Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul

Los últimos hijos de Constantinopla - Vivian Idreos Ellul


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y estaba encantada de organizar los preparativos para el nacimiento de cada uno de los Infante y ayudar a Concetta a recuperarse. La ayuda era sobre todo moral, puesto que los Infante disponían de sobrados medios y contaban con todo el servicio que deseaban. Así fue que cada bebé, al nacer, tenía ya su aya, y una vez mayores, las niñas tenían su chaperon o carabina para acompañarlas en sus salidas.

      Tanto Giuseppe como Concetta habían deseado siempre tener familia numerosa. Y la tuvieron. Diecisiete hijos en total, aunque muchos no llegaron a superar los pocos meses o años de vida: Los partos eran muy seguidos y Concetta tardaba en recuperarse. Entre los primeros, nacieron unos mellizos que murieron apenas unos días después de haber nacido. Y Giuseppe, que era ingeniero, al no encontrar unas cajas lo suficientemente bonitas y de buena calidad para enterrar a sus mellizos, las diseñó él mismo y las realizó a su gusto. Lloraron mucho tiempo a sus mellizos y sintieron su muerte como una gran pérdida. Lo hubieran dado todo por haber podido salvarles.

      En aquellos terribles momentos la presencia de María Ellul al lado de Concetta había sido de un valor inestimable. Como sus padres se habían quedado en Senglia, la ciudad maltesa de la que eran originarios, María acabó reemplazando a la madre de Concetta. Por ello, el día en que los Ellul se trasladaron a Moda fue especialmente duro para las dos mujeres, quienes juraron que, aun así, nada las separaría. Aquella resultó una amistad para toda la vida. Intercambiaban a menudo recados a través de sus maridos, quienes se veían con bastante frecuencia, puesto que hacían negocios juntos, y a pesar de la distancia, casi cada domingo María insistía en que toda la familia fuera a misa en Saint Esprit en Harbiyé para ver a su amiga, en lugar de acudir a la cercana iglesia de Saint Joseph, en Moda.

      Cada vez más gordita, pero con un ánimo inquebrantable y una energía sin fin, Concetta seguía aumentando su familia. Los niños que perdía los lloraba con toda su alma, pero, fiel a la mentalidad de entonces, deseaba tener más. De los diecisiete hijos que tuvo, hoy tengo constancia de solo siete de ellos. Futuros viajes a Estambul podrían ayudarme a recabar más información para completar el árbol genealógico.

      El mayor fue, seguramente, Joseph (o Giuseppe, como su padre), seguido de Nicola, Jeanne (o Joanna), Hortense (Hortanza), Émile (Emilio) y Blaise (Biaggio). Doy los nombres en francés e italiano porque en la familia se hablaba tanto un idioma como otro, además del maltés. El turco era menos accesible y muy difícil de aprender, puesto que todavía se escribía con caracteres árabes. Además, Constantinopla o Poli, como la llamaban los griegos en abreviatura, era tan cosmopolita que los extranjeros casi no necesitaban aprender turco, puesto que todos los turcos con los que trataban conocían lenguas extranjeras, sobre todo francés, que todavía era el idioma de la diplomacia, y en menor grado inglés y griego.

      Hortense, u Hortensia, en español, como el nombre de la flor que designa, iba a ser un bello ser, aunque a veces algo frágil y vulnerable. Como se sabe, nació en el seno de una familia acomodada y de unos padres ejemplares cuyo mejor tesoro fueron sus hijos. Católicos devotos, participaban frecuentemente en obras de caridad y figuraban siempre entre los principales benefactores de las actividades de Saint Esprit.

      Al llegar a Constantinopla, Giuseppe Infante había adquirido su propia dársena y había puesto en pie un importante gabinete de construcciones navales al que acudían con frecuencia los apoderados del sultán, así como representantes de las potencias europeas. Era un infatigable personaje que trabajaba con mucha seriedad y había acumulado la experiencia de varias generaciones que habían ejercido anteriormente este oficio en Malta. En casa, el estilo de vida era un poco menos austero que en la de los Ellul y el principal énfasis era proporcionar a sus hijos la mejor educación.

      Joseph, el hijo mayor, fue a las mejores escuelas y, ya de niño, además del maltés, que se seguía hablando en familia, sabía hablar francés, italiano, inglés y griego. Su hermano Nicola, por su parte, no era tan estudioso y aprendía con dificultad. Las niñas eran más pequeñas. Redonditas y siempre con una sonrisa, parecían dos pequeñas modelos, vestidas siempre con la ropa más bonita, encajes, bordados, gorritos con flores, zapatitos de seda; en definitiva, dos auténticas muñecas. La naturaleza, además, las había dotado de una predisposición al buen humor y una gracia irresistible. Ambas lucían un cutis de porcelana, con las mejillas ligeramente sonrosadas. Tenían pequeños ojos negros llenos de brillo y vivacidad. De sus gorritos primorosos asomaban unos bucles que adornaban sus suaves facciones y caían hasta sus hombros. Hortense, en cuanto supo andar, desarrollaba una actividad incesante que sorprendía y hacía sonreír a todos los que seguían sus movimientos. Joanna, más guapa y estilizada, tenía un temperamento mucho más plácido. Las dos se entendían maravillosamente bien y jugaban juntas todo el día.

      Cuando nació Emilio, en 1891, Hortense ya tenía 6 años cumplidos y estaba encantada de tener un hermano más pequeño al que cuidar. Muchas veces se negaba a jugar con su hermana para poder estar con él. Biaggio fue el último hermano y, aunque todos ellos se querían y adoraban, sería con él con quien Hortense se sentiría más unida. Como todos los niños, Hortense se despertaba temprano y empezaba el día cantando y riendo y haciendo travesuras. Se acercaba a despertar a sus padres cubriéndoles de besos y metiéndose en su cama pero, como enseguida se aburría, acudía corriendo a la habitación de sus hermanos y pronto provocaba y participaba encantada en una pelea de almohadas. No tardaban mucho en llegar las ayas indignadas, intentando restablecer el orden. Gran dormilona, la única ausente en esta fiesta era Joanna, permaneciendo pegada a las sábanas. Hortense volvía a la habitación que compartía con su hermana y empezaba a hacerle cosquillas.

      —Con que todavía en la cama, ¿eh, pillina?

      Joanna, con su buen humor de siempre, abría los ojos llenos de sueño y empezaba a partirse de risa. De nuevo los gritos y juegos de los niños alertaban a las ayas, que entonces intentaban imponer su férrea disciplina: rápido, a lavarse, a vestirse, desayunar y salir de paseo al parque. Pero en ese momento llegaría Concetta para salvarles de tales penitencias. Le encantaba estar rodeada de sus hijos a pesar de la confusión y el desorden que sembraban por toda la casa. Las ayas se quejaban de su indulgencia y sacudían la cabeza con cierta desaprobación. ¿Cómo educar a estos seis pequeños sin un mínimo de disciplina? ¿Y cómo domar a Hortense, aquella niña con un corazón de oro pero tan llena de vida y de voluntad a la que nada parecía resistírsele? Era un pequeño torbellino de energía que a todos dejaba agotados. Giuseppe, su padre, intentaba tratarla con más seriedad, pero ella siempre terminaba saliéndose con la suya.

      Los Infante eran una pareja de espíritu abierto y querían asegurar, como ya se ha dicho, una buena educación tanto para sus hijos como para sus hijas. A los 7 años Joanna comenzó a acudir a la escuela de Saint Benoit. Hortense, más pequeña, echaba de menos a su hermana y empezó a aburrirse en casa. Pronto le llegó su turno y se incorporó con mucho entusiasmo. Sus informes escolares eran realmente prometedores. Eran informes que insistían en su destreza manual, en su inventiva y buena disposición. También alababan su apariencia muy aseada. Desde bien pequeña, era una especie de sirenita, siempre bañándose y perfumándose con colonia y talco. Era muy escrupulosa con sus vestidos y le molestaba la más mínima mancha.

      Sin embargo, cumplidos los 14 años, Hortense comenzó a perder interés en los estudios. Y siendo una niña precoz, el limitado programa escolar para niños le resultaba aburrido. Su gran vivacidad e imaginación parecían llevarle en otra dirección. Hortense anhelaba convertirse en diseñadora de moda de la alta costura de París, que tenía tanta fama. Un día no pudo resistir la tentación de abordar el tema con sus padres, y lo hizo sin rodeos:

      —Ya no quiero ir a la escuela. Quiero estudiar costura y diseño.

      Sus padres se quedaron boquiabiertos. Los informes escolares seguían siendo buenos y hasta entonces ella nunca se había quejado.

      —Pero, Hortense, ya sabes coser, bordar, hacer encaje y croché —le explicó su madre.

      —Eso no es nada, Mamá, yo quiero aprender bien el oficio y ser una gran modista, une grande couturière.

      Pero sabían que de todas formas Hortense terminaría casándose.

      La joven se había arrodillado ante su padre pidiendo insistentemente y con lágrimas en los ojos


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