El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas
Debería haberse dado cuenta de las necesidades; de que ella enseñaba a leer y escribir en las primeras horas de la mañana, chapuceaba las matemáticas al mediodía y se distraía con la geografía y la historia en el calor de la tarde.
Las demás materias del pénsum no podían enseñarse, porque el tiempo no le daba, por ejemplo botánica y urbanidad, y ella suplía esas faltas haciendo paseos con ellos por el bosque para explicarles los nombres de los árboles que encontraban en el camino, como el cuyubí, los gualandayes, los cedros y los búcaros; hablarles de plantas medicinales como el arizá, el chingalé o el llantén y mostrarles las variedades de mariposas, como las monarcas, capaces de recorrer largas distancias y que, según la leyenda, podían vivir lo que dura un embarazo normal, o las azules, que sacuden el viento con su colorido; los colibríes que punzan el centro de las flores con su pico afilado, moviendo las alas más rápido de lo que la vista es capaz de percibir y las arañas ponzoñosas que se deslizan desde lo alto de los totumos, como las tarántulas, de las cuales nosotros tenemos las más grandes y venenosas.
Es curioso, Otilia también decidía, en su fuero, que la urbanidad era enseñarles a los niños a cepillarse los dientes, lavarse las manos después de ir al baño, tratar con respeto a los mayores, comportarse bien al comer y no decir palabras vulgares que desdijeran de las buenas costumbres, según lo enseñara Manuel Antonio Carreño, en su Manual de urbanidad y buenas costumbres, que de acuerdo con Otilia informaba de los deberes para con Dios, la patria, la sociedad e incluso para con nosotros mismos. Ese libro sí lo había leído de pasta a pasta y lo guardaba con celo, como si fuera un preciado tesoro.
Los más pequeños oían primero el abecedario y ella lo recitaba con ellos hasta aprenderlo de memoria. Los medianos escribían en el cuaderno las frases dictadas y los más grandes leían en cartillas enviadas desde el Ministerio. Cuando habían leído lo que era posible y se aburrían de repetir las frases, los ponían a consultar libros en la biblioteca: un arcón de madera que Otilia mantenía con candado en un rincón del bohío. En el caso de las matemáticas la cosa era más difícil. No existían herramientas de trabajo, ni siquiera un ábaco, y los contenidos que exigían un esfuerzo de abstracción debían soslayarse para cuando los chicos fueran profesionales; lo importante era saber sumar y restar y para los más adelantados aprender a multiplicar y a dividir. En el caso de la historia y la geografía, había un libro del profesor Javier Gutiérrez que Otilia leía cada vez que iba a dictar la clase, y para ubicarlos en el mundo, logró conseguir un mapamundi en forma de balón, grande y redondo, con una sola abolladura que resultó del viaje y un atlas de Colombia, elementos que sacaba del arcón cuando los necesitaba y que producían cierta frustración entre los alumnos, ya que en ellos ni siquiera aparecía ese lugar remoto llamado Puerto Palermo. Y los idiomas, el inglés y el francés, su sueño de juventud, el que la hacía pensar en la posibilidad de recorrer el mundo, no podían practicarse en aquel sitio y sus deseos se le escurrían poco a poco de la cada vez más frágil memoria.
4.
“Hoy me toca cocinar –piensa Jónatan–. La reserva de leña se agotó y ayer no pude recogerla, como era mi obligación. Casi siempre lo hago con buena anticipación. Como estuve de guardia hasta las ocho de la noche, la pereza me pudo. Lo primero que debo hacer desde antes del amanecer es ir con mi linterna recogiendo los troncos y las ramas secas tiradas en las cercanías del campamento, mientras asumo la tarea de llenar de nuevo el depósito de leña, del cual soy el encargado. De todos modos, a esta hora, así no llueva, la bruma cubre el lugar y siempre se encuentran los troncos húmedos por el rocío de la noche, y si la madera es buena sé que estará seca por dentro”. Jónatan se sienta a mirar la bruma, es hermosa, cubre lentamente el follaje y se va disolviendo con la brisa. “Soy baquiano para recoger leña –divaga–, ese ha sido mi oficio desde joven. A él me acostumbraron mis superiores, incluido mi padre, que ni siquiera me invitaba a abrir surcos en la sementera o a sembrar plátano en las riberas del río. A veces la costumbre hace de oficios triviales lo más importante de la vida, o si no que lo digan los bisoños. Muchos compañeros se confunden usando cualquier tipo de madera, húmeda o verde. Gastan la provisión de fósforos y terminan pidiendo ayuda. El mío es un trabajo agotador y a veces me aburro, debo recorrer distancias desconocidas, lo que me permite salir un poco de la rutina, distraerme pensando, soñar con los deseos que me han sido ajenos; airearme de tanto comentario pesimista o de tantas quejas, ver animales raros que en la selva abundan y enterarme de los riesgos.
“Veo loras que cruzan con sus ruidos infernales bajo los primeros rayos de luz, las que se matizan en el paisaje cuando están solas y cruzan en bandadas haciendo algarabía; siento los micos alborotados en el bosque, las lagartijas que huyen al estropearles el sueño con las pisadas de mis botas, las chicharras que chillan –estridulan, me corrigió una vez Irene–; sin embargo, hoy entre los ruidos del amanecer existe un rumor extraño. Me quedo quieto casi sin respirar, para percibirlo mejor. No es un huracán de los que sacuden los árboles de cuando en vez, tampoco el sonido de la lluvia que se aproxima a ráfagas y uno percibe a la distancia, menos una desbandada de zainos perseguidos por alguna fiera; es como un temblor constante que sacude el aire y estremece la tierra. Aguzo el oído; cada vez está más cerca: son helicópteros, varios de ellos; no se trata de uno solo y pronto estarán dando vueltas encima de nosotros. Silbo tres veces –y mi silbido es agudo y fuerte–, lo suficiente como para que los guardias avisen y se pueda ocultar lo visible; se apaguen las lámparas de aceite o los cigarrillos de los fumadores; se esconda lo que esté a la intemperie, se vigile a los retenidos y se les apunte con los fusiles con el fin de evitar locuras que nos pongan en riesgo, al ser ellos los primeros en sentir pánico si se trata de un bombardeo.
“Yo me quedo petrificado bajo un árbol frondoso. A través de los ramajes veo rayos de luz penetrar el boscaje; hojas secas cayendo quizás por el estruendo; observo el cielo clarear, oriento mis ojos con los oídos, mi corazón se acelera y la sangre me retumba en las sienes. A veces uno cree que el sonido también lo escuchan los demás. No hay ruidos en la selva, solo las hélices de los aparatos que serpentean en el aire. Ellos dan vueltas en círculos. La altura no le permite a Jerónimo ser certero con las balas de su fusil; ni se ven ellos desde nuestros escondrijos ni nos alcanzan a ver con sus binóculos. Los helicópteros parecen pájaros merodeando a sus presas, buscando con ojos agudos, alistando garras, prestas las bombas para ser lanzadas. Pero ellos también deben estar seguros del blanco. No pueden desperdiciar el arsenal. Jerónimo orienta el cañón de su fusil con ganas de bajarlos con un tiro de gracia, sin embargo sabe que la distancia es mucha y la visibilidad poca, y se contiene. Tamborilea sobre el cañón de su AK 47. Seguro verían el destello, sentirían el trueno y el impacto no alcanzaría a ser mortal, como él lo quisiera más que nadie; al fin, los jefes viven de sus triunfos y de la ostentación que hagan luego.
“También he soñado con hacerlos caer, habría que darles en el rotor o en el tanque de la gasolina. Como cuando tumbaron el helicóptero de los gringos. A esa distancia es casi imposible. Si por cosas del azar, más que de la puntería, se lograra dar en el blanco, entonces se precipitarían contra la selva y de seguro morirían calcinados, explotarían las bombas que llevan adentro y quedarían ellos mismos reducidos a cenizas. Hechos partículas en una estela de humo. Cocinados en su invento. A veces comentamos estas posibilidades entre nosotros cuando estamos alrededor de una fogata o al comer juntos, que no es frecuente; la mayor parte del tiempo estamos corriendo de acá para allá, huyendo del acoso de la tropa, ahora empecinada en acabarnos. Muchos prometen hacerlo algún día y Jerónimo piensa tener el armamento necesario. Los misiles tierra-aire. ‘Están por llegar’, dice. Vienen por la frontera. ‘Ahí sí los volveremos papilla’, se ufana. Eso repite Jerónimo y mientras tanto el tiempo pasa y los problemas son cada vez mayores. Además hay muchos incrédulos. Dicen que promete demasiado, quizás más de la cuenta. Y uno en estos afanes va acumulando desconfianzas.
“Los helicópteros se alejan. Por fin. Ahora el sonido vuelve a ser un rumor, como al principio, y si no fuera por la congestión concentrada en la cabeza, por la tensión en medio de las sienes, por las palpitaciones del pecho, volverían a aparecer los sonidos de la selva, que también se han esfumado. A las fieras las carcome el miedo como a nosotros. La luz del día está plena y el campamento vuelve a la rutina y yo no he logrado conseguir la leña necesaria para preparar el desayuno. Pensé en hacer un poco