Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul

Los últimos hijos de Constantinopla - Vivian Idreos Ellul


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en la oficina, se reunían para fumarse una pipa e intercambiar impresiones. Era el año 1887 y la visita del káiser Guillermo II era inminente.

      —El acercamiento del Imperio a los alemanes es preocupante —comentó Antonio.

      —Desde luego. Más que preocupante, es peligroso. Pero el sultán hace bien. Europa está despedazando lo que queda de su Imperio y él intenta defenderse —aclaró Giuseppe.

      —Amigo mío, nadie lo discute. Tienes razón. Conviene ver el otro lado de la moneda, pero somos súbditos británicos. ¿Qué será de nosotros si Inglaterra pierde terreno? —Se produjo un largo silencio—. Somos meros títeres de un futuro imprevisible. Además, va a haber un gran desfile militar para dar la bienvenida al káiser a la entrada de Dolmabahçé. Dicen que desfilará una guardia de honor de cien hombres. Sin embargo, lo que más le impresionará será el interior del palacio —dijo Antonio imaginándose aquel mundo de esplendores.

      —Por supuesto —asintió Giuseppe—. Las dos o tres veces que el sultán me hizo el honor de llamarme, me quedé maravillado por las fantásticas alfombras de Esmirna, los ornamentos gigantes de plata maciza, los enormes y magníficos jarrones de China y de Japón y las pinturas del ruso Aivasovski. Pero volviendo a la bienvenida al káiser, por lo visto se está preparando una cena para cuatrocientos invitados en la sala Baïram, con cubertería y candelabros de oro… Y seguramente el café se servirá en tacitas de oro y diamantes…Y todo esto cuando el Imperio está a punto de desaparecer —murmuró Giuseppe con amargura.

      Los temores de Giuseppe eran bastante fundados, pero todavía no había llegado el momento.

      Después de la ilustre visita llegó a reconocerse que el káiser había ofrecido una alianza y ayuda militar. Además se firmó un acuerdo para desarrollar el ferrocarril en Asia Menor y Mesopotamia y conectar las ciudades santas de Meca y Medina, todo lo cual desconcertaba a las demás Potencias.

      Dos años más tarde, en 1889, Antonio Ellul y Giuseppe Infante seguían con sus pequeñas tertulias. Para estar más tranquilos y no preocupar a sus esposas y familia, se reunían en el despacho de Antonio, cerca de la Torre de Gálata, al lado del centro comercial y en las inmediaciones del puerto.

      —¿Cómo crees que se van a resolver estos incidentes entre kurdos y armenios? —preguntó Antonio.

      Giuseppe tardó tiempo en contestar.

      —¡La situación es tan imprevisible! Todos claman por su independencia, en particular los cristianos, que han estado bajo el yugo otomano durante tantos siglos —dijo Giuseppe por fin.

      —Pero los kurdos, que no son cristianos, tampoco se entienden con los turcos, que les llaman «la raza diabólica» —repuso Antonio—. Lo que es realmente preocupante es que razas y religiones que antes vivían juntas ahora se vuelvan intolerantes. Tarde o temprano la lucha entre musulmanes y cristianos también se agudizará en Constantinopla. Ese será el día en que tendremos que irnos de aquí.

      Hubo un largo silencio en el que cada uno reflexionó con pesadumbre sobre aquel porvenir tan incierto que se cernía sobre ellos y sobre sus familias.

      De repente se oyó un rugido sordo que parecía venir de las entrañas de la tierra. Los cuadros y las lámparas empezaron a balancearse de un lado a otro y en cuestión de segundos aparecieron grandes grietas en las paredes.

      —¡Salgamos de aquí, rápido! —gritó Antonio, empujando a Giuseppe hacia la escalera.

      Solo tenían que bajar una planta pero, con la tierra temblando bajo sus pies, les pareció una eternidad. Sin despedirse, Giuseppe fue corriendo a su casa en Harbiyé y Antonio se dirigió al embarcadero de Karaköy para intentar cruzar a Moda. Era el principio del terremoto de 1889. El Gran Bazar se desmoronaría y en la ciudad se producirían muchas víctimas durante los diez días que duraron los temblores. Desde los minaretes se oía a los almuecines entonando la azora del seísmo, un capítulo del Corán. Desesperada, la gente se aventuraba a pasar por encima de las grandes fracturas que había en la tierra en busca de espacios abiertos que entrañaran un peligro menor.

      Antonio y Giuseppe habían logrado llegar a sus casas sanos y salvos. En ninguna de las dos familias había habido víctimas. Sus casas sí que habían resultado afectadas, sobre todo la de los Infante en Harbiyé, pero en tales circunstancias consideraban que no haber perdido a ningún ser querido ya era una gran suerte de por sí.

      Esta catástrofe natural fue como un presagio de los desastres políticos que iban a ocurrir en los años venideros. En el verano de 1894 los armenios se levantaron en la región de Sasiun y acosaron a las tribus kurdas. Para apaciguar a los kurdos, en 1889 el sultán los había incorporado en el ejército otomano, creando para ellos un cuerpo especial que llevaba el nombre de la familia del sultán, el Hamidié. Ese mismo cuerpo, que al parecer había sido creado precisamente para reducir la tensión, masacró a dos mil armenios en una iglesia en Urfa. Se culpó a Abdul Hamid de aquel terrible hecho y la prensa internacional le puso el nombre del «Sultán Rojo» por esta hostil represión contra los armenios.

      Intensos acontecimientos hacían temblar no solo a los territorios del Imperio, sino también a Constantinopla y a sus habitantes. La masacre de los armenios había creado mucha tensión en la capital. La oposición al sultán crecía de día en día.

      Antonio y Giuseppe se reunían a veces en el famoso restaurante europeo Tokatliyan, en Pera, frecuentado por intelectuales y liberales.

      —Se rumorea que hay un complot para destituir a Abdul Hamid y volver a colocar a su hermano mayor, Murad, en el trono —le dijo Antonio a Giuseppe al oído. Los dos viejos amigos se habían sentado en una mesa en el medio para poder escuchar las conversaciones de alrededor e intentar atisbar el rumbo de los acontecimientos.

      De repente hubo un silencio general. Se habían oído unos disparos que venían del cercano Banco Imperial Otomano, un edificio de mármol y bronce que dominaba desde lo alto los barrios de Pera y Gálata. La puerta del restaurante se abrió bruscamente.

      —¡El banco está siendo atacado! —anunció un desconocido antes de desaparecer.

      Los comensales salieron precipitadamente del restaurante. La gente se dirigía hacia el banco, aterrorizada y sin embargo atraída como por un imán. Giuseppe y Antonio se habían acercado lo suficiente como para ver numerosos cadáveres en las escaleras, en todo alrededor y en las calles vecinas al importante edificio.

      —¿Y nosotros qué debemos hacer? —La pregunta de Giuseppe reflejaba su desesperación y constante preocupación por la suerte de su familia.

      —Esperar —contestó Antonio mirando fijamente al vacío y sin apenas convicción—. Si nos marchamos a Malta, lo perderemos todo.

      —¡Vámonos a casa antes de que se extienda la lucha! —gritó Giuseppe, sintiendo el peligro de cerca.

      —¡Sí, vámonos antes de que sea tarde!

      Sin más, los dos se separaron pensando ambos que tal vez no volverían a verse y con la preocupación de la familia.

      Los días que siguieron fueron inolvidables. Los comercios y oficinas permanecieron cerrados y toda la ciudad estaba paralizada. Se decía que el atentado contra el banco había sido organizado por los armenios. Se creó un contramovimiento que organizó a los carniceros en el Comité de la Masacre. Primero señalizaron las puertas de los armenios en su barrio y luego fueron casa por casa sacándoles y llevándoles a las carnicerías, donde les cortaban las manos.

      —¡Patas de cerdo a la venta! —bromeaban los carniceros entre sí.

      Los armenios que podían huir lo hacían al barrio griego de Tatavola buscando refugio. Allí los griegos declararon que protegerían a los refugiados y colocaron barricadas en las calles.

      La ciudad necesitó tiempo para recuperar su aspecto normal. Antonio Ellul y Giuseppe Infante por fin volvieron a abrir sus oficinas y no tardaron en buscarse el uno al otro.

      —¿Crees que los criminales fueron unos mandados del sultán? —preguntó Antonio a Giuseppe.


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