En sueños te susurraré. Antonio Cortés Rodríguez

En sueños te susurraré - Antonio Cortés Rodríguez


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ramas que en lugar de trenzarse con las contiguas se lanzaban hacia el exterior, hacia el lugar en el que él se encontraba; dos quedaban casi a ras del suelo y las otras dos apuntaban hacia las caderas del desconcertado visitante. Según avanzaban, las ramas iban engrosándose y disponiéndose en paralelo entre sí. Mientras, otras pequeñas ramas brotaban también del nido y se iban colocando perpendicularmente entre las dos ramas paralelas del suelo a modo de travesaños de una improvisada pasarela de madera. Algunas lianas surgieron de la plataforma y fueron recorriendo la armazón y sus ensambladuras para asegurarlas. En pocos segundos un robusto puente apareció ante los atónitos ojos de Anselmo. Con la boca aún abierta se giró hacia Calisté, que se divertía con la escena. Ella empezó a aproximarse mientras bromeaba.

      –Si es el Pabellón de los Tejedores es normal que también sepan tejer un puente, ¿no?

      Cuando la acompañante estuvo a su altura, posó la mano izquierda sobre la espalda de Anselmo, invitándolo a avanzar con ella. Colocaron un pie sobre la pasarela. Era sólida y resistente. El hombre se afianzó agarrándose al pasamanos antes de adelantar el otro pie sobre el siguiente madero. Luego ya no hizo falta dar más pasos porque toda la estructura del puente empezó a moverse regresando hacia el nido. Antes de alcanzarlo, las cuatro robustas vigas y los travesaños que las unían iban reduciendo su volumen y flexibilizándose hasta convertirse en minúsculos látigos que desaparecían entremezclados en la espesura vegetal. Anselmo y Calisté quedaron suavemente depositados sobre el terreno próximo al nido. Él se dio la vuelta para volver a mirar el foso, ya desde el otro lado. Seguía sobrecogido por el inesperado modo que les había permitido cruzar. Ella observaba con mucha atención la impronta emocional que había dejado la experiencia en su semblante.

      –Anselmo, estás impresionado, ¿eh? –Sin esperar respuesta del enmudecido visitante, prosiguió–. Claro, en realidad sobrecoge. Supongo que te habrás dado cuenta de que para que esto haya sucedido han tenido que concurrir dos factores, uno externo y otro interno. El externo es la asombrosa capacidad que tiene esta materia vegetal de modificarse hasta dar forma a lo que haga falta. En este caso, ha sido un puente, pero podría haber sido cualquier otra cosa necesaria. Y el factor interno es tu inexplorada capacidad de generar deseos sinceros…

      –¡Deseos que siempre se cumplen si coinciden con los propósitos que tiene la Inteligencia Suprema para ti! –exclamó una dulce voz femenina que sonaba lozana y dotada de la ternura del terciopelo.

      Inmediatamente Anselmo se giró a la derecha, hacia el lugar del que procedía la voz, y vio a Gea. Su cuerpo era el de una hermosa joven de piel tersa como el marfil, aún más alta que Calisté. Su blusa verde de fino tul quedaba abotonada con un gran broche metálico circular y cubría solo sus exuberantes senos, dejando al descubierto un abultado vientre gestante en cuyo interior se percibía un perpetuo movimiento. Sus ojos, de un intenso azul claro, resaltaban en el centro de una maraña vegetal que surgía de su cabeza: porque, en lugar de largos cabellos que caían sobre los hombros, de la cabeza de Gea también brotaba un sinfín de ramitas que aumentaban y disminuían de tamaño, lo cual modificaba continuamente su aspecto. Sobre ellas a veces se posaban las mariposas multicolores que revoloteaban alrededor.

      –Salud, Gea –exclamó Calisté dirigiendo su mano derecha hacia la diosa y haciendo una ligera inclinación reverencial–. Te presento a Anselmo. Ha llegado de la Tierra hace poco.

      –Salud, A-60X47H –dijo Gea mirando hacia Calisté y luego dirigiéndose hacia el visitante–. Y bienvenido, Anselmo.

      –Recuerda que puedes llamarme Calisté, por favor –añadió ella.

      –Ven aquí conmigo, hijo –dijo Gea mientras con sus brazos abiertos atraía a Anselmo. Él se aproximó y se dejó estrechar en un suave abrazo contra el tierno y palpitante vientre, en el que escuchó, amplificado por las corrientes amnióticas, el sonido de un único latido. Sintió ganas de llorar y no lo evitó.

      Un dedo de Gea acarició la lágrima derramada sobre el rostro de aquel hombre que parecía haber vuelto a su infancia y después de enjugarla le mesó los cabellos, como lo haría una madre con su hijo para calmarlo o expresarle su tierno afecto. A él se le erizó el vello de puro placer. Se rebulló entre sus brazos para sentirse aún más estrechado, sintiendo que le estaba arrebatando esos momentos a la eternidad. Después ambos empezaron a separarse, lentamente, hasta quedar a una distancia suficiente como para mirarse a los ojos. Simplemente para mirarse porque no era necesario decir nada. Calisté aguardó a que dejaran de abrazarse para intervenir.

      –Siempre me conmueve ver tu abrazo, Gea. Yo también llego a sentirlo… Ahora, si te parece, te agradecería que te hicieras cargo de mi acompañado.

      –De mil amores –dijo la guardiana, sin dejar de mirar dulcemente a Anselmo–. Acompañadme.

      Se encaminaron los tres hacia la pared enmarañada de ramas y hojas. Ninguna puerta quedaba a la vista. Por encima de la estructura únicamente sobresalía una gran te mayúscula, el emblema del pabellón; la letra estaba formada por ramas. Anselmo se preguntaba por dónde entrarían en el edificio. Suponía que tal vez se descruzarían las ramas para permitirlo. Así sucedió. En la pared del nido se abrió un hueco suficiente como para que lo traspasaran holgadamente los tres e inmediatamente después volvió a trenzarse el tejido para recuperar la estructura previa.

      La planta del edificio tenía una forma anular que a Anselmo le hizo recordar las roscas que su madre freía cuando él era un niño. Una agradable luz cenital que atravesaba la gran claraboya central inundaba el espacio. Otros pequeños rayos adicionales se iban filtrando desde la sección del techo que cubría el anillo, pero su ubicación iba cambiando según se iban aflojando o tupiendo los nudos vegetales que coronaban la inmensa estancia. Un delicado aroma a musgo y frutos silvestres contribuía a dotar al ambiente de un carácter realmente acogedor. Mientras caminaban, Gea empezó a explicarle al visitante la función del pabellón.

      –Anselmo, aquí ayudamos a que cada ser humano pueda cumplir su propósito esencial, su programa de vida. ¿Sabes de qué te hablo?

      –Agradecería más detalles, si no te importa –reconoció él con cierta pesadumbre por su ignorancia.

      –De mil amores, hijo. No te menosprecies que no es nada malo pedir explicaciones cuando hacen falta. Verás, cada ser humano que baja a la Tierra lo hace con un propósito, digamos que con un plan o programa. Eso es lo que quiere experimentar en su vida y para ello elige unas determinadas condiciones de tiempo y lugar. –Gea se detuvo unos instantes pensativa y luego miró a Calisté–. ¿No habéis estado aún en el Pabellón de los Visionarios?

      –Pues no, prefiero seguir el orden dextrógiro –justificó la acompañante.

      –Muy bien –retomó Gea–. Lo preguntaba, Anselmo, porque seguro que allí te contarán mucho mejor esto, pero yo ahora te daré un avance para que puedas entenderme bien. ¿Has ido alguna vez a algún desfile o procesión?

      –¿Procesión? ¡Pues claro! ¡Buenas procesiones celebramos en Aldea Moret cada cuatro de diciembre en honor de Santa Bárbara!

      –Pues imagínate que un tres de diciembre estás tranquilamente en tu casa y piensas que tienes ganas de salir de allí y hacer algo distinto. Entonces te surge la idea de ir al día siguiente a esa procesión de Santa Bárbara…

      –Me lo imagino, sí. ¡Vaya que si me lo imagino!

      –Perfecto. Entonces ir a la procesión se convierte en tu propósito fundamental para ese día. A lo largo de él pueden suceder otras cosas pero muy pocas son importantes, en el sentido de que muy pocas de ellas podrán afectar al éxito o fracaso de tu propósito.

      –No sé si entiendo bien –Anselmo reclamaba más esclarecimiento.

      –Sí, a ver si consigo que me entiendas –Gea aceptó la necesidad de explayarse–. Imagina que has quedado con un amigo a las nueve de la mañana de un cuatro de diciembre para ir a ver esa procesión. Digamos, por poner una hora y un lugar, que empieza a las once en un lugar a tres kilómetros de tu casa. ¿Lo tienes?

      –Sí, claro. Puedes proseguir.

      –Bien.


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