El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas
todo el tiempo, se le entran las piedras y el barro y muchas veces se le quedan enterradas en el pantano. Yo mismo le insisto que no las deje perder o terminaría con los pies destrozados o lo que es peor, cargado por nosotros, como si no tuviéramos suficiente obligación. En el camino sentimos de nuevo el ruido de los helicópteros; por fortuna pasan lejos y en dirección al campamento abandonado. Quizás algo descubrieron ya que las imágenes tomadas en las zonas sospechosas son analizadas luego en un centro de control; eso dice Jerónimo. Sin embargo, por precaución, nos quedamos un rato quietos, medio ocultos, hasta dejarlos de oír.
“Siquiera no llovió anoche, de otro modo estaríamos en medio de un lodazal que nos tragaría enteros. Hemos venido siguiendo el caño hacia arriba para alejarnos del río, buscamos un campamento que en otra oportunidad dejamos. Son las cuatro de la tarde, no hemos probado bocado, no sabemos dónde estamos, así que nos toca buscar un lugar propicio para acampar. Aquí, bajo la selva, sin tener un horizonte, sin saber por dónde sale o dónde se oculta el sol, la guía es el correr del agua o el golpear del viento si uno es baquiano, mas las curvas que hacen los caños y las ciénagas que se encuentran a cada paso distorsionan la orientación. Al fin, por lo tarde y por esa especie de afán, escogemos un sitio húmedo, sin rastrojo y con otro caño pero de agua oscura, sin fondo. Sin embargo, el cansancio no permite otra cosa que hacer. Armamos las hamacas, amarramos los toldillos, ponemos el plástico, nos quitamos la ropa y la lavamos en el agua. Los que van llegando después no se pueden bañar ni alcanzan a lavar sus pertenencias, las aguas agitadas las dejan sucias. Es preferible el olor a sudor que la podredumbre; por lo menos el cansancio lo hace a uno dormir y se le olvidan los olores. De pronto, cuando el frío no te permite hablar, de improviso, como una especie de augurio, se oyen los gritos de una mujer”.
5.
Si la vida fuera la normal, la aprendida de abuelos y bisabuelos, valga; sin embargo, cómo explicar lo que de un tiempo para acá estaba ocurriendo en la región: gente extraña que gasta a dos manos y deja ver el revólver acomodado en la pretina del pantalón; hombres en lanchas rápidas, armados hasta los dientes; personas muertas a bala, desperdigadas por ahí entre los matorrales, lo que nunca se había visto; helicópteros, novedosos para la época, que todos veían alelados porque los aparatos vuelan bajo por la ribera del río, serpenteando sobre los caseríos; cultivos de coca, reemplazando los sembradíos de plátano y de yuca brava, que muchos buscan ahora cultivar porque con ellos se obtiene bastante dinero, con matas que no producen frutos para comer sino hojas, las que se venden a precios sorprendentes. Cómo saber en ese entonces el significado de lo que acontecía si no existía un conocimiento de la vida pasada, olvidada en los afanes, sin que nadie la escudriñara y sin que se mostrara mayor interés por recordarla.
Sí, señor, la historia para ellos era tan simple como nacer en un lugar olvidado, sin contacto con la civilización, crecer en medio de las dificultades, pasar hambres, trabajar por el sustento y morir sin lograr mayores satisfacciones personales, salvo el amor de una india, la sazón de un buen plato de mojarra con yuca, bañarse en las aguas del río o dormir del cansancio en una hamaca, despatarrado y con la fresca del atardecer. Beber chicha o guarapo era otro deseo anhelado, a veces, aunque en cuestiones de gastos ociosos ni para qué pensar, ¿con qué dinero? Los haberes de Alcibíades eran un pedazo de tierra para cultivar, sin escrituras ni títulos ni la forma de demostrar pertenencia; un rancho de paja construido con las propias manos, con madera de los bosques cercanos y un techo de hoja de palma; un conuco bien sembrado de plátano y de yucas para sacar la comida del día, siquiera unas dos o tres hectáreas, así fuera enterradas en la selva, y disfrutar en los linderos de un caño; una curiara labrada y pulida por él, hecha para ir al caserío a llevar la remesa o traer la sal y el aceite; unas cuantas ollas y platos de latón y algunos enseres de labranza, conseguidos poco a poco en épocas de bonanza: un hacha, un machete, un azadón, una pala quizás.
¿Era normal y corriente la guerra que alrededor se vivía? ¿De qué lado estaba la verdad? Jónatan solo veía y escuchaba algunas cosas, las que iban quedando guardadas en su memoria. Mientras conducía su panga aguas arriba o aguas abajo pasaban chalupas con hombres armados, ostentosos, con una especie de fulgor en la mirada; armas deslumbrantes y fuego en los ojos que él quería para sí, y veía navegar indios con sus bongos cargados hasta el tope, repletos de plátanos, yucas y atados con chontaduro, llevados para negociar en el caserío; como lo hacía su padre –pensaba–, cuestión que formaba parte del aburrimiento que cargaba de su existencia. Oía sobre soldados instalados en San José del Guaviare que en ocasiones incursionaban por la zona y decían que no se atrevían a llegar hasta Miraflores, ni aceptaban meterse en la selva por miedo a los ataques sorpresivos de la guerrilla o a las minas quiebrapatas sembradas por doquier y que, por esas y muchas otras razones, se quedaban apenas uno o dos días en Puerto Palermo, conversaban con el inspector o con los misioneros de una iglesia gringa que hacía su labor pastoral en el territorio y se regresaban sin hacer mayor labor y más bien eludiendo posibles enfrentamientos. Para no decir mentiras, el miedo les cae por igual a los unos y a los otros.
Y los hechos más impactantes para Jónatan y para los demás eran sin lugar a dudas los despliegues de helicópteros artillados que cruzaban los cielos volando desde San José, El Retorno, Calamar y Barranquillita, vía Miraflores, y oír decir por ahí que esos aparatos eran los que les lanzaban bombas a los campamentos de los guerrilleros. Al principio todos se asustaban y los niños salían al descampado para verlos pasar; después de saber que las bombas no caían en el caserío ni en los alrededores ni sobre los ranchos de las comunidades, se apaciguaban los afanes y volvía la calma. También les causaban sorpresa las avionetas llamadas mosquitos, las que tienen la hélice en la trompa y vuelan a ras sobre los cultivos de coca, haciendo piruetas increíbles para fumigar con venenos, como ese tal glifosato, que algunos sostienen que mata también a las gallinas, los peces y los perros de las vecindades, a más de producir cáncer en los viejos y malformaciones en los niños recién nacidos. Otros aseguran que eso no es cierto, no es tóxico y no sirve ni siquiera para acabar con los gusanos de las matas. ¿Y los dolores de estómago qué?, ¿y los salpullidos de los muchachos en la piel?, ¿y la irritación en los ojos?
A Jónatan también lo desconcertaba saber de la existencia de bandas de asesinos que vivían de hacerles favores a los unos o a los otros. Al principio eran forasteros que hacían preguntas y recorrían el pueblo como indagando a los lugareños, de esos conchudos, entrando a la casa de los vecinos sin pedir permiso o pidiendo en alquiler una pieza en el mejor lugar del caserío. Primero se dan sus lujos y buscan que todo mundo se entere de sus riquezas. Luego se sientan en la cantina, invitan a los paisanos, les ofrecen del mejor trago que quieran beber, por lo menos al principio, y cuando los ven borrachos comienzan con la preguntadera. Lo hacen como haciéndose los desentendidos, echando carnada para lograr sus propósitos. Lo que sí no se supo hasta mucho tiempo después fue que como consecuencia de aquellas incursiones empezaron a aparecer indios asesinados en las sementeras o cuerpos de campesinos ahogados que bajaban flotando con sus barrigas hinchadas sobre la corriente del río. Y lo curioso era que debían seguir de largo, nadie se atrevía a rescatarlos.
Lo que les decía Otilia en sus clases de historia o cuando caminaba con ellos por los caminos de la selva enseñándoles botánica resultaba ser diferente de lo que le explicaba Alcibíades a Jónatan. Cansados de caminar y eludiendo la maraña o evitando los caminos más cenagosos, se sentaban a conversar entre las raíces de un árbol frondoso, centenario. Una ceiba barrigona, un árbol de castaña o un caucho cicatrizado de los que le había dado el sustento a más de uno. Ella, por su parte, trataba de no decir nada más allá de lo indispensable; ni siquiera estaba segura de saber lo que acontecía. En ese tema prefería pensar y no decía mucho. Otilia relataba que había una guerra declarada; eso llevaba la vida entera, pero ella no sabía con exactitud las fechas. Lo cierto era que siempre había oído lo mismo. Para ser francos, cuentan los que la conocían, las cifras y los datos, como si fueran una extrapolación de las matemáticas, le hacían un nudo en la cabeza. Desde que tenía recuerdos había oído del asunto y no se sabía quién diablos iba ganando esa guerra.
Dicen que padre e hijo alguna que otra vez hablaban del tema y no es muy seguro si era al navegar juntos por el río, como ocurría al principio cuando el padre le enseñaba a controlar las corrientes y buscar los remansos o al irse con él a pescar en los caños que desembocan en el