Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul
—¿Yo enamorada? Pero ¿de quién se puede saber? —contestó Hortense desafiante.
—Vamos, vamos, Hortense, si eso se ve desde lejos. Tú estás enamorada de Paul.
—¿Se nota mucho? —preguntó Hortense renunciando ya a la comedia.
—Yo sí lo he notado —le contestó su hermana.
—¿Y tú crees que Paul también está enamorado de mí? —se apresuró a preguntar.
—La verdad es que te mira mucho, pero es tan reservado que es difícil saber —dijo Joanna con prudencia, pero su respuesta puso a Hortense sobre ascuas.
—Ah, ¡qué desgracia! ¡Imagínate si no me quiere! No sé lo que sería de mí —dijo desesperada.
—Cálmate, Hortense, seguramente todo terminará bien, pero tienes que darle tiempo. De todas formas, te aseguro que si un día Paul y tú os casáis, Mamá y Argento serán las madres más felices del mundo.
—¿Tú crees? —preguntó Hortense agarrándose a este rayo de esperanza.
Habían apagado su lámpara y a través de las cortinas la luz de la luna inundaba el centro de la habitación, cuando de pronto Joanna se sentó sobre la cama y despertó a Hortense.
—¡Tengo que contarte algo! —le dijo con urgencia.
Hortense se incorporó en la cama sorprendida,
— ¡No podrás adivinar lo que me está pasando! —empezó diciendo Joanna, por una vez, nerviosa y agitada—. Hay un joven que ha venido a pedir mi mano a papá.
—¿Cómo? ¿Quién? ¿Cuándo? —Hortense no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Te acuerdas de aquel joven griego, muy apuesto, que conocimos por casualidad en la oficina de padre hace unos meses?
—¡Cómo no me voy a acordar si cada vez que vamos de paseo o a misa nos sigue de lejos y a veces se acerca y no deja de mirarte! Ya te he dicho yo que tu admirador iba en serio y tú no quisiste escucharme —le recordó Hortense—. Pero, cuéntame, ¿qué ha pasado? —le preguntó impaciente e intrigada.
—Ayer, precisamente, padre no fue a misa con nosotros con el pretexto de que esperaba una visita importante. Pues a la vuelta, la criada María me dijo que Constantino Orlando había estado aquí.
—¿Y cómo sabes su nombre? —preguntó Hortense sorprendida.
—No se lo he dicho a nadie, pero acabo de recibir una carta suya que la criada me ha entregado en secreto…
Ávida por saber el resto de la historia, Hortense preguntó:
—Entonces, ¿cuál ha sido la respuesta de padre?
—Pues no lo sé, pero se les vio discutir y se oyeron voces. Supongo que todo ha terminado —concluyó Joanna desconsolada.
—No irás a decirme que antes de intercambiar una sola palabra ya te has enamorado de él.
—¡Pero tú no sabes la carta de amor que me ha escrito! —respondió Joanna, otra vez al borde de las lágrimas. Encendió la lámpara y le tendió la carta para que la leyera.
A medida que la iba leyendo, no podía evitar exclamar en francés:
—Oh, la, la! Mon Dieu…! —Al terminar por fin la lectura, Hortense, exhausta por tanta emoción, se apoyó en las almohadas de su cama y permaneció sentada así cierto tiempo, reflexionando—. Esto va más en serio de lo que yo pensaba y hay que encontrar una solución, cueste lo que cueste.
Hortense volvió a consolar a Joanna besándola en la frente, y finalmente ambas se quedaron dormidas abrazadas la una a la otra.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, el ojo perspicaz de Concetta detectó algo extraño en sus hijas.
—Tenéis mala cara, tanto la una como la otra. ¿Qué os pasa, hijas?
Efectivamente, las dos tenían los ojos hinchados y habían perdido su aspecto sano y sonrosado. En aquel preciso momento, Giuseppe, el padre, irrumpió en el comedor:
—¿Dónde… pero dónde estará mi pipa? —decía mientras la buscaba frenéticamente por todas partes.
—Pero si la tienes en la boca, querido…
Todos estallaron de risa. Esto le pasaba tan a menudo que la historia de la pipa perdida ha sido contada hasta hoy, de generación en generación. En aquella ocasión el incidente de la pipa había ayudado a relajar la tensión. Cuando el padre se hubo marchado al trabajo, Concetta volvió de nuevo la mirada sobre sus hijas y dijo con una sonrisa maternal:
—Ahora creo que tenéis que contarme muchas cosas…
Los Infante tenían un espíritu sorprendentemente abierto y Concetta, como en otras ocasiones, supo crear confianza entre sus hijas y ella, y poder saber así el motivo de aflicción para intentar encontrar un remedio. Escuchó a cada una con atención y comprensión, logró calmarlas y terminó prometiéndoles su ayuda. Mientras tanto, ellas tenían que seguir con sus ocupaciones y tener paciencia…
Concetta no tardó en encontrar un momento tranquilo para hablar con su marido.
—Giuseppe, querido, el tiempo ha pasado tan rápido que ninguno de los dos nos hemos dado cuenta de que ya va siendo hora de que empecemos a pensar en el futuro de nuestras hijas. Han terminado sus estudios y son ya dos jovencitas hechas y derechas… —empezó diciendo, pero fue bruscamente interrumpida.
—Ya sé sobre qué quieres hablarme. ¡De ese joven griego tan creído que vino el otro día a pedirme la mano de Joanna!
—¿Tienes algo contra él? —le preguntó Concetta intentando parecer indiferente.
—Aparte de que es demasiado joven y algo impertinente, sus negocios no van bien. Tiene un taller de reparación de barcos que él mismo ha puesto en pie, aunque no tiene bastante capital para equiparlo con todas las máquinas modernas necesarias. Además, ya sabes cómo son nuestros amigos los griegos. Simpáticos y divertidos, pero todos van en busca de una dote. ¡Y yo no estoy dispuesto a vender a mi hija a nadie! —terminó diciendo Giuseppe en una inhabitual subida de cólera.
Concetta sabía que no debía proseguir sin antes calmarle.
—Tienes toda la razón, querido. Además, no tenemos ningún motivo para querer librarnos de nuestras hijas, que son dos joyas. Las echaremos de menos el día que se casen, porque tendrán que casarse tarde o temprano, lo sabemos. —Concetta se volvió soñadora.
—¿Te acuerdas cuando nos vimos por primera vez paseando en el parque de Senglia? Aquello pertenece a otra época y a otro mundo, pero fue maravilloso. Aunque nuestras familias estaban pasando malos momentos, nosotros casi no nos dábamos cuenta, tan inmenso era nuestro amor. ¿Te acuerdas de mi tía Violeta, que me acompañaba a todas partes y no me apartaba de su vista ni un minuto? ¡Cómo nos organizábamos para poder escapar de su vigilancia siquiera cinco minutos y hablar sin que nos oyeran! Afortunadamente, nuestros padres no pusieron obstáculos a nuestra unión…
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