El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas
por más razones que existan. Elián y Morris me podrían ayudar, son mis amigos. O los indios, a los que todavía es fácil que nosotros, así seamos de bajo rango, les podamos dar órdenes; sobre todo yo, al conocer muchas de sus costumbres. Yo comparto sentimientos con ellos, a veces peleamos y nos hacemos maldades, dejamos de hablarnos incluso, aunque siempre terminamos unidos en lo fundamental. Que es lo importante –eso decimos–. Somos como hermanos, nacimos en el mismo rancherío y andamos juntos en estas selvas desde niños.
“En el camino encontré un tronco grande y seco, así que suelto la carga innecesaria; lo levanto, me lo tercio al hombro y me apresuro a llegar. En este lugar debo asentar bien los pies. Todavía hay barro del último aguacero y las botas se me entierran en el pantano. Chapoteo y trastabillo. Por fortuna los jefes están reunidos comentando sobre lo cerca que estuvimos –me imagino–. Puede que decidan cambiar de campamento. Eso sería grave, aunque casi siempre ocurre. Morris se acerca, creo que viene en mi búsqueda; le pido el favor de traerme un hacha. ‘Vamos, camarada, me cogió el día’. Todavía tiene los ojos grandes del susto. No se mueve, se rasca la cabeza. Está nervioso y le tiembla la voz y se recuesta en un barranco hasta recobrar el aliento. ‘Ellos prohibieron las fogatas’, me dice todavía a media lengua y opina que vamos a tener que comer enlatados. Las latas cansan. No habrá fariña de mandioca – pienso– ni lentejas llegadas en la última remesa. En cierto modo me da tristeza, uno a las lentejas les va cogiendo el saborcito.
“Si yo pudiera decidir, o sea, si fuera el mandamás –y no es que me choque–, ordenaría quedarnos en este sitio. Hacía mucho no encontrábamos un lugar así. Hay un caño de agua limpia, se puede uno bañar y pescar. No nos ven desde el aire, los árboles son frondosos y el campamento está en el bosque. Hicimos las trincheras para protegernos y los chontos para hacer las necesidades del cuerpo. Tenemos espacio suficiente con hamacas, toldillos y plásticos. No es sino ser precavidos por uno o dos días y aguantarse las ganas de hacer una fogata o prender una linterna. Aquí el único problema es la falta del sol, solo existe si uno lo busca mucho; sin embargo, yo sé cómo bañarme de sol; encontré un claro entre dos bosques. El caño cae al río y se puede, en una canoa, llegar a un pueblo de colonos controlado por los compañeros. Allí todo es nuestro –el alcalde y hasta el inspector de policía nos apoyan– y la gente sabe que nosotros somos el máximo secreto que deben guardar. Aquí los secretos no son a voces, quien habla se muere y por esa razón por el río nadie ha llegado, diferente a los indios que viven adentro y que aprendieron a entender el lenguaje de la guerra. Si no, también se mueren. La muerte es de lo más natural en este oficio.
“Aquí manda Jerónimo; lleva como treinta años en la selva. Si no es más; ese hombre parece parido en una trocha. Él es mandón, como dicen, llevado de su parecer y no tiene quién le discuta. Es, para qué negarlo, demasiado experimentado y no da tiro; así que si él ordena la marcha, nos vamos. ¿Y quién chista? Si se decide se empaca en menos de una hora. Yo sé lo que nunca puedo dejar. En mi morral primero están la hamaca, el toldillo y el plástico; una muda de ropa y la comida. Y si se puede se meten otras cosas personales, conservadas como recuerdos o amuletos. Siempre dejamos espacio para las remesas. Yo trato de no perder mi linterna, la foto de mi mamá y un escapulario que ella me dio cuando me fui del rancho para meterme al monte con Morris y Elián. Si tuviera la foto de la india que conocí en el río, tendría un recuerdo más, ese que me permite soñar. Cada cual tiene sus propias reliquias, por ejemplo los retenidos se conocen porque lo primero que guardan es el cuaderno y el lápiz o un libro que se leen y releen cientos de veces. Si uno está acosado, el valor de las cosas cambia. Nosotros cuando muchachos estábamos afiebrados con eso de cargar un fusil y ese era el sueño: tener un fusil; también entramos a la guerra con la ilusión de ganar el sustento y por la aventura. No se puede negar, uno los veía pasar armados y sentía envidia.
“Así que todo está en veremos. Esperemos que ellos terminen de hablar para saber qué camino coger. Mientras tanto, quietud y silencio o más bien cuchicheos. Entre nosotros hablamos, contradecimos y opinamos, sin decirlo duro; aunque yo sigo en mi tarea organizando el desayuno. Este, más aún si hay que correr, habrá que darlo reforzado y tomarlo de afán. A fin de cuentas hay que cargar los morrales, los fusiles, las municiones, la comida y encargarse de amarrar a los retenidos, de a cinco, para evitar su huida. Además, muchos de ellos son convalecientes de alguna enfermedad y tienen gusanos en el empeine o se quejan de la espalda y de las piernas. Eso sí, se quejan más de la cuenta y a uno moviéndose todo el tiempo no le queda más remedio que ayudar, si no, el camino se hace largo. Bueno, y también da pesar sobre todo con las mujeres retenidas. No están acostumbradas a trayectos largos y a tantas dificultades. Uno tiene su corazón y se conduele, aunque hay unos que prefieren verlos sufrir y se les ve la sonrisa de sádicos. Como quien dice: ‘no importa que se jodan. Al fin, ¿no son ricos pues?’.
“Las órdenes son precisas. Hay que abandonar el lugar. Nunca el enemigo había estado tan cerca; es probable que nos hayan visto y si eso es así ya tienen las coordenadas y esta noche vendrá el avión fantasma a destruirnos. Dicen tener detectores de calor y será fácil encontrarnos. Una sola bomba y ahí quedamos todos, fritos. A menos que estén seguros de que tenemos los secuestrados. Ellos son nuestra garantía. Así que, tomada la decisión, el campamento se vuelve una revolución. La gente corre y las órdenes se suceden sin interrupción; yo soy el único que no puede empacar todavía, debo distribuir la comida del desayuno: un tarro de salchichas, un pedazo de panela y agua mezclada con colorante, que todos deben comer de manera apresurada, mientras empacan. Los que vigilan a los retenidos los están amarrando de a cinco con cadenas que dan dos círculos en el cuello y les están entregando las provisiones. No solo la ración sino la remesa. El que no tenga el morral listo debe dejar sus pertenencias y sufrir las consecuencias. Si hay que hacer otro campamento y no se tiene un toldillo, los zancudos empiezan por alimentarse y termina el imbécil con paludismo. Así que hay cosas indispensables. O miremos el caso de los aguaceros, duran toda la noche y si no hay cómo cubrirse del frío, termina uno sin circulación en las piernas y sin aire en los pulmones.
“Un adiós al agua del caño: limpia y fresca. Se podía beber sin peligro. Muchas veces los caños son de aguas negras y al uno entrar encuentra el fondo lleno de hojas en descomposición y al pisarlas todo se vuelve turbio y fétido, como podrido. Por eso uno añora encontrar corrientes de aguas limpias en donde bañarse o quebradas que bajen de los cerros y sean cristalinas. Adiós a la construcción que habíamos hecho con tablas y troncos debajo de los árboles, bien protegida de la lluvia y donde alzamos las hamacas; el trabajo de tantos días para armar el cambuche de los retenidos y cubrirlo con alambre de púas. Atrás quedan el trabajo de meses y las pertenencias que debemos esconder bajo tierra: las canecas para el agua limpia, la motobomba, los baños, los caminos de piedra para evitar el pantano, un salón para juegos. Para mí lo más importante fue el sitio que descubrí para tomar baños de sol y el recodo del caño donde pesco curitos y la india lavando ropa en la ribera del río, mi refugio en las noches, a la que le pedí que se fuera a vivir conmigo. Eso es lo que más me molesta, tendré que aplazar el empeño de encontrarla de nuevo.
“Salimos sin mirar atrás. ‘Lo que nos espera es el futuro’, dice Jerónimo; yo pienso distinto. A mí me gustan los recuerdos y esos siempre están atrás. Volver a ver a mi madre, que me den un permiso para ir a visitarla a Puerto Palermo, adonde no he tenido la oportunidad de regresar. Aunque acepto las circunstancias, como he sido rebelde me tienen desconfianza. No volví a saber de ella. A veces le mando cartas con algunos viajeros que van por esos lados, mas ella no sabe leer y con este deambular incesante es difícil que uno se encuentre de nuevo con alguien que le quiso hacer un favor o le puede dar noticias. Mi madre es como un sueño, de esos que uno quiere conquistar. Se llama Josefina y debe tener cuarenta y cinco años, si no más. Se quedó con Erasmo y Donato y con mi hermanita que tendría unos cinco años cuando yo me fui de la casa y se llama Samanta. Mi padre Alcibíades no me importa tanto, de él recibí muchos castigos, aunque ahora, con el tiempo, he venido aceptando sus maneras.
“En esta zona el terreno es difícil, hay que abrir trocha, tumbar rastrojo y las hierbas te cortan los brazos cuando pasas y las espinas se entierran en la piel. Además, la tierra es húmeda, cenagosa y en ocasiones avanzar en el pantano se hace dificultoso. Los rehenes suelen cansarse fácil o se hacen los cansados; a fin de cuentas ellos no están por ayudar y