Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul
Transcurrieron unas semanas en las que Hortense se mostraba inconsolable. Lo hacía todo como antes, pero maquinalmente, absorta en sus pensamientos. Mientras tanto, los Infante pedían orientación a la maestra de Hortense, quien les ofreció un buen consejo:
—Su hija Hortense es una joven muy precoz y madura. Sabe lo que quiere y hay que dejarla estudiar lo que realmente le gusta. No es una niña que pierda el tiempo y logrará todo lo que se proponga. Tiene una voluntad de hierro —opinó la hermana de Saint Benoit, quien conocía a Hortense desde los siete años.
Los Infante empezaron a buscar entonces una buena escuela de diseño y costura. Eligieron una francesa, en el barrio de Usküdar, que gozaba de cierta fama. No se encontraba cercana a la casa, pero Hortense tenía su propia doncella, quien antes ya había sido su aya, y que ahora le servía también de carabina. El día en que por fin sus padres le dieron la buena noticia, Hortense recuperó su alegría de antaño y comenzó una nueva vida. Así, mientras Joanna seguía con la rutina de la escuela, Hortense se desplazaba cada día en coche de caballo a su academia de diseño, corte y confección.
Los primeros días resultaron duros, para Hortense, que nunca había encontrado obstáculos en su camino. Casi todas las alumnas eran de origen humilde y la miraban con cierta envidia y recelo. Madame Olivier, la directora, tampoco estaba segura de querer tener entre sus alumnas a una joven de familia rica que podría resultar caprichosa y crear mal ambiente entre el alumnado. Pero con su tacto, respeto y gentileza, Hortense mostró poco a poco que era todo lo contrario. Escuchaba con la máxima atención y hacía exactamente todo lo que le decía Madame Olivier, y además lo realizaba con esmero y a la perfección. Aprendía con una facilidad asombrosa y tenía unas manos de hada. No tardó mucho tiempo en ganarse la admiración de su maestra, quien nunca había tenido una alumna tan prometedora y aplicada. Poco a poco también supo vencer la desconfianza de sus compañeras, pues siempre estaba dispuesta a ayudarlas a mejorar y, finalmente, a lograr los mismos resultados que ella. Madame Olivier apenas podía creerlo. Desde que Hortense había llegado, sus clases eran más amenas y todas trabajaban como abejas en una colmena. Estaban tan entregadas a su trabajo que apenas hablaban entre ellas, excepto para hacer algún comentario relevante o una recomendación. Hortense había encontrado su ambiente y estaba feliz.
Los cursos de la academia duraban cuatro años. La mayoría de las alumnas seguían solamente los dos primeros años, lo que les daba una base práctica bastante sólida para ofrecer sus servicios a las grandes modistas. Los dos últimos años se dedicaban al diseño y la innovación. Hortense esperaba con ansia llegar a esa etapa, que era la que verdaderamente le interesaba. La joven había heredado una parte de la maestría de los Infante como constructores, solo que, en su caso, en lugar de diseñar y construir barcos, ella quería diseñar moda. Tenía un ojo que medía a distancia, que captaba el arte de la costura, y que imaginaba lo que iba mejor para cada cuerpo y para cada ocasión, un talento que la acompañaría el resto de su vida.
Cuando por fin comenzó a diseñar sus propios modelos, dio rienda suelta a su desbordante imaginación y dejó sorprendida a la propia Madame Olivier. Bastaba con que le diese un retal para que ella hiciese el uso más acertado y el diseño más elegante. Al tener la habilidad de diseñar sus propios vestidos, era la envidia de todas sus amigas. Tampoco le faltaban modelos voluntarias para ensayar todas las ideas que iban surgiendo. Hacía poco que las dos hermanas de Concetta, Nata y Notsi, habían llegado a Constantinopla. Nata, que era comadrona, estaba casada y no tenía hijos. Y Notsi tenía un hijo llamado Zacarías y tres hijas: Violeta, Antoinette y Catherine, cada una más dispuesta que la otra a que su prima Hortense les diseñara sus vestidos. Hortense, encantada, las llevaba a las mejores tiendas de telas, donde hallaban retales a buen precio, telas que resaltaban la belleza de cada una. A pesar de tener sus propios gustos y preferencias, ellas dejaban a Hortense tomar la decisión sobre el diseño, sabiendo que ella sabía resaltar lo más positivo en ellas.
La casa de los Infante se convertía a menudo en una especie de taller de corte y confección bajo la dirección de Hortense. En una habitación se guardaban las telas, en otra se tomaban las medidas, se cortaba y cosía y en una tercera estancia se hacían las pruebas. Hortense pasaba parte de sus horas libres instruyendo a sus primas a coser lo que ella misma había diseñado y cortado. Al final se realizaba una especie de gran desfile ante toda la familia para mostrar los modelos, vestidos por sus propias dueñas. En tales ocasiones coincidían a veces visitas de amigas íntimas, como las de María y Argento Ellul.
Ellas, que ya conocían a Hortense desde que era un bebé, sentían por ella mucho cariño y veían cómo estaba convirtiéndose en una verdadera mujercita llena de ingenio. María y Argento solo tenían varones en casa y echaban de menos la compañía femenina. ¡Cuánto le hubiera gustado a Argento haber tenido una hija como Hortense o Joanna para dar otra alegría a la casa! Argento, con su gran interés por la moda, inculcado por su familia desde la más temprana edad, sentía que Hortense tenía un gran talento.
Si hubiera nacido medio siglo más tarde y en otro país, hubiera podido crear su propia casa de diseño. Pero aquellos eran otros tiempos, en los que la iniciativa femenina encontraba obstáculos por todas partes. Pese a su apertura liberal, en una familia como los Infante hubiera sido inconcebible que una mujer estableciera su propio negocio y se hiciera independiente gracias a su trabajo.
Así pues, al mismo tiempo que los padres la animaban y se sentían orgullosos de los logros de Hortense, también la frenaban. Ella se daba cuenta de que no podía aspirar a más y se contentaba pensando: «Con tal de que me dejen seguir adelante con mis creaciones, me sentiré satisfecha». Tampoco le quedaba demasiado tiempo para reflexionar sobre su suerte. Los Infante tenían un apretado programa social, con toda clase de invitaciones a casas de otras familias maltesas y extranjeras, bailes, conciertos, salidas al campo, viajes a las islas y, sobre todo, presencia en las misas dominicales y otras actividades organizadas por las parroquias católicas.
Desde pequeña Hortense estaba acostumbrada a ver a la familia Ellul sentarse al lado de los Infante en la misa de los domingos, en la catedral de Saint Esprit. Los hijos de ambas familias habían jugado juntos de pequeños y eran muy amigos. Joanna y Hortense eran las únicas niñas y, por lo tanto, dejaron de jugar con los niños una vez que se habían hecho mayores. Ellas les miraban de lejos con cierta envidia, y era Hortense la que más protestaba.
—No comprendo por qué los chicos nos excluyen de sus conversaciones… ¡Valientes caballeros! —decía con no poco desprecio y para consolarse a sí misma.
Hortense tenía ya 18 años y se sentía muy mayor ahora que estaba a punto de terminar el cuarto año en la escuela de diseño. En realidad, ni ella ni Joanna sabían lo que iba a ocurrir después. Siendo de temperamento tranquilo, esto no preocupaba a Joanna, pero Hortense ya estaba dándole vueltas a la cabeza y empezaba a sentir cierta insatisfacción. «Algo tendré que inventarme», pensaba ella.
IV
Mientras tanto, seguían produciéndose altibajos en la política y en la economía otomana. El reinado de Abdul Hamid II comenzó en 1876 y se prolongó hasta 1909. Lejos de liberalizar el Imperio, organizó su centralización para asegurarse un mejor control. Continuó desarrollando el ejército y la administración. Creó la gendarmería, fomentó las comunicaciones introduciendo el telégrafo y el ferrocarril y poniendo en marcha un elaborado aparato de espionaje, todo lo cual le permitía monopolizar el poder y aplastar a la oposición. Por otro lado, también introdujo avances en la educación y renovó la universidad.
Sin embargo, la tarea del sultán rozaba lo imposible. Para gobernar tenía que mantener la mirada fija en Europa, África, Asia, y tener contentas a diez religiones, cincuenta etnias y un centenar de sectas. La avalancha de acontecimientos adversos le hacía perder cada vez más el control de la situación. El mapa del Imperio Otomano estaba cambiando constantemente. Constantinopla había perdido autoridad sobre Túnez en 1881, invadida por Francia, y sobre Egipto ocupada por Gran Bretaña en 1882. Eran años llenos de incertidumbre y temores para los extranjeros de Constantinopla, que presenciaban con aprensión cómo la balanza se inclinaba a veces hacia un lado y a veces hacia el otro. El Imperio Otomano no lograba ponerse a salvo de las aspiraciones de Rusia, Inglaterra, Francia y Austria, que le acechaban