El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas
que puede, se pone el cinturón con la pistola y da su tercera orden del día: ‘Que todos se pongan en fila para una inspección’.
“Del paseo que hace Jerónimo por el campamento y con el que pretende motivar a sus hombres para continuar la marcha, le queda claro que el lugar es inapropiado y propenso a ser malsano. Son las ocho de la mañana y aún se cierne una llovizna que empaña la vista; las botas se hunden en los charcos y las medias, de nuevo empapadas, chapuzan sumergidas en el pantano; los hombres, de pie al paso del comandante, tiemblan de frío y el saludo les sale castañeteando entre los dientes; las ropas escurren colgadas de las ramas de los arbustos; los más acuciosos hacen ejercicios en un solo punto para espantar el frío; los secuestrados parecen sumergidos en un desasosiego más, y los que todavía se sienten fuertes protestan al paso del mandamás. Oscuro el día porque los árboles son tupidos y no dejan entrar ni una gota de sol; lleno el terreno de aguas estancadas y pútridas (miren no más lo que le pasó a Alma Nubia), y sin ningún sitio protegido para evitar que el olor los invada; la maleza cubierta de hierbas espinosas y muchos quejosos por haberse rayado la piel; sin manera de conseguir leña de buena calidad, lo que los condena de nuevo a comer enlatados. Lo mejor es salir de ahí sin perder más tiempo, aunque habrá que cargar a Alma Nubia, a Irene y quién sabe a cuántos más. Si están de buenas tardarán cuatro o cinco horas en encontrar un lugar mejor.
—Yo creo –opina Jerónimo– que es mejor enviar una avanzada para buscar un lugar adecuado.
—¿Y a quién? –responde Garrapacho.
—Personas de confianza. Dos o tres, no más.
—Entonces mejor voy yo.
“Calixto va y viene de la tienda de Jerónimo a las hamacas y al cambuche improvisado para los secuestrados; busca ideas entre los indios para el manejo de las enfermedades, los tiene en cuenta, por fin, claro que sin drogas qué más se le iba a ocurrir. Hojas de romero hervidas para las afecciones del hígado de Irene. ‘Cocidas a fuego lento’, recalca Necul. ‘Pero primero hay que conseguirlas’, es enfático Calixto. ‘Es como tener el vademécum sin farmacia’, los regaña. ‘Hagan la lista para la fiebre, la diarrea, el vómito, la tos y el mal de la bilis, antes de que se nos muera esa vieja’. Y ellos, los indios, siguen hablando, que la verbena, el ruibarbo, el eucalipto, la acedera y la malva. ‘Y si de paso consiguen ruda, háganle, que por ahí hay una pelada embarazada’. Se trata de Adelaida. Es mejor prevenir. ‘Por ahí derecho le bota las lombrices’, se ríe Koya, recordando que con eso los purga la madre Uma.
—Piérdanse y no vuelvan con las manos vacías.
—Vamos, claro, pero que nos den de comer. Si no, esta vaina es muy verraca.
‘Pilas’, da las órdenes Calixto y Elián es responsable de despacharlos con el estómago lleno. ‘Y despierten a ese haragán de Morris que yo creo que no sirve sino para dormir. Les aseguro que anoche debió vigilar sonámbulo; ese idiota se duerme parado. ¿Ya regresó Jónatan?, a ese trío de vagabundos hay que pisarles la raya’. Calixto sigue corriendo de lado a lado dando órdenes y atendiendo a los enfermos. Ese día el hombre parece imprescindible. Hasta ganas le dan de que le permitan un año sabático para refrescar los conocimientos científicos; otro paseo por el SENA le serviría de descanso y a la vez le ayudaría a la revolución; por la revolución son los sacrificios de tantos años de sufrimientos y para eso es la autoridad, ser parte de los jefes de este comando y de la confianza del jefe, nada menos que de Jerónimo, quien suena para ser miembro del Secretariado, y de La Sombra, que es su maestro en cosas de la medicina. Si el tiempo diera, esa misma tarde se lo diría a Jerónimo, se lo hablaría en confianza, ahí mientras él le pida que alivie a esa vieja de Alma Nubia, para que vea que sí le prodiga atenciones y que lo ocurrido ha sido un simple accidente. ‘Dile –le suplica– que lo de la enfermedad es algo que se venía incubando de tiempo atrás, que eso del agua del pozo no tuvo que ver con el asunto. O no es verdad, como me lo has dicho, que hay enfermedades que aparecen quince días después de una picadura de zancudos’. Y Calixto haciendo puntos. ‘Claro, jefe, eso que usted dice es una verdad de a puño. La ciencia probó que eso es así. Mire no más las enfermedades de los niños, como la viruela y esas cosas; la gente se contagia y a los días aparece el mal’.
“Cuando Jerónimo se desocupa de su tarea principal y ve que sigue dormida su mujer, se sienta a mirar el descalabro de su Columna. Veinte prisioneros abatidos por el cansancio alrededor de un árbol; lamentos por doquier, su tropa debajo de plásticos negros alrededor de los árboles, anegado el terreno que ha recorrido descalzo primero y luego con botas, la lluvia todavía cayendo, sus ropas escurriendo agua y de nuevo, para acabar de ajustar, el ruido de los helicópteros en el cielo.
—Que nos maten –dice–, lo que soy yo me voy a ir a dormir”.
8.
“Se supone que la promiscuidad está prohibida en el movimiento y así se recalca en muchas oportunidades. Incluso las advertencias están en el manual y en los códigos revolucionarios. Sin embargo, estos suelen perderse con frecuencia, especialmente cuando abandonamos todo para escapar de un ataque, en donde, en últimas, lo que importa es salvar la vida. Yo en alguna ocasión tuve uno de esos folletos y me lo leí con atención. Recuerdo cuando recibimos la visita de uno de los jefes del Secretariado y uno de sus ayudantes trajo un paquete con cartillas que se les distribuyeron a la mayoría. No había suficientes y ellos pidieron que las circuláramos, para que todos tuvieran la oportunidad de aprender las reglas de la revolución. A mí no me alcanzó, mas uno de mis cuñados, el indio Necul, que no sabe leer y estaba ese día en primera fila, me lo dio y me pidió le explicara luego el contenido.
“A mí se me perdió la cartilla una vez que ocurrió un ataque, para mí el más sorpresivo de mi vida como guerrillero; yo estaba de guardia y solo pude quedarme con lo que tenía puesto: una muda de ropa. Por fortuna Elián tomó mi morral, que estaba casi vacío y conservaba mis cosas más personales, y después, una vez nos reagrupamos, me lo entregó. Eso fue antes de que estuviéramos a cargo de los secuestrados; ahora es más difícil que eso ocurra, nosotros tenemos, igual que el Secretariado, tres cordones de seguridad, y sería muy extraño que no nos alcanzaran a avisar. En esa oportunidad nos zumbaban las balas y hubo varios muertos en nuestras filas, como quince recuerdo y todavía me estremezco.
“Ahí hay frases buenas que le encienden a uno el fervor revolucionario, como eso de la igualdad y que no haya ricos para que tampoco existan pobres. Bonita frase, ¿no? Son cosas que se dicen, por eso me gané muchas veces la enemistad de Jerónimo. ¿Cómo así que él si puede gastar a sus anchas y a nosotros nos dejan migajas?, ¿por qué a él le llegan las cajas de whisky que después se las tenemos que cargar nosotros y para la tropa es apenas una pizca de aguardiente? Son cosas indignas. Por la tienda de él pasan las mujeres, obligadas, lo que a mí me consta. O si no vean a Alma Nubia, quien dejó incluso a Garrapacho, que curiosamente sigue siendo su amigo, para irse a vivir con Jerónimo, y entonces, ¿por qué a uno no lo dejan buscar la suya, así tenga que ir lejos y se corran los peligros que sean necesarios? Nadie les está pidiendo que la moza de ellos se acueste con uno. Peligros corremos a diario.
“Cuánto diera por volver a ver a Sulay, sabiendo que los hermanos me pueden llevar por el monte. Ellos se conocen bien otros caminos que nosotros ni siquiera imaginamos y que los indios no nos enseñan y los mantienen como un secreto de la comunidad –y los secretos de ellos jamás se divulgan–. Yo por eso me he hecho buen amigo de los indios, son mis cuñados, aunque se ríen cuando les hablo del tema. Se burlan con razón, yo no he visto a Sulay sino una vez; aunque yo sé que ellos tienen ganas de ir a visitar a la madre Uma. ‘Estamos listos’, me responden, ‘esas selvas son nuestras’. Y les tienen nombre a los ríos y las quebradas. ‘Llegamos a caño Loro’, me dijeron; ‘estas aguas son podridas y ahí nacen las larvas de los gusanos, a ellas vienen a defecar las loras’.
—¿Cómo así que a defecar?
—Pues sí, ellas también tienen sus misterios. A los árboles de las orillas del caño vienen las bandadas de loras, nosotros hemos visto miles. Y de ese caño nunca beben.
—¿Así es la cosa?
—Así como le digo. Y él