El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas
ahora les está dando por hacer túneles, “así se defienden los camaradas en Afganistán” –alega Garrapacho con la mano en la cintura.
—Cargar leña y remesas, para eso sí soy bueno. Yo quisiera tener las verdaderas responsabilidades de una guerra irregular. –Había oído el calificativo de irregular que se les da a ciertas guerras, aunque no sabía de qué se trataba–. Decidir por ejemplo sobre los desplazamientos por sitios desconocidos en momentos de urgencia en los que es necesario hacer uso del ingenio y llevarlos a lugares en donde se pueden armar campamentos seguros y confortables. En mis correrías veo sitios mucho mejores que los que han sido escogidos por los jefes; puedo tener a mi cuidado a los retenidos políticos: congresistas, alcaldes o militares con rango; planear asaltos a poblaciones con puesto de policía y Banco Agrario; batallar con el enemigo a puro plomo; tumbar helicópteros; hacer labores de inteligencia; infiltrarme en los organismos del Estado, cuestiones delegadas a tipos como Garrapacho.
“Muchas de esas comisiones han hecho famosos a guerrilleros hoy célebres y se las he oído contar a los compañeros cuando se reúnen para comer o se entretienen hablando en las caminadas; aventuras tesas de las cuales se sienten orgullosos y por las que les dan reconocimientos públicos en las reuniones del alto mando o que aparecen en periódicos de otros países, escritos por organizaciones amigas, como esas de Europa que les envían dólares por vender camisetas con propaganda de las FARC.
“Aquí todo es al revés. Vea si no el caso de Honorio Fuentes, un niño guerrillero, amigo y confidente de Garrapacho, que murió cuando le estalló una mina que él estaba poniendo. El muy bruto la ensayó con él mismo a ver si le había quedado bien puesta y acá lo volvieron héroe. Yo digo que ser héroe no es exponerse, ni estar alardeando sobre acciones militares que nadie puede corroborar. Él siempre decía que había matado a tales y cuales soldados y hablaba del sitio exacto en el que les había pegado el tiro. Y era dizque valiente, dormía en el suelo y salía a cazar culebras que después se comía con los más osados. Así las cosas, los jefes le hicieron un homenaje, según ellos, merecido.
“El muchacho salió con fotografía en la página de Internet de nuestro ejército revolucionario, la que se publicó en conmemoración del asalto de hace unos años en donde murieron como treinta y cinco soldados. Ahí decía que había sido un joven ejemplo para las nuevas generaciones y que el tipo trabajaba hombro a hombro con los mejores contingentes de la revolución. Lo que no dijeron es que a ese pobre muchacho lo enterramos por ahí en cualquier hueco en medio de la selva y solo porque le gritamos vivas y disparamos unos cuantos tiros al aire, poquitos pues estábamos pobres de munición, dizque quedó grabado para siempre en el corazón del pueblo. Yo no lo veo como un ejemplo, era un bocón, quien murió por darse ínfulas.
“A mí me tocó poner muchas minas y para esa época ni caí en cuenta de los daños que hacían, por ejemplo ver que no siempre producían la muerte sino mutilaciones, lo cual es peor, al quedar uno desfigurado y baldado de por vida. De hecho ese fue el primer oficio que nos pusieron a Elián, a Morris y a mí cuando nos alistamos. Bueno, no sé si es correcto decir que nos alistamos, la cuestión no radicó en nuestra voluntad. Hasta lloramos el día en que ellos les dijeron a nuestros padres que debíamos pagarle un servicio militar a la revolución. Llegaron de madrugada, se instalaron al frente de la choza en un patio de flores que cultivaba mi mamá, inspeccionaron todo para ver si había armas, escopetas o trabucos; pidieron café y huevos si había y mi mamá les cocinó todo lo que encontró. Jerónimo habló con mi papá. Salieron al patio y se acomodaron bajo la sombra de un cedro frondoso en la mitad del camino y después de hacer un pacto regresaron sonrientes.
“Mi mamá no sabía nada y no se imaginó que el acuerdo era yo, porque era el mayor y tenía doce años. ‘Es buena edad para comenzar’, le dijo Jerónimo como si fuera un profesor de matemáticas. Eso no me dolió; me dolió la sonrisa de mi papá. Ese día lo vi cambiar de opinión como si nada. ¿No dizque con esa gente era mejor no meterse? Yo desde eso le cogí una especie de bronca, aunque puede ser otra cosa. Él le decía a mi mamá que no llorara, ‘allá en el monte los volvían hombres de verdad’, le dijo. Y sí, puede ser verdad, pero a mí me preocupaba mi mamá y me sigue preocupando, no volví a verla más y no sé si está viva o si se murió de tristeza. Aún sueño con ella y a veces me duermo pensando en su cara, en sus modales y en las canciones que nos cantaba. La veo lavando ropa, cargando agua, encendiendo el fogón, rezándole a la Virgen y haciendo cosas ricas en la cocina, siempre con una sonrisa que me sosiega en las noches. Esas tortas de maíz, esos cocidos de fríjol y el casabe y la mandioca.
“Mi papá entró a la choza y salió con mi pantalón y me lo ofreció. ‘Póngase eso’, dijo y luego ordenó que me afanara, me iba con ellos. ‘Está decidido’. Que siquiera supiera cuál fue el acuerdo, eso me bastaría, si los iban a matar a ellos, uno se aguanta y hasta se va con gusto. Otra cosa es que le hubieran ofrecido plata, en ocasiones me ha tocado ver situaciones parecidas. ‘¿Cuánto vale ese indio?’. A veces me pregunto cuánto pagaron por mí, ¿cien, doscientos mil pesos? Mi mamá comenzó a gritar y cuando yo iba a correr adonde estaba ella, dos guerrilleros me agarraron por los brazos y no me dejaron mover. Tampoco a ella le permitieron acercarse hasta donde yo estaba.
“Alguien, que después fusilaron, un negro que los otros llamaban Chorro de Humo, se le puso al frente a mi mamá con un fusil. Imagínense, hacerle eso a mi mamá. Uno no se debe alegrar con la muerte de los demás, y yo, aunque me tocó defenderlo en un juicio que le hicieron, sentí una especie de regocijo con la muerte de él. Mi madre se tuvo que quedar con mis hermanos, que se agarraron de su falda y no la soltaron. Me despedí de lejos alzando la mano. Habría querido abrazarla. Todos llorábamos, incluso Donato, Erasmo y Samanta, mis hermanos, y los tipos me decían a mí que no fuera niña y se burlaban.
“Después fuimos al rancho de Elián y luego al de Morris. Y yo ahí como castigado, contemplando lo que pasaba; sin abrir la boca para no enconarlos. Y fue la misma cosa, conversaciones secretas con el papá y decisiones que nunca supimos. En el caso de Elián fue más difícil, él se metió al monte y mandaron dos guerrilleros a perseguirlo. Yo creí que lo iban a matar. Hasta sonaron unos tiros, lo que hizo que la mamá de Elián gritara como loca y se les abalanzara como una fiera, aunque después se supo que los disparos eran para hacerlo bajar de un árbol en donde se había encaramado. Duraron dos horas para encontrarlo y lo trajeron con las manos atadas con una cabuya y amarrado de la nuca con una soga. ‘La próxima vez que intentes volarte te pegamos un tiro’, le dijeron como si fueran dueños de su vida. Sin embargo él no tenía miedo, los miraba con odio y creo, para mí, que así los sigue mirando. Ahí lo duro es el dolor de las mamás, ellas son las más sufridas, y qué curioso, si uno se pone a meditar, ellas son las que pelean por uno. A nosotros nos consuela estar juntos; siempre lo recordamos; por eso el dolor de alguno es el dolor de todos y la alegría, cuando existe, es nuestro sosiego.
“Primero nos llevaron a un campo de entrenamiento. No quedaba ni tan lejos; era en una especie de finca ganadera. Al instructor le decían el Turista, era extranjero e iba y venía de país en país, creo que era entrenador en diferentes sitios; usaba unas gafas oscuras y en medio de pólvora, mechas, tuercas y clavos retorcidos, soñaba con comprar unas de esas gafas que cambiaban de colores con la luz. Nos enseñaron a fabricar las minas usando los tarros de los enlatados o tubos de PVC, con pólvora y metralla. Funcionan con la presión que hace el peso de las personas al pisarlas y no se necesitan sino veinte o treinta kilos.
“Uno las esconde bajo la tierra y no deja sino medio asomada la punta que al ser presionada la hace estallar. Las colocábamos después de los asaltos para protegernos mientras duraba la huida, y no solo en los caminos por donde corríamos sino entre los matorrales de los alrededores. Ellos participaban en los combates y luego nos dejaban en la retaguardia poniendo las minas. Cientos de ellas han quedado desperdigadas. Esa era nuestra responsabilidad. Después teníamos que seguirles las huellas a los compañeros hasta que dábamos con el campamento. Podríamos habernos fugado muchas veces aunque en realidad no sabríamos para dónde ir. Además, teníamos la esperanza de hacer puntos para lograr los ascensos –eso nos decían–; sin embargo, ninguno de nosotros ha podido ascender, siempre hemos sido solidarios entre nosotros y eso a ellos los mortifica. Nos tratan a los tres como si fuéramos uno.
3.