Como en una canción de amor. Maurene Goo
era lo que pensaba cuando tenía apenas doce años.
De repente, comencé a tener sueño otra vez, y mi cabeza se sentía más confundida que antes. Los miré a los dos, que esperaban a que yo hiciera o dijera algo.
La noche era joven.
Y yo tenía hambre.
Capítulo diez
JACK
Los ojos de Fern fueron desde el rostro cincelado del bajista, por encima de sus mangas arremangadas de su camisa negra, bajaron por sus pantalones Oxford también negros. El tipo se veía bien, entendido. Si quería quedarse allí y pasar el rato con él, yo no tendría ningún problema.
Supongo.
Maldición. Seguía convencido de que estaba borracha, y no estaba seguro de que aquel tipo fuera alguien de confiar.
Me preguntaba qué podía hacer con este molesto instinto gallardo, y tampoco sabía si a Fern le agradaría, pero luego ella me miró a mí, como consultándome. Algo esa acción sutil, ese diminuto gesto, me atrapó.
–Claro, pero ¿puede venir mi amigo Jack también? –le preguntó al bajista.
El tipo apenas me miro.
–Supongo…
Bien, gracias, amigo. Te agradezco la emoción.
Nos condujo hasta donde estaba un grupo de personas sentadas en bancos esparcidos alrededor de una mesa baja cubierta de bebidas.
–Vamos, muchachos, hagamos algo de lugar para…
El bajista miró a Fern.
–Fern. ¡Y Jack! –dijo Fern, con una mano en mi hombro. Me palmeó fuerte. Demasiado fuerte.
Todas aquellas personas de etnias, edades y géneros diferentes asintieron con las cabezas a modo de saludo. Era el saludo distante de los hípsters de Hong Kong.
Fern se desplomó en uno de los banquillos y me acercó uno para que me sentara junto a ella. El bajista se sentó del otro lado y le hizo señas a un mesero para que se acercara.
–Yo tomaré un gin tonic –dijo, con su voz toda autoritaria y suave a la vez. Luego, miró a Fern con una sonrisa–. ¿Tú qué quieres, cariño?
Tranquilo, Rhett Butler.
–Una hamburguesa –dijo ella de inmediato, y apoyó ambas manos sobre sus muslos.
Él no pudo evitar largar una risotada.
–¿Y qué vas a beber?
Ah, no. Golpeé el suelo con el zapato. No quería tomar decisiones por ella, pero otra bebida no parecía una buena idea. Quería irme de este bar, lejos de este nido de serpientes pretenciosas.
Fern seguía leyendo el menú con atención y miraba todas las fotos de comida.
–No venden hamburguesas aquí.
El mesero le dedicó una falsa sonrisa debajo de su bigote.
–No tenemos hamburguesas, no. Solo snacks y postres.
–Postre. Ah, eso sí que es música para mis oídos.
Bajé la vista para evitar reírme. Sus palabras y frases a la antigua siempre aparecían en los momentos menos esperados.
Luego de una nueva revisada al menú, Fern se dirigió de nuevo al mesero.
–Ordenaré el sundae, por favor.
El señor McJazz revoleó los ojos y levantó el mentón para indicarle al mesero que podía retirarse.
Los músicos sí que eran los peores.
Se puso a hablar con Fern, y yo aproveché para mirar mi teléfono. Charlie me estaba escribiendo y me preguntaba por nuestro encuentro.
Ah… Eso. Creo que conocí a una muchacha y ahora está por comer helado.
La respuesta de Charlie llegó de inmediato.
¿Qué?
Y luego:
¿Por qué está comiendo helado? Olvídalo. Olvídate de que existo y disfruta tu noche, hermano.
Nadie se entusiasmaba más con estas cosas que Charlie. Le gustaba ser el mujeriego, pero estaba bastante seguro de que era un romántico por dentro. Volví a meter el teléfono en el bolsillo y miré a Fern y al muchacho otra vez. Él le estaba hablando al oído.
Ni que hubiese tanto ruido aquí, amigo.
El sundae llegó y Fern se lo devoró como si no hubiese probado bocado en días. O semanas.
–Guau –dije–. Ahora se te congelará el cerebro.
Hizo una pausa para mirarme antes de fruncir la frente, señal inequívoca de que yo no había mentido.
–Auch –se tocó la frente y hasta se sacó la gorra en un gesto instintivo. No estaba bien reírse de su sufrimiento, pero no pude evitarlo. Ella también comenzó a reírse. Le había quedado crema batida en el mentón.
Al parecer al señor McJazz no le agradó mucho ese momento entre su conquista y yo y se le acercó nuevamente, con la mejilla rozando la suya.
–Eso se ve bien. ¿Puedo probar un poco?
Dios bendiga a Fern, porque le pasó una cuchara.
–¿Por qué no?
Él miró la cuchara por un segundo.
–¿Y si tú me das?
Qué asco. Me tensé, mi paciencia ya se estaba acabando.
Fern largó un eructo en lugar de una respuesta, y él se echó para atrás.
No pude evitar la carcajada, y luego me puse de pie.
–Después de esto, creo que necesitamos salir de aquí.
Ella se puso de pie para seguirme.
–Está bien. ¡Adiós! –saludó a todos con un movimiento de la mano. McJazz también se puso de pie y la tomó del brazo. Dios mío. ¿Iba a tener que pelear con ese grandulón?
–¿Por qué dejas que este tipo te arrastre consigo? –le preguntó mientras me lanzaba una mirada aniquiladora–. ¿Es tu hermano o algo?
Fern le miró la mano y se liberó de su garra. Tuvo que hacer fuerza. Lo golpeó en la mano para que se le alejara.
–No, no es mi hermano. Y tú necesitas calmarte. Eres bastante viejo para mí.
Muy bien, ahora esto ya estaba pasando de gracioso a cosa seria.
–Fern –le dije, tomándola del brazo, pero luego retiré mi mano.
Ella dio media vuelta y me golpeó en el medio del pecho. Duro.
–¿Jack? Tú eres lindo, pero necesitas relajarte.
¿Yo era lindo?
Luego golpeó a McJazz en la pantorrilla, aunque no con mucha fuerza.
–Y tú necesitas dejar de arrastrarte.
Maldición. La expresión en el rostro de McJazz no tuvo precio. Pero la diversión duró poco. Cuando volví a ver a Fern, estaba de pie, intentando conservar el equilibro e intentando alcanzar una de las mariposas que colgaban del techo.
¡Nooooo!
Atrapó una, que se salió de su cuerda, y fue como si alguien hubiese apagado la vida del bar. Todo se quedó en silencio.
Mierda.