Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul

Los últimos hijos de Constantinopla - Vivian Idreos Ellul


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siempre dispuesta a complacerla, intentaba durante algún tiempo reducir sus gastos.

      Paolo había hecho el esfuerzo de acudir a la recepción para celebrar el éxito de su larga carrera profesional. A pesar de sus muchos años, estaba recibiendo a todos los invitados, tan alto, delgado y erguido como antaño, con sus ojos grandes y expresivos, su bigote bien perfilado, aunque con un pelo gris y unas manos que traicionaban un ligero temblor. Su hijo Antonio, de 59 años, estaba a su lado y parecía un retrato exacto y fiel del padre, con el mismo rostro clásico y elegancia en el porte.

      Detrás de ellos se encontraba la tercera generación, cuatro jóvenes altos, hechos y derechos, y con un gran parecido familiar. Paul, el mayor, tenía ya 19 años, Bernardino 16, Eugène 14 y Alexis 10. Paul era ya por entonces la mano derecha de su padre y el gran orgullo del abuelo Paolo. Aunque ellos veían un futuro ensombrecido, Paul les inspiraba confianza y consuelo en su lucha diaria. Poseía una gran prestancia personal y un atractivo especial. Era serio, respetuoso y altruista, y ahora que estaba dando sus primeros pasos como profesional en la empresa familiar, prometía ser un digno heredero de los negocios de los Ellul y buen administrador de la gran fortuna familiar ganada a pulso. Orgulloso de su familia, siempre se sacrificaba para paliar los malos tragos que a veces le tocaba padecer, sobre todo, por culpa del indiferente y mimado Bernardino, que se resistía a seguir el ejemplo de los Ellul como trabajadores incansables y serios. Paul, con su inmensa paciencia, pasaba horas razonando con Bernardino, pero sin gran resultado. Su hermano no quería estudiar ni trabajar.

      Paul estaba pensando en estos problemas precisamente en el mismo momento en que Hortense pasaba delante. Viéndole tan alto y atractivo, ella no pudo resistir acercarse a él. Y desarmándole con una de sus más irresistibles sonrisas le dijo:

      —Ya veo que no te acuerdas de mí, o no me has reconocido. —Dicho esto, y muy coqueta, hizo una pirueta rápida para exhibir la falda de su nuevo vestido, que se abrió como una campana.

      Paul ya estaba familiarizado con los comentarios picantes y provocadores de su vieja amiga de la infancia. Por primera vez se dio cuenta de que, a pesar de haberla visto muy a menudo, casi nunca habían hablado solos, ya que los varones siempre se reunían en un grupo aparte, dejando solas a Joanna y a Hortense. También por primera vez algo dentro de él le estaba diciendo que Hortense había cambiado y que ya no era una niña traviesa y revoltosa, sino una joven con cierta gracia.

      Mientras ella seguía con sus comentarios provocadores, él, medio mareado y molesto, casi no encontraba palabras para contestarle. Se sintió ruborizado y tartamudeó levemente. Ella, con su habitual vivacidad y rapidez, se había alejado y estaba saludando a un grupo de amistades antes de que él hubiera podido recuperarse. No sabía lo que le había pasado y se sentía enojado consigo mismo por no haber podido reaccionar a tiempo y con un mínimo de cortesía. Tosió ligeramente para asegurarse de que no había perdido la voz y de que no volvería a atragantarse.

      Hortense se había dado cuenta del extraordinario efecto que había producido en Paul y se sentía, curiosamente, satisfecha. Mientras, iba saludando a los invitados, intrigada por el nuevo giro que parecía haber tomado su casi inexistente relación con el joven Paul. Ya hacía algunos años que su interés por el sexo opuesto se había despertado. Eran cosas de las que no se atrevía a hablar, excepto con su hermana Joanna. Las dos encontraban momentos para estar solas e intercambiar impresiones sobre aquel mundo tan desconocido. Leían muchas novelas románticas que Argento prestaba a Concetta. Esta última no era muy dada a la lectura, y eran sus hijas las que devoraban cada página de aquellos libros. La lectura les servía de escuela para la vida en un tiempo y en una sociedad en los que no había otras fuentes de información.

      Fue una recepción con todo lujo de detalles, organizada por la mano maestra de Argento, quien había conocido muchos y variados acontecimientos parecidos durante su juventud. Ella se movía entre los invitados como una perfecta anfitriona, luciendo un vaporoso vestido azul medianoche con un collar, pendientes y pulsera de diamantes que Antonio acababa de regalarle. Era la estrella de la noche. De lejos, sus suegros seguían con admiración cada uno de sus movimientos, aunque no podían evitar sentir, inexplicablemente, cierta tristeza.

       Paolo ya no salió de su casa. Pocos días después comenzó a sentirse indispuesto. El médico de la familia dictaminó que estaba aquejado de una dolencia cardiaca. A pesar de su grave estado, Paolo se reía del doctor.

      —¡Como si él supiera verdaderamente por qué estoy enfermo! Ya son muchos años, hijo mío —le decía a Antonio mientras le apretaba la mano e intentaba sofocar las lágrimas que le caían. Reunidos alrededor de la cama del anciano, todos lloraban en silencio, excepto María, la abuela. Ella solo protestaba:

      —¡Parece que queréis enterrar vivo al abuelo! No quiero más lágrimas ni más tristeza. Vuestro abuelo —añadía—, necesita vuestra alegría para recuperarse.

      Aun en estas tristes circunstancias, no perdía su compostura y su sangre fría. Pero nadie lograba arrancarla del lado de su marido, el compañero con el que había sufrido y gozado tantos años.

      Por aquellas fechas ocurrió algo extraño y totalmente inesperado. Ya había comenzado el otoño y el viento del norte empezaba a soplar trayendo lluvia y mal tiempo. Era una noche en que aullaban los perros en las calles desiertas, cuando se oyó un ruido que procedía del exterior. Era como el llanto de una criatura desconsolada que cada vez iba haciéndose más fuerte y que luego desaparecía. Antonio se había despertado y bajó para abrir la puerta y averiguar la procedencia del ruido. Últimamente el abuelo estaba un poco mejor, y aquella noche tampoco él conseguía dormir. Encontró a su hijo delante de la puerta, atraído por el extraño ruido. Antonio abrió y algo que había estado apoyado contra la puerta cayó a sus pies. La luz de la lámpara que llevaba reveló un cuerpo envuelto en una capa negra y sucia, y una capucha que ocultaba la cara vuelta hacia el suelo.

      El lamento había cesado y la persona bajo la capa ni siquiera se atrevía a respirar. Antonio y Paul se habían quedado atónitos. De pronto, reaccionando, Antonio se agachó para levantar aquel cuerpo inerte. Llamó enseguida a los criados.

      Era una joven con la cara y las ropas cubiertas de sangre. Estaba casi inconsciente, pero comenzó a recuperarse mientras la colocaban en una silla y empezaron a limpiar sus heridas. Había corrido la alarma por toda la casa y ahora la familia al completo se encontraba alrededor de la joven. El abuelo, ya muy débil y afectado por el extraño suceso, había insistido en sentarse frente a la misteriosa muchacha.

      —Hay que llamar a la policía —propuso uno de los nietos.

      —¡No! —contestó el abuelo—. Corren tiempos peligrosos. Primero tenemos que descubrir su identidad y al autor de su desgracia. ¿Cómo te llamas? —le preguntó.

      La joven estaba recuperándose, pero todavía no le salían las palabras. Esperaron en silencio, hasta que una voz temblorosa y apenas perceptible, contestó:

       —Eugénie.

      —Vamos a ayudarte, Eugénie, pero tú tienes que decirnos quién te ha atacado —dijo el abuelo con una voz casi tan temblorosa como la de Eugénie.

      Ella empezó a llorar. Quería decir algo, pero se atragantaba con sus lágrimas. Argento le dio tila e intentó calmarla. Por fin dijo:

      —Me ha pegado mi padre. Él no sabe lo que hace… bebe… —Y empezó a llorar con más fuerza que antes.

      Paolo se puso en pie con no poca dificultad. Sus ojos brillaban con las lágrimas. Y dijo despacio, como si estuviera dictando su última voluntad:

      —Vamos a adoptar a Eugénie. María, Eugénie será la hija que nunca hemos tenido.

      Todos temblaban de emoción. De pronto, la joven había cesado su llanto y les miraba con sus grandes ojos inocentes, llenos de sorpresa.

      —Ustedes no conocen a mi padre. No les dejará sin que le paguen mucho dinero —dijo Eugénie desesperada, volviendo a la realidad.

      —Entonces te adoptaremos según la ley y le pagaremos lo que nos pida.

      Zanjado así el problema, el anciano,


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