el vómito de la mañana, aquella luz que iluminaba hasta las tripas. Las encajó hasta dejar la habitación en penumbra. Dudó de si se acostumbraría alguna vez a aquella vivienda con suelo de madera. Se sentía más extraño en aquel molino y en aquel pueblo. En otros tiempos, de novios y de recién casados, habían estado en aquella casa y lo pasaron bien entonces, quizás porque su vida estaba en otro sitio, por ser un forastero. Su trabajo y su actividad en general habían estado repartidos entre la ciudad y las costas andaluzas. Toda su energía la gastaba en la promoción, construcción y venta de apartamentos de lujo o de bungalows para ahorradores de clase media, limítrofes a las playas superpobladas. El dinero entraba en la cartera apenas sin esfuerzo en aquellos tiempos.
Raquel y Eulalia sí se reconocían entre aquellas paredes, en el patio empedrado, entre las hileras de naranjos. Habían vivido allí con su familia durante los meses más intensos de la molienda de aceitunas. Para ellas aquellos meses eran como un anticipo de las vacaciones navideñas.
Miró distante el armario ropero de tres puertas, la descalzadora a juego con el ropero, rematados ambos con una cenefa de alas de ángel, la horrible lámpara con brazos de madera, uno de ellos desencajado, con la tulipa vuelta del revés. Se vistió sin pasar por la ducha, el contacto con el agua le resultaba repulsivo como les ocurre a los perros con rabia. En la prisión era al contrario, la lluvia de la alcachofa le producía la sensación de haberse zafado durante unos minutos de la estrechez a la que lo recluían las miradas de los otros. Fluyó del dormitorio principal a la sala cuya oscuridad estaba rayada por rendijas de sol de las persianas. Encendió la luz y lo envolvió la confortable sensación de hallarse de noche, a salvo de la embestida de las horas laborables. Fue hacia el mueble del radio-tocadiscos, un armatoste dejado allí por algún Menéndez Viaga. La madera no se había descascarillado, podían dar por el unos buenos dineros en un rastrillo o en un anticuario, Mauricio sabía de eso. Sintonizó al azar la radio y detuvo la aguja en la emisora de RNE de música clásica. Arriba del mueble, sobre la pared, observó las fotografías en gran tamaño de su suegro, Dionisio Mur al lado de Mauricio Menéndez Viaga (padre) delante de la máquina oleícola adquirida por el empeño del primero; a los pies de ambos, en cuclillas, sonreían a la cámara el grupo de peones de la fábrica. Según había oído, a partir de aquella máquina centrifugadora los Menéndez Viaga remozaron el equipamiento de todas sus almazaras. En otra fotografía, un grupo de personas con vasos y cubiertos entre las manos festejan en torno a un gran perol; entre ellos, el padre de Raquel con gafas de cristales ahumados y Mauricio (padre) en camisa blanca y corbata, con el brazo extendido y una copa en la mano apuntando al objetivo de la cámara, como invitando a un brindis a quienes mirasen en el futuro aquella foto.
Desde la cocina escuchaba una pieza musical majestuosa e innominada para él. Volcó la cafetera sobre uno de los vasos sucios dejados en el fregadero y atacó el trozo de empanada del día anterior. El sabor del atún y del café frío y amargo se le mezcló en el paladar. En un arranque impulsivo apagó la luz de la cocina y abrió la ventana que daba al patio. Se abrió el pijama y expuso su pecho al sol en actitud retadora. ¡A la puta mierda la oscuridad! Arreglaría la cocina y las camas más tarde, cuando terminase el inventario de los cacharros de pintura; las herramientas y el material que faltaran las pagarían ellos de su bolsillo, un regalo ridículo para Mauricio. Bajó hacia el patio en batín y pantuflas, con la última porción de empanada envuelta en una servilleta de papel. Tocó la puerta de una de las cocheras, la madera estaba áspera, astillada en la parte de abajo. Después de haber adecentado el paredón les daría varias manos de Titanlux a esas puertas y a la baranda. Él había pintado en el pabellón de internos muchos metros de pared y también muchos hierros a las órdenes de los reclusos de oficios. En el molino tenía tajo donde seguir aplicando lo aprendido. Con la boca llena de empanada, resoplando gansamente, dispuso sobre el empedrado la hilera de rodillos y de brochas. Poca cosa podría aprovecharse de aquel montón; salvo las cubetas, los mangos y algunas brochas planas, lo demás era mejor tirarlo. Teófilo, hizo y rehízo una lista mental con lo imprescindible para empezar con el muro. Subió las escaleras excitado, repasando a viva voz cada artículo, convencido al fin de que estaba fuera del centro penitenciario, exento del horario marcado, de las reglas, de la hostilidad flotante en la atmósfera, siempre a punto de estallar, bastaba una mala contestación, un empujón casual, los ánimos cargados, la inquina hacia el nuevo o hacia el del al lado… Porque a mí me sale de los huevos, eso decían algunos antes de agarrar por el cuello. Nada más estar obligados a verse todos los días o por estar hacinados en una granja de hombres defectuosos; de soportar la peste a cocido de col, a salchichas, a detergente, pegada a las paredes, al pelo, a las pieles algo crudas de quienes llevan más tiempo.
Al entrar de nuevo en la casa abrió el balcón, ahora sí de par en par, y permaneció de pie, mirando a la carretera. Por fin había dejado de esconderse de la luz natural, de quienes pasaban por la acera y fortuitamente apuntaban la vista hacia la fachada, hacia la puerta del molino, hacia donde él estaba ahora. Teófilo se exhibía en el voladizo, atribuyéndole gratuitamente a quienes pasaban posibles juicios susurrados al oído de quienes llevaban al lado. Debe ser el marido de Raquel Mur, la guapa de las dos hermanas. Ahora están viviendo de la caridad, en el molino de los Viaga. Ese hombre es el marido de Raquel Mur, sale poco a la calle, apenas se le conoce… ¿En batín y tomando el sol a estas horas?, quizás está enfermo, operado de cáncer. Teófilo se sonrió de sus propias suposiciones. ¡Qué más da si murmuran!, pensó, cortando el aire con la mano. Compuso la ropa de la cama como le había indicado Raquel y sin solución de continuidad la de sus hijos, dos cafres que han aprendido a tumbarse sobre la colcha con los zapatos puestos. Antes, cuando estaban bajo la batuta de los Salesianos, el aseo y los modales formaban parte de ellos mismos, como sus huesos y sus uñas. Olió las almohadas de sus camas. Minutos antes había hecho lo mismo con la suya, frotó su nariz roma en la leve ondulación dejada por la cabeza de Raquel. Los había pisoteado. «Raquel, no preguntes, todo lo que hago es en beneficio de los tres… ¡Mira este chalet!, ¡mira cómo van vestidos tus hijos, su colegio!» Teófilo se propinó a sí mismo un puñetazo en la boca. Se pasó el dorso de la mano por el labio inferior y se fijó en el manchón de sangre. Lo he hecho por mí y no por ti, Raquel, ni por los niños; he tenido hambre de más y más; he mirado con ojos de ciego el vaso para no ver dónde estaba el borde, para ganar dinero con desahogo y no decirme: ¡quieto Teo, ya no más! Así debería haberle hablado a ella y más tarde a Alfonso y a Milo. Muchas noches había llenado sus insomnios en la celda 304, con esa confesión imaginaria, pero nunca dicha.
La presencia de Milo sorprendió a Teófilo remangado sobre el fregadero, con las manos atareadas entre platos costrosos de salsa, cubiertos y la olla a presión. No lo había escuchado entrar. El tiempo había volado para su padre y había dado de sí en el instituto para el hijo. Teófilo le dio explicaciones a Milo sobre el trocito de papel higiénico pegado en el labio, un choque tonto con el mango de un rodillo. Milo se adentró en las habitaciones y se fijó con alegría en el balcón y en las ventanas abiertas, en las lámparas apagadas. «¡¿Ya no te vienen arcadas con la luz del día, papá?!» Lo miró con una felicidad nerviosa, presionando su cabeza sudorosa contra el costado de Teófilo. «No las cierres, hijo, que las vea abiertas tu hermano», le pidió a Milo. Este también se remangó la chaqueta del chándal y se dedicó a prepararle a su hermano las patatas y sacar del frigorífico el tupper de carne guisada. No tardarán, pensó Milo mientras recogía las mondas de las patatas y las arrojaba a la bolsa de basura. Él sabía lo que se tardaba desde la estación de autobuses al molino, porque antes había sido él quien esperaba a su madre plantado en el andén. Milo dejó de acompañarla un día,