Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul

Los últimos hijos de Constantinopla - Vivian Idreos Ellul


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realizado un viejo sueño.

      Él, nacido en Malta en 1818, había sido la memoria viva del pasado de la familia. Con él se perdía no solo una auténtica institución familiar sino también un pozo de conocimientos sobre arquitectura, historia y cultura en general, que siempre habían sido su pasión y pasatiempo.

      La manera tan serena y tranquila en que Paolo Ellul pasó a mejor vida había afectado a toda la familia. La muerte del hombre que había sido la roca en que se habían apoyado todos, y que parecía ser eterno y parte del tiempo, les había dejado desconsolados. Para Argento había sido un suegro perfecto, siempre comprensivo y dispuesto a defenderla en las raras ocasiones en que había encontrado oposición por parte de María o de Antonio. Le lloró más que a su propio padre, un hombre que, al contrario, siempre había sido distante y casi indiferente a su suerte.

      Los cuatro nietos se acordaron de su niñez cuando el abuelo jugaba con ellos como si fuera otro niño más. A pesar de su trabajo, siempre encontraba tiempo para contarles cuentos malteses de Hodja, personaje muy popular de los cuentos infantiles que tanto les había hecho reír. ¿Cómo era posible que aquel abuelo de apariencia severa pero tan tierno con los suyos desapareciera de la noche a la mañana? Qué aflicción tan profunda causa una pérdida así, de la que nunca nos recuperamos.

      ¿Y qué decir de la pobre María? La desaparición de su marido la había dejado sin reflejos, sin lágrimas y sin ganas de vivir. Hablaba poco y miraba a su alrededor como si viera este mundo de lejos.

      —Pero ¿qué te pasa, abuela? —le preguntaba Paul, el más preocupado y afectado por estas circunstancias. Ella no contestaba—. Abuela, por favor, di algo —le pedía desesperadamente tomando sus manos entre las suyas.

      —Paul —su voz tenía un timbre extraño—, voy a reunirme con tu abuelo.

      —¡No digas eso! ¿Y nosotros qué haríamos sin ti? —La miraba a los ojos intentando comprender, pero su mirada estaba vacía.

      Un día María no quiso levantarse más de la cama. El médico no le encontraba ninguna dolencia física y la familia estaba realmente asustada.

      Eugénie, que se había incorporado a la familia recientemente, se hizo querer pronto por todos. Aunque de aspecto muy joven, ya tenía 28 años, tiempo suficiente para haber padecido muchas desgracias que habían marcado su corazón. A pesar de su vida anterior, siempre tenía una sonrisa, una disposición alegre y afán de ayudar a los demás. Se ponía seria y retraída solo cuando le preguntaban por su pasado. Consolaba a todos en aquellos momentos difíciles, como un verdadero ángel enviado por el cielo. Curiosamente, era con ella con quien María más hablaba en los raros momentos en que volvía a mostrar interés por su entorno. Un día le oyeron que decía a Eugénie:

      —Hija mía, yo no sé de dónde has surgido realmente, pero sí sé por qué estás aquí, y me alegro. Cuida de esta familia. Llegarán días en que necesitarán tu ayuda.

      Fueron las últimas palabras que pronunció. Eugénie estaba a su lado día y noche, mientras que Argento no sabía qué hacer para levantar los ánimos de la familia. El médico seguía viniendo, pero no podía hacer nada por María. Al salir de su habitación, después de haberla auscultado, sacudía la cabeza y levantaba las manos con desesperación:

      —¡Se está muriendo, sencillamente porque ha decidido morir!

      Llegó un cura y le dio la extremaunción. Toda la casa estaba inmersa en la oscuridad. Se había perdido ya toda esperanza. Argento, Antonio y los nietos iban y venían como fantasmas atenazados por una pesadilla de la que ansiaban despertar.

      Por fin, despertaron un día por la mañana oyendo la dulce voz de Eugénie que les llamaba. Antonio y Argento se levantaron corriendo y, nada más ver la mirada de Eugénie, adivinaron que lo inevitable ya había ocurrido.

      La familia no podía soportar un doble duelo.

      «¿Por qué tal cúmulo de desgracias?», se preguntaba Argento, al borde de la depresión.

      Paul, Bernardino, Eugène y Alexis rodeaban la cama de la abuela, mirándola con ojos incrédulos, llenos de lágrimas y de ternura.

      Ahora que su vigilia había terminado, Eugénie se hizo cargo de la organización de la casa, cuidó de Argento y convenció a Antonio y a sus hijos para que volvieran a sus ocupaciones habituales. Fueron unos meses negros de tristeza, pero Eugénie estaba siempre allí para levantar los ánimos de unos y de otros. «Los abuelos hubieran querido que todo siguiera igual», les recordaba a menudo.

      Así tenía que ser. Con el paso del tiempo tuvieron que acostumbrarse a prescindir de aquellos seres queridos y mirar hacia delante, hacia un futuro cada vez más lleno de incertidumbre. Eugénie se desvivía por verles felices. Poco a poco lo consiguió, y un día les reunió para hacerles partícipes de una decisión que había tomado. Ellos, intrigados, no podían imaginar lo que les esperaba.

      —No sé cómo empezar —les confesó Eugénie algo confusa—. Gracias a vosotros, por primera vez tengo una familia de verdad. Habéis hecho tanto por mí y me habéis dado tanto cariño que no sé si algún día podré devolvéroslo…

      Siguió un largo silencio cargado de emoción.

      —Últimamente he estado pensando en lo que debería hacer con el resto de mi vida. Creo que tengo una misión…

      —La de ser nuestra hermana y vivir con nosotros —le interrumpió Antonio, ya incapaz de controlarse.

      Eugénie siguió hablando con firmeza:

      —Os quiero mucho a todos, pero esta vida es demasiado fácil y placentera. Creo que mi cometido en este mundo debería ser otro…

      Nadie se atrevía ya a interrumpirla y casi no querían escuchar lo que ellos temían adivinar.

      —Siento que tengo una vocación. Quiero ser monja…

      Las palabras inevitables se habían pronunciado. Una nueva tristeza afloraba en el horizonte. Pero queriendo a Eugénie como la querían, no podían oponerse. Todos la abrazaron muy conmovidos. También ella se sentía triste al pensar que iba a dejarles y apartarse de aquella casa donde había conocido sus primeros momentos de felicidad.

      —Por supuesto que vendré a veros muy a menudo y seguiremos siendo una familia.

      En poco tiempo los Ellul habían perdido a dos seres queridos y a aquella hermana extraordinaria recién encontrada, a la que ahora reclamaba el Cielo. Fue a principios del otoño de 1904 cuando la casa de los Ellul quedó medio vacía y desconsolada.

      V

      El año 1904 estuvo marcado por acontecimientos importantes. Murad, el hermano mayor de Abdul Hamid, que este mantenía encerrado en uno de los palacios, murió. Por fin Abdul Hamid se sentía incontestablemente el sultán. Pero hubo malos augurios en el funeral. Una bomba colocada debajo del coche del sultán explotó. Él tuvo la suerte de no estar dentro.

      Antonio fue a comentar la noticia con Giuseppe:

      —¿Has oído las últimas noticias? Ha habido un atentado contra el sultán del que se ha salvado de milagro —anunció Antonio descompuesto.

      —Siéntate, amigo mío, y cálmate. Hemos vivido juntos tantos episodios trágicos que deberías haberte acostumbrado a la vida azarosa de esta ciudad. Sospecho que ha sido obra de los armenios contra el que llaman el Búho de Yildiz (nombre de la residencia de Abdul Hamid).

      Ya había nacido el siglo nuevo bajo el signo de la precariedad y de una agitación creciente que generaba un enorme descontento social. Los emigrés, políticos de la oposición obligados a emigrar al extranjero, alimentaban la inestabilidad interior enviando literatura considerada subversiva. La oposición formada por los Jóvenes Turcos se encontraba dividida y no lograba derrocar al sultán mientras el Ejército seguía siéndole fiel.

      Los disturbios en Yemen y después en Macedonia hacían cada vez más difícil la coexistencia entre tal amalgama de razas, religiones e intereses encontrados.

      Queriendo


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