Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul
frente a una de las islas turcas como demostración de fuerza.
—¿Has leído la prensa de hoy? —preguntó Antonio a Giuseppe en una ocasión—. Habla del sultán como un hombre enfermo con poca vida.
—Más peligrosos me parecen los rumores de que judíos, masones y militares están organizando la oposición. El ya famoso Comité de la Unión y el Progreso está haciéndose notar —dijo Giuseppe.
—Lo que me parece incomprensible es cómo grupos tan dispares pueden aunar sus esfuerzos y colaborar —confesó Antonio.
La situación se complicaba cada vez más, reflejándose en el empeoramiento de la economía y en el progresivo empobrecimiento de la población. El mundo de los negocios iba hundiéndose y las actividades de los extranjeros, antaño tan florecientes, empezaban a decaer. Dadas las medidas de seguridad y el cada vez más sofisticado sistema de espionaje, la gente sentía miedo de hablar abiertamente de la situación. Se celebraban menos fiestas y reuniones y pocos se aventuraban de noche por el centro de la ciudad.
Los tiempos iban cambiando irremediablemente y el paraíso que antes se llamaba Constantinopla, aquella ciudad de ensueño y uno de los antiguos centros del mundo, se transformaba cada vez más en Estambul, nombre turco de la ciudad, que irónicamente también es de origen griego. En 1453, al ser conquistada por Mehmet II, la proyección histórica de su pasado era tan fuerte que aún siguió llamándose Constantinopla durante muchos siglos.
Los negocios de la comunidad maltesa, al igual que los de los demás extranjeros, ya no marchaban tan bien. La tónica general de la degradación afectaba a todos los sectores.
Los Infante tuvieron que reducir sus gastos y contentarse con menos servidumbre, menos recepciones y, en definitiva, menos lujo. Giuseppe veía que la navegación todavía era un sector bastante fuerte, pero temía los nuevos giros debidos a los cambios de gobierno. Hombre cauteloso, seguía trabajando duro y animaba a sus hijos a seguir sus pasos. Sin embargo, el único de ellos que realmente prometía era el joven Emilio.
—Emilio —le decía su padre—, yo a los 16 años boté mi primer barco en Malta. No espero menos de ti aquí.
Emilio tenía por entonces 14 años, aceptaba el desafío con agrado y resolución y se preparaba para el gran día. Todavía faltaban dos años, durante los cuales no escatimaría esfuerzos para mostrarse digno de llevar el apellido de los Infante.
Dado el creciente deterioro de la situación, Concetta, mujer de mucho sentido común, enseñaba a toda la familia cómo administrar el dinero y a prescindir de lo superficial. Se acordaba con tristeza de su gran amiga María Ellul, que había sido su guía y le había enseñado, entre otras muchas cosas, dónde encontrar los vendedores más interesantes y los productos de mejor calidad y al mejor precio.
La única que no necesitaba estas enseñanzas era Hortense, que había nacido para administrar y organizar. Resultó ser una gran ayuda para su madre y supo compensar la falta de servidumbre. Lo sorprendente además era que Hortense tenía el don de saber cómo tratar a cada uno y todos estaban más felices con menos comodidades.
Los lazos entre los Infante y los Ellul se habían estrechado todavía más frente a aquellos tiempos difíciles. Concetta siempre se alegraba de ver a Argento llegar con toda su familia.
—¡Cómo han cambiado los tiempos! —le comentaba irremediablemente Argento con nostalgia y tristeza.
—Sí, querida, pero es ley de vida y lo más importante es estar vivos, sanos y salvos, y tener cuatro hijos como tú tienes. ¿Y cómo están tus hermanos?
—La vida es aquí muy dura para ellos. Como sabes, mis padres nos dejaron poca fortuna y ahora los negocios van de mal en peor. Afortunadamente, yo logro ayudarles algo. Creo que terminarán marchándose al extranjero —añadió con un suspiro.
Mientras hablaban de sus cosas, los jóvenes discutían animosamente. Joanna y Hortense iban introduciéndose poco a poco en las conversaciones de los varones.
—Emilio, ¿es verdad que pronto vas a botar tu primer barco? —preguntaba Paul Ellul lleno de admiración.
—Eso espero —contestaba el joven—. Ya sabes que desde los 10 años, cada día después de la escuela, mi padre me lleva a su oficina y le sirvo de delineante y ayudante en general. El trabajo me enseña mucho y mi padre quiere que yo lo haga todo sin su ayuda…
—No te preocupes, lo conseguirás y lo tendremos que celebrar —le aseguró Alexis, siempre dispuesto a acudir a fiestas. También formaban parte del grupo Joseph, Nicola y Biaggio, los hermanos de Emilio, que no tenían su ambición y todavía no sabían cuál iba a ser su suerte.
—¿Por qué no nos cuentas algo de tus expediciones en alta mar? —sugirió Hortense volviéndose hacia Paul de repente.
—¿Qué queréis que os diga? Son aventuras que no se sabe cómo van a terminar. Mi padre me ha enseñado a no tener miedo, pero a veces es difícil, sobre todo cuando se desata repentinamente una tormenta. El otro día, apenas tuvimos tiempo de subir y sacar a mi padre del mar antes de que el barco empezara a ser azotado por unas olas gigantes. Todas las manos a bordo estaban ocupadas intentando controlar el barco y evitar que se hundiera. De verdad llegué a pensar que nos íbamos a pique. De pronto me encontré al lado de mi padre, que todavía estaba luchando por quitarse él mismo su traje de buzo. Él se rio de mi cara de susto y dijo: «Muchacho, no tengas miedo, verás tormentas peores que esta. Ahora ven aquí a echarme una mano». Lo más difícil fue desenroscar el casco de metal del resto del traje. Dos de las tuercas se habían quedado atascadas y tuve que luchar con todas mis fuerzas para soltarlas. Y mientras tanto el barco nos lanzaba de un lado a otro del puente. Pero finalmente logré quitarle el traje y nos dispusimos a ayudar a los demás, que estaban casi agotados. Lo curioso fue que la tormenta amainó tan repentinamente como había surgido, y de no haber sido por los daños ocasionados, hubiera parecido un sueño.
Modelo aproximado de traje de buzo en uso a principios del siglo xx
Estaban todos escuchando boquiabiertos, casi sin respirar.
—Entonces hubierais podido ahogaros —concluyó Hortense muy asustada.
—Pues, sí, como tantas otras veces —admitió Paul sintiendo un escalofrío por todo el cuerpo.
Muy impresionados, prefirieron cambiar de tema.
Se sirvió el té con los habituales pasteles y dulces hechos por Concetta según recetas traídas de Malta hacía más de treinta años. Giuseppe Infante y Antonio Ellul empezaron a hablar de política y negocios, como siempre preocupados por el desorden e incertidumbre reinantes.
—¿No crees que, como súbditos británicos, corremos mucho peligro quedándonos aquí? —preguntó Antonio a Giuseppe.
—Quién sabe —le contestó este, añadiendo a modo de consuelo—: Tenemos que estar listos para embarcar para Malta en cualquier momento. Si vencen los Jóvenes Turcos, todos los extranjeros sobrarán.
Las esposas escuchaban en silencio, espantadas por la idea de tener que abandonar sus casas y todo lo que sus familias habían conseguido a través del exilio voluntario, el sacrificio y el trabajo duro. Les parecía tan injusto que después de haber acudido a colaborar con los distintos gobiernos ahora corriesen el riesgo de perder su seguridad y bienestar.
Los jóvenes también estaban afectados por este ambiente de aprensión y ansiedad. No habían conocido más que una vida cómoda y próspera. El espectro de la guerra y sus nefastas repercusiones era algo todavía muy irreal para ellos.
Sin darse cuenta, Hortense se quedaba a menudo mirando y admirando al joven Paul. Él también sentía una inexplicable fascinación por ella, pero, de natural tímido, intentaba esquivar su mirada, aunque al final sus ojos se encontraban inevitablemente. Él sonreía intentando pensar en otra cosa y participar en la conversación de los demás.
Los Ellul acababan