Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas

Los mosaicos ocultos - Rafael Trujillo Navas


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en la mano a la contemplación de las miniaturas y los ornamentos en oro y plata que embellecían los pliegos de vitela. El catedrático gozó viéndolos entusiasmados con las láminas hasta más allá de la media noche.

      CAPÍTULO 7

      La despedida del grupo de Teatro Universitario Buhofante había finalizado hacía horas. Carlitos Malavé y Emilio de la Rocha estaban aún sobre el escenario desierto, sentados en los tronos de pan de oro del atrezo. En su última actuación, el grupo había puesto en escena la versión más injuriosa de las compuestas por Carlitos basada en la obra Ubú rey, de Alfred Jarry. La versión de Carlitos tenía un punto de ingenio. Partía de un Ubú rey cuya ceguera iba en aumento conforme crecía su despotismo, de tal modo que tras muchas tropelías cometidas en calidad de rey solo podía verse así mismo, mientras los demás aparecían ante sus ojos como una procesión de sombras.

       Los dos actores aficionados habían presenciado cómo la platea se había vaciado de público al término de la declaración de Carlitos Malavé sobre la disolución de Buhofante, seguida de las reverencias emocionadas de los actores del reparto y de una ovación poco entusiasta de los espectadores. El grupo de teatro al completo desmontó los decorados e hizo acopio de los elementos del atrezo en la zona de camerinos. Solo aquellas dos pomposas poltronas, destinadas en la obra a padre Ubú y madre Ubú, ocupadas ahora por Emilio y por Malavé, estaban en su emplazamiento original. Los restantes miembros del grupo marcharon hacia el bar La Prensa donde sellarían entre cervezas y tapas la extinción de Buhofante. Pese a la insistencia de Miriam y la de algunos miembros más para que fuesen juntos al bar, Emilio y Carlitos se resistieron a abandonar con tanto desapego el teatro. Al parecer, solo ellos dos compartían la sensación de pérdida, de haber sacrificado por su propia mano un sueño, o al menos la de haberlo despachado prematuramente.

      Encastillados en sus tronos burlescos, dentro del círculo luminoso proyectado por un foco de la diabla, contemplaban los asientos corridos del patio de butacas, el entarimado del escenario donde habían gastado muchas horas birladas al estudio y al dulce abandono de deambular por las calles del casco antiguo, por los cines donde daban películas de ensayo, por las fiestas universitarias, transitando de una cama ajena a otra. «Nos han faltado huevos, Emilio. Podíamos haber vendido los apuntes y los libros. A tomar por culo las carreras y luego habernos dedicado al teatro ¿sabes? A la puta mierda el rollo de sacrificarnos por conseguir cobijo tras una licenciatura». Emilio lo miró. No le apetecía discutir sobre lo de siempre, que si la juventud malgastada, que si la satisfacción de obrar según el deseo y no sobre un deber inventado y relativo. Pero Carlos continuó su soliloquio: «Nos armamos hasta los dientes para lidiar con una quimera llamada PORVENIR, que nos acecha con un millón de ojos desde el futuro», dijo Carlos repantingado, con las manos cruzadas tras la nuca. Emilio le argumentó que era otra quimera vivir pegado al presente: «No digas tonterías, la previsión o la planificación está dentro de nuestro cerebro, es como un defecto de fábrica», teorizó este con la cabeza posada en el incómodo respaldo de la poltrona de padre Ubú. Carlos abrió una lata de Coca-cola, bebió un poco y se la ofreció a Emilio. «¡No son jilipolleces, filósofo de los cojones! —saltó Carlos con voz desafinada—. Nos adiestran para controlar el tiempo antes de que nazca, como si los días por venir fuesen ya cosa cierta, un patrimonio seguro, ¡qué estupidez!». Emilio silbó un chorro de aire mudo, giró la cabeza sobre el respaldo de la poltrona, harto de la ociosa disquisición de Carlos. «Creo que le estás dando un sesgo trascendente al simple hecho de que se nos ha acabado el chollo del teatro. Te veo muy jodido con el tema, supéralo».

      Emilio escrutaba el armazón de cables y poleas de la tramoya; contó sin finalidad las tablas horizontales del escenario, madera castigada por pasos firmes o dubitativos, o tan leves como los de un fantasma; por taconeos, danzas, mimos y ejercicios ensayados hasta el límite por la vehemencia de Carlitos Malavé, director de Buhofante. Desde el fondo del patio de butacas, a través de la puesta abierta, veía carteles de las películas de Pasolini y del teatro independiente Tabanque y le parecieron papeles rancios, de los primeros tiempos en la universidad. «¿Te acuerdas, Emilio? Al poco de ensayar en este teatro acariciaste la idea de abandonar la carrera y trasladarte a Madrid para dedicarte a la interpretación de verdad, ¿te acuerdas? —Malavé rio con amargura y continuó hablándole —: Te empapaste el método Stanislavki y acto seguido el de Grotowski». Emilio, con la mirada perdida en los mecanismos de la tramoya y la mata de pelo caída hacia atrás, tosió. «Y aquella pasión temporal me valdrá siempre Caaaaarloooos, especialmente el concepto de teatro pobre de Grotowski —arrugó la lata en su mano y se la lanzó a Malavé que la cogió al vuelo—. Todavía me gusta darle vueltas al planteamiento del teatro pobre. —Descendió de la poltrona, echó el culo hacia las butacas y se pegó un peo estentóreo. Luego, se aupó de nuevo en el sillón real—. Lo vivido en Buhofante ya forma parte de nuestro acervo y se reflejará más tarde o más temprano en nuestros actos, en nuestro modo de pensar, a veces de un modo latente, sin darnos cuenta». Carlitos lo había escuchado arrancándose pelos de las cejas, una de sus manías. «¿Y me acusas a mí de filosofar, so cabrón?», inquirió Malavé, liado con sus cejas. Durante un momento miró con una matiz retador a Emilio: «Pues sabes qué te digo, Heródoto de pacotilla, que mañana va a ir a la clase de Anatomía Patológica su puta madre. Prefiero dirigir a un grupo de teatro callejero que pasar la vida pasando consulta en un ambulatorio».

       Emilio descendió del asiento con mal pie y rodó sobre el escenario. Las carcajadas de Carlos resonaron en el teatro. «Te gusta exagerar, eres un profesional en eso, Carlitos. Llevas el drama en la sangre, no te lo discuto —se quejó del golpe en la cadera e hizo acopio de mala leche—. Me estoy acordando ahora de tus caídas en el campo de fútbol de los salesianos, montabas la de Dios por un porracillo de mierda…, ahí estaba el Malavé con la cara descompuesta, enroscado en el césped y los ojos casi fuera de sus órbitas; y a la postre el padre Lázaro te daba agua de la cantimplora y te pegaba una tirita en la rodilla y listo, al partido otra vez. Y tú salías al campo como si nada, entre aplausos, con ese brío heroico que tanto te molaba».

      Carlos saltó desde la poltrona de padre Ubú al entarimado. Abrió los brazos y con voz altisonante y ademan engolado tomó prestadas las palabras de Lope de Vega referidas a las musas y se las endilgó a un público imaginario: «más de ciento, en horas veinticuatro, pasaron de las musas al teatro». Se volvió con los brazos en cruz hacia Emilio y le dijo: «Todo tu cuerpo me grita que ya no amas la magia del teatro». Había resignación en las palabras de Carlos, una soledad limpia de clichés interpretativos a pesar de la teatralidad de sus palabras y de sus gestos. Se dirigieron en silencio a uno de los camerinos y recogieron sus mochilas. Emilio apagó el foco de la diabla y encendió la de la puerta de salida. «Es que me cuesta entender tus cambios, te lo digo en serio, Emilio. De un tiempo a esta parte, solo tienes ojos para este cacho de ánfora, aquel jeroglífico escrito a punzón o aquel túmulo, ¿qué grandeza ves en eso, comparada con la de poder multiplicarte en incontables personajes?». Emilio le habló de la salud mental de cambiar de forma de pensar y de sentir, de ejercitarse en cambiar de vez en cuando el mobiliario interior. Carlos desechó la abstracción de Emilio con un gesto despectivo de la mano y le dijo diabólicamente al oído: «No quieres disgustar a tu benefactor, ¿a que por ahí van los tiros?» El rostro de Emilio denotó crispación. Le replicó con un «¡Bah!» y apretó el paso por una de las aceras del puente de San Telmo. Le extrañaron las miradas largas, los cuchicheos, las risas ahogadas o explícitas de quienes se cruzaban con ellos en sentido contrario. ¡¿Qué miráis, coño?! , decía el ademán altivo de Emilio. Carlos se esforzó en mantener el paso de su amigo, lo retuvo del hombro al final del puente y le pidió disculpas. «Carlos, ¡me cago en diez! Me jode que lo metas a él. Y todo porque tu creación, Buhofante, se halla ido a la porra. Necesitas hacer pupa porque estás frustrado». Malavé repitió sus disculpas y le chocó la mano a la fuerza. «Cuento con ayuda económica, es cierto; pero nadie ha condicionado mi elección profesional, he podido elegir Bellas Artes o Biología. Al final me he decantado por la Historia Antigua, para hacerme arqueólogo, porque, al menos por el momento, es lo que más me llena. Ha sido una decisión muy pensada, autónoma y no compartida». Su compañero lo comprendió antes de que Emilio le contase nada, sabía cómo era Emilio. Quizás para enfriar los ánimos, le dijo: «Tampoco es malo necesariamente decidir influenciado, todos, queramos o no, estamos influenciados


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