Los últimos hijos de Constantinopla. Vivian Idreos Ellul

Los últimos hijos de Constantinopla - Vivian Idreos Ellul


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de Abdul Aziz resultó desastroso y cuando fue destronado la población sintió un gran alivio, aunque muy temerosa del futuro que la aguardaba. Murad fue declarado sultán. Él era un hombre muy educado y liberal. Quiso tomar medidas urgentes. Pensaba que la peor plaga del imperio era la ignorancia y que la escuela debería ser la base de la igualdad civil y política, reposando sobre una constitución fundada en los principios de la democracia. Tales ideas resultaban demasiado liberales para su entorno y para los intereses creados. Bajo el pretexto de que padecía una enfermedad mental, fue, a su vez, rápidamente destronado y reemplazado por su hermano Abdul Hamid, bastante menos ambicioso y más conservador.

      Por un lado, la agitación nacionalista en los Balcanes se extendía y, por otro, en 1877 había estallado la guerra contra Rusia. Las potencias europeas intervenían siempre para sacar el máximo provecho del desmembramiento del Imperio Otomano, que tuvo que reconocer la independencia de Rumania, Serbia y Montenegro, cediéndoles territorio. Mientras tanto, Austria-Hungría logró hacerse con Bosnia y Herzegovina, y Chipre pasó a manos de Gran Bretaña.

      Los territorios otomanos en Europa quedaron reducidos a Macedonia, Albania y Tracia, mientras que la influencia europea se acrecentaba. Gran Bretaña llegó a intentar supervisar las reformas gubernamentales en las provincias otomanas orientales, aunque sin gran éxito. Dado el enorme endeudamiento otomano, había pocos recursos disponibles para emprender reformas y para reorganizar el país.

      Hubo también factores internos de gran relevancia. El Tanzimat (la «reorganización») había producido diferentes reacciones, como la oposición tradicional a las reformas, la oposición de los intelectuales bajo la influencia de ideas occidentales y la determinación de deponer al sultán. Iba tomando forma la idea de crear una asamblea representativa para controlar el poder ilimitado y desenfrenado del sultán y de sus ministros. Este ambiente llevó a la idea de una constitución y de lealtad hacia la madre patria otomana.

      En un primer momento, Abdul Hamid aceptó la idea de una constitución y de un parlamento. Sin embargo, su reinado había comenzado bajo malos augurios y las desgracias surgían por doquier. Los serbios y montenegrinos declararon la guerra contra el Imperio Otomano, mientras que los intereses de Rusia e Inglaterra se enfrentaban al intentar sacar provecho de la situación. El 17 de abril de 1877 Rusia había declarado la guerra y los ingleses, para detener su avance, propusieron al sultán permitir que la flota británica entrara en Constantinopla. Además, estaban dispuestos a concederle un préstamo importante en contrapartida por la adquisición de posiciones territoriales.

      La situación en Constantinopla era dantesca. Miserables refugiados y pordioseros llenaban las plazas y los porches de las mezquitas. La gente se moría de hambre en la calle, mientras que el sultán se encontraba impotente y pedía el cese de las hostilidades. El recién creado Parlamento se oponía a esta decisión, pero la guerra con Rusia tuvo que terminar con la derrota del Imperio Otomano.

      El Parlamento ya no volvería a ser convocado hasta 1908. Los liberales Jóvenes Turcos fueron exiliados y algunos ejecutados. Esta era la cruel realidad de un imperio en declive que se debatía entre la vida y la muerte.

      Pese a todo, la fortuna continuaba sonriendo a los Ellul. Cuando Antonio se casó, en 1872, su padre tenía 54 años y, aunque seguía a la cabeza de la empresa, iba delegando cada vez más en su hijo, quien poseía la energía de la juventud y el optimismo del que todavía no ha tenido que esquivar tantos golpes de la vida. A pesar de pertenecer a una familia acomodada, la precariedad de la situación en Malta había enseñado a Paolo la necesidad de llevar una vida austera, sin grandes excesos o desmesurados lujos. Una vez en Turquía, él y María habían seguido con la misma manera de vivir, y esto, unido a una buena constitución, les auguraba una larga vida.

      Sin embargo, las prolongadas y frecuentes expediciones en alta mar, junto con la lógica preocupación por la situación político-económica del país, habían dejado sus huellas en Paolo, y María sufría en silencio. Ambos sabían que ellos, como el resto de los extranjeros, estaban sentados sobre un volcán a punto de entrar en erupción. Todos eran conscientes de vivir y disfrutar el final de una época a la que nunca más se podría volver. Todos se afanaban en sacar el máximo beneficio antes de la llegada del cataclismo. Lo peor era la sensación de inseguridad. María sorprendía a menudo a Paolo mirando fijamente al espacio, sin moverse durante mucho tiempo.

      —¿En qué piensas? —le preguntaba ella.

      —Pienso en la querida Malta, de la que quizá nunca debimos marcharnos. Creo que ya no volveremos a verla —terminaba diciendo con cierta tristeza. María intentaba animarle proponiéndole un viaje a la patria, aunque ambos sabían que ahora más que nunca estaban obligados a permanecer en Constantinopla, y a pesar de todo es lo que deseaban.

      Al despertar cada día se sentían llenos de ilusión esperando que Argento les diera la buena noticia de que estaba embarazada. Antonio realizaba expediciones con cierta frecuencia. Argento soportaba mal estas ausencias, apenas tenía apetito y había perdido peso, ella, que ya era delgada. Habían pasado seis años sin que tuvieran descendencia. Quizá este hecho podría atribuirse a que Argento, a pesar de ser muy feliz en su matrimonio, vivía los acontecimientos de la época con demasiada intensidad. Cada día esperaba la llegada de su marido, que le traía el periódico. No había nada más que malas noticias que le producían mucha preocupación y ansiedad. El 31 de enero de 1875 había leído que los rusos ya estaban en San Stéfano, a solo diez kilómetros de Constantinopla… Luego, el espectro de la catástrofe se había alejado con la llegada de la flota inglesa y todos habían empezado a respirar otra vez.

      La Grand’rue, calle Mayor, en el barrio de Pera, habitado principalmente por europeos y donde se encontraba la tienda japonesa, Le Magasin Japonais, donde trabajaba Josefina Ellul

       Después de un invierno duro llegó la ansiada primavera en una ciudad cansada de tantos altibajos. El 20 de mayo, fiesta otomana, todos los jardines de los palacios se abrían al público. Antonio aprovechó para proponer a Argento ir a visitar el barrio de Pera, donde vivía su familia, y luego terminar dando un paseo por los magníficos jardines de Dolmabahçe, abiertos al público solo ese día. Estas salidas eran escasas y muy apreciadas por Argento. Vistió un precioso traje de encaje blanco y azul que realzaba su cuerpo joven y, con un sombrero y sombrilla a juego, salió orgullosamente cogida del brazo de su marido alto y apuesto. Paolo y María no podían evitar admirarles desde la ventana. María tenía lágrimas en los ojos.

      —Una pareja tan perfecta, pero sin hijos…

      —No te preocupes, María, estoy seguro de que no moriremos sin nietos —dijo Paolo para consolarla, aunque tampoco él tenía apenas esperanzas.

      Ese día fue uno de los más felices de la joven pareja, y sin embargo, tenía que terminar mal. Habían gozado mucho de la travesía en barco desde Kadiköy a Karaköy y luego habían tomado una carroza hasta la casa de los Crivillier, donde almorzaron con toda la familia, antes de ir a pasear por los jardines de Dolmabahçe, por un lado llenos de árboles y flores perfumadas y por el otro acariciados por las olas suaves del Mármara. Era un día espléndido, con un mar tranquilo y un cielo sin nubes. Mientras proseguían su paseo como dos novios, oyeron de pronto gritar a los guardas. Argento se asustó y se agarró al brazo de Antonio. Se acercaron a uno de los guardas y Antonio, que hablaba bien el turco, le hizo una o dos preguntas.

      —¿Qué dice? ¿Qué dice? —Argento estaba impaciente por saber.

      —Dice que no sabe por qué acaban de recibir órdenes del sultán de cerrar los jardines imperiales en toda la ciudad. No será nada serio, pero como es tarde, vamos a volver a casa —le contestó tranquilamente Antonio, aunque intuía que algo grave había pasado.

      Adivinando sus pensamientos, Argento se puso más nerviosa, hasta que por fin llegaron a Moda. Una vez en casa, subió a su alcoba y se echó encima de la cama. Las lágrimas le sofocaban. Antonio intentaba calmarla, sin éxito.

      —¡Odio, odio este país! Nunca nos dejarán ser felices aquí. ¿Por qué no nos marchamos a Malta, a Francia… adonde tú quieras?

      Ese


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