Los mosaicos ocultos. Rafael Trujillo Navas
de acompañarlos a los baños. Fue la insistencia del profesor la que lo obligó a cancelar su visita a Santa Sofía, lo cual lo contrarió. Había recibido el flechazo desde que divisó por primera vez sus minaretes y el color rojizo de sus fachadas. Desde entonces, cuando había pisado Estambul no perdía la ocasión de visitarla como quien se reencuentra con su amante extranjera. Una vez dentro del Templo, tenía la costumbre de inundarse en la claridad difusa que penetraba por las altas ventanas; frotaba sus dedos índice y pulgar como si estuviese acariciando aquella luz sedosa, entre el naranja y el oro, oriunda de un sol ancestral. Cuando cumplía este ritual, a Emilio lo penetraba la sensación de haber palpado un pasado enclaustrado durante siglos entre aquellos muros. Para él existían otros santuarios, otros enclaves lo mismo de meritorios; pero a decir verdad, en ninguno de ellos había comulgado de una manera tan física con la Historia misma.
—El baño une. Los hombres relajados y desnudos somos más humildes y menos porfiados —le dijo Nazim a la entrada del hammam.
Y alguna razón llevaba, pensó Emilio, bajo la cúpula de la sala caliente, tumbado boca arriba sobre una losa de mármol. Se percató de cómo la toalla de listas rojas y blancas, la llamada futa, se iba aflojando gradualmente. De ponerse en pie y atravesar la sala, la futa resbalaría desde su caderas hasta sus talones y su polla dejaría de ser un secreto para Nazim y el profesor, sentados en una bancada hexagonal, clavados los codos sobre los muslos y las cabezas sudorosas entre las manos.
Pensó en Sergio, en Miriam de un modo desordenado hasta que sus evocaciones se fueron diluyendo como el vapor en lo alto de la cúpula, una cúpula calada de orificios en forma de estrella por los que caían los chorros de luz blanquecina sobre los cuerpos amansados por el vapor. Emilio se sobrepuso a la molicie, se ciñó la tela a la cintura y fue donde el catedrático y el profesor.
—Todo es más fácil en el hammam. Tu jefe fantaseó alguna vez con construirse un hammam, ¿no te lo ha contado? —dijo Nazim risueño.
Emilio se fijó en el charquito de sudor estancado entre los pechos y la barriga prominente de Nazim, en su cara de poros dilatados por el calor. En ese instante, este le pareció una copia desfigurada del Nazim real, el célebre catedrático de Arqueología de Ankara.
Cemal adoptaba con indolencia las posturas indicadas por el masajista. En la sala podía apreciarse el sigiloso trasiego de quienes se incorporaban e iban al encuentro del agua fría, y, el de aquellos otros que ingresaban con la impronta de la calle aún prendida en sus caras. El calor los aflojaba por dentro y por fuera y los impelía hacia algún sitio donde arrumbarse como morsas sobre las playas.
Nazim adelantó el torso de tetas colgantes y observó largamente a Emilio.
—Tu jefe delega en ti asuntos trascendentes por lo que veo. Te está pasando el testigo —se secó los sobacos y la nuca con la tela, indiferente a mostrarse desnudo, orondo, con los genitales refugiados entre las ingles—. Quiere que te lances a tu primer vuelo, como uno de esos pollos de halcón de Cemal.
Nazim confirmó la hora de la reunión, ¿después del baño, podría ser?, ¿mejor al día siguiente?, sondeó Emilio.
—Necesito tiempo; quiero releer el contrato aunque me fío de la opinión de Álvaro Uclés —expuso Emilio, mientras notaba en la espalda el roce áspero del guante del masajista.
—El coordinador ha estudiado el contrato y le parece correcto, salvo la cláusula referida a la subcontrata de maquinaria pesada, que según él debe ser aceptada por GIPH con carácter previo a la formalización de alguna de ellas —dijo Cemal con voz lastimera, derrotado por el masaje.
—Y estoy de acuerdo con el coordinador, aún así mi obligación es leerlo —repuso Emilio.
Nazim hizo stop con la mano al masajista destinado a amasarle sus carnes fofas. Asentía a Cemal y a Emilio con muecas de sus labios.
—Has traído el documento de apoderamiento para la firma, ¿en turco y en español como quedamos con el coordinador? —le preguntó Nazim.
Emilio consideró ociosa la pregunta del catedrático.
—Lo tienes aquí, Nazim, en tu casa. ¿No te acuerdas que te lo di en Ankara? —terció Cemal con expresión extraviada—. Uclés los ha mandando por SEUR.
—Cierto, tengo los papeles arriba.
El catedrático apuntó la frente hacia la arquería. En la piscina encontraron pocos bañistas. El contacto con el agua provocó los aspavientos y la respiración entrecortada de los tres. Los músculos habían recuperado en un tris el tono disipado en la sala caliente. El chapuzón duró unos minutos, un chapoteo inicial y unas brazadas infantiles en un rincón de la piscina. A ninguno de ellos le apeteció más reposo en el espacio de temperatura neutra. Nazim andaba justo de tiempo, debía acudir a una cita con un antropólogo de la Universidad de Heildelberg en el hotel de Marmara. Llegaría a la cita una media hora tarde o quizás más, les explicó mientras se hidrataban con zumo de granada en un bar cercano al hamman. Emilio lo vio alejarse bregando con su obesidad y su lujosa cartera de piel de cocodrilo, sin prisa alguna por tomar un taxi en dirección a Beyoğlu.
Emilio y Cemal, sin saber muy bien qué hacer antes de la reunión, optaron por acercarse al puerto y luego echar un vistazo en las librería de Istikal.
Los turistas formaban estoicas colas para embarcarse en uno de los ferris del Bósforo. Ellos anduvieron entre los puestos y entre las palomas color tormenta que picoteaban al pie de la Mezquita Nueva. Emilio compró dos mazorcas de maíz cocidas y le entregó una a Cemal. Tomaron asiento en las escalinatas de la mezquita, rodeados de un nubarrón de palomas. El ir y venir de los transbordadores, el gorjeo de los palomos más las expresiones extranjeras y turcas producían un rumor promiscuo, ni europeo ni oriental, interpretó Emilio. Cemal, mascando maíz abarcó con su mirada el estuario, el nervioso hormigueo humano bajo el Puente Gálata.
—Ya lo hemos hablado otras veces, la identidad de Estambul es todas y ninguna, por eso es Estambul.
A Emilio no le extrañó la opinión de Cemal, proclive con frecuencia a las síntesis atinadas. Era una de sus imposturas cuando finalizaba una investigación, despachar con un par de frases el devenir de una civilización entera. Emilio miró con reconocimiento la fisonomía de frente amplia y mandíbulas estrechas de Cemal. En realidad, este había sido su tutor en Arqueología del Oriente Medio. Nazim lo había recibido en Ankara y en Estambul para su formación de posgrado. Solía evaluar someramente su avance y de paso enmendarle la plana a Cemal, sin fundamento en ocasiones, por el solo hecho de afirmar su posición de catedrático ante un mero profesor de su departamento. Los meses que Emilio estuvo bajo la tutela de Cemal habían sido los más fructíferos de su estancia en el extranjero. Emilio había confesado públicamente que sin las aportaciones de Cemal aún estaría pringado con la tesis. En compensación y porque consideraba a Cemal un referente seguro en Arqueología, Emilio le facilitaba la difusión de cuantas comunicaciones científicas y participaciones en eventos institucionales o empresariales le eran posibles en España. El nombre de Cemal Yüzbashyan aparecía en no pocas publicaciones realizadas por GIPH.
—¿Sigues tomando cerveza a orillas del Guadalquivir?
Emilio se dejó coger del brazo por Cemal.
—Ya conoces aquello, la ciudad que tú has bautizado como «¡La segunda Estambul!» ¿Recuerdas la curda de la última vez que estuviste allí?
—¿Cómo pude beber tanta cerveza en tan pocas horas?
Emilio le dijo entre risas:
—Dabas barquinazos de una acera a otra, joder.
—Es automático, cuando estoy en Sevilla recuerdo Estambul y viceversa.
La brisa del Cuerno de Oro desviaba la humareda y la peste a caballa de las barcazas a los bajos del puente. Cemal olisqueó la manga de su chaqueta. Según este, los bocadillos de caballa a la plancha era una tradición inventada para el turista, como la rehabilitaciones dudosas de callejuelas, fachadas, iglesias o construcciones de la Edad Media en Europa. A pesar del panegírico de Cemal, Emilio se empeñó en comer en uno