El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas

El sol que nunca vimos - Jaime Restrepo Cuartas


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tomar un caño por trechos largos y así resultaba difícil saber el sitio exacto por el cual volverían a tomar la selva. Si la pescamos, en ambas ocasiones, no fue por nuestra inteligencia militar, de la que nos preciamos a cada instante, especialmente en las estrategias de infiltración; ni por las órdenes del Secretariado, siempre perentorias en casos como este; ni como consecuencia de la persecución organizada por Jerónimo, quien se ufana de sus habilidades en el rastreo que llama “por barrido”; ni en razón de la mala planificación de parte de ellas, sino que les faltó suerte o al fugarse no se hicieron buena compañía. Muchas veces depende de eso, si el otro es débil o se enferma o si no existe la suficiente empatía, sobreviene el chasco. Quizá si hubiera huido sola habría tenido mejor suerte; como le pasó a Franklin, el subintendente, ese flacucho que nos dio más lidia que un chucho.

      “Sus reiterados intentos de fuga muestran su rebeldía. Muchos de los retenidos e incluso los soldados que son prisioneros de guerra jamás han intentado escapar; seguro lo piensan o lo sueñan y no se atreven. Eso de estar dispuesto a huir va con la personalidad, supongo. Algunos, muy pocos, cavilan en ello todo el tiempo y otros, la mayoría, permanecen ahí congelados, como resignados, esperando a que algo suceda o alguien venga y los salve. Al fin esas decisiones pueden ser determinantes, de vida o muerte; si los pescan los pueden fusilar y punto. A ellas, al volverlas a hacer prisioneras, simplemente las confinaron en una tolda en el centro del campamento, amarradas con cadenas. Les quitaron la comida y las humillaron delante de todos. Hubo amenazas de fusilamiento y hasta hicieron un papelón de juicio, dizque para demostrarles a los demás que eran culpables de traición a la patria. No les quitaban las cadenas ni para ir al baño y si estaban obligadas a ir las acompañaba un guerrillero para hacerles sentir vergüenza. Nosotros sabíamos que no las iban a matar, por lo que representaban para la organización, simplemente les infundían miedo, aunque a Irene no había manera de amedrentarla. A muchos de los otros sí, sobre todo a los policías o soldados de más bajo rango. Ellos sabían que la gran prensa no se ocupaba de ellos como lo hacían con ellas.

      “De la altivez de Irene puede atestiguar cualquiera que la haya conocido. Incluso sus compañeros. ‘Esa mujer es muy arrecha’, decían unos y otros ni siquiera se arriesgaban a cuidarla; le sacaban el quite, como se dice. Casi no existe nadie que no haya tenido alguna discusión con Irene. Unos por tratar de sobrepasarse con ella y otros porque a ella le daba la gana confrontarlos. Parece una papeleta a punto de estallar; lo que se debe a ese resentimiento que mantiene. Explicable, claro, a fin de cuentas este asunto de estar retenidos en contra de su voluntad es algo difícil de justificar y ‘resulta incomprensible en una democracia’, como le dicen a uno los políticos secuestrados. Si ella fuera sensata nos haría las cosas más fáciles, muchas de las complicaciones sufridas son consecuencia de sus rabietas y su falta de colaboración. Creo que es la secuestrada con más tiempo de permanecer amarrada con cadenas, la que más cepo ha sufrido, más amenazas de muerte se ha tenido que tragar y menos privilegios ha obtenido. De hecho ha habido que cambiarle de compañeros y guardianes cada determinado tiempo. Yo también tengo mi experiencia con ella y mi posición a ese respecto es ambivalente; para ser franco, muchas cosas he aprendido de las conversaciones que hemos sostenido, especialmente cuando estamos huyendo.

      “Es una mujer culta, por lo menos así me parece. Oye radio cada vez que puede, incluso mantiene uno escondido, que es muy pequeñito y que no le presta a nadie; lee todo libro o periódico que se le atraviesa, incluso guarda con celo una Biblia protestante y toma nota en cuadernos sobre muchas de las cosas que le llaman la atención. Suele ser metódica: se levanta temprano, hace algunos ejercicios antes del desayuno, come poco y muchas veces desecha la comida, renegando como una loca, y convierte su rechazo a alimentarse en una manera de protestar. Hasta huelgas de hambre ha hecho; es recatada, cuando no está castigada escoge bien los lugares en donde debe cambiarse de ropa y es cuidadosa cuando va a hacer sus necesidades. Acá a muchos guerrilleros les gusta entretenerse con las mujeres cuando van al chonto o cuando se están bañando en los pozos de las quebradas. Y eso no es solamente con las retenidas, es también con las compañeras de la guerrilla o con las indígenas de los caseríos. Mi relación con ella se consolida cuando decido enojarme con un compañero que la estaba atisbando con unos binóculos, montado en un árbol, disfrutando como un enano.

      —¿Qué hace ahí, hombre, no le da pena, tan grandulón que es? –le dije como regañándolo.

      —A usted qué le importa, no se meta –me respondió con altanería.

      —Sí me importa, yo estoy a cargo de la seguridad de ella.

      —¿Y qué?, yo acaso le estoy apuntando con un fusil.

      —La está hostigando, que es parecido. Yo debo velar por su tranquilidad.

      —Oigan a este imbécil –me respondió y permaneció en el árbol burlándose e insultándome.

      “Ella se quedó petrificada durante un rato, el que a mí me pareció eterno, luego se organizó como pudo, tratando de cubrir su desnudez con las manos, subió sus calzones y luego su pantalón, y aún sin levantar el cierre, temblando de la ira, se vino directo al árbol en donde estaba Ciro Eladio, agarró troncos y palos y una que otra piedra que encontró en el camino y comenzó a lanzarlos, con ira, sin puntería, vociferando, mientras el hombre se reía y se escondía detrás de una rama, sonriendo sin consideración y alardeando de su situación de privilegio. Irene lo llamó cobarde, indeseable, vulgar, hijo de las mil putas y otras cosas de las que no me acuerdo, hasta que Jerónimo, que desde lejos seguía los acontecimientos con una sonrisa en la cara, envió a Alma Nubia a mediar y ella salió presurosa y con su concebida grosería me ordenó llevármela y le dijo a Ciro Eladio que bajara del árbol y fuera adonde Jerónimo. Yo a Alma Nubia la detesto y muchas veces me le hago el bobo para no hacerle caso, pero Ciro Eladio debe obedecerle si no quiere tener problemas con su jefe.

      “Sin embargo, sin más reparos nos fuimos del lugar; yo la tomé del brazo, le ayudé a dar el paso entre el barrizal. La mujer estaba dando tumbos de la ira y por eso la llevé hasta donde se encontraban sus compañeros de cautiverio, quienes la recibieron con efusividad, la hicieron sentar, le dieron agua y comenzaron a conversar con ella. Es curioso, esa solidaridad de ellos también existe a veces con nosotros. Yo por ejemplo esa tarde sentía como si fuera uno de ellos, estaba más de su lado que del de mis compañeros que se burlaban desde lejos. ‘Esa vieja está buena’, les oí decir. Yo me quedé con ellos hasta verla relajada. A mí en realidad nunca me habían importado estas cosas; sin embargo, eran tan rutinarias que me hastiaban; de pronto era como si ya no quisiera seguir escuchando sandeces ni viendo atropellos.

      —Gracias, Jónatan –me dijo ella cuando vio que me alejaba y yo únicamente me di media vuelta para sonreírle.

      “Con el correr de los días se puso muy débil y después del incidente no quiso volver a comer. Uno le llevaba la ración y cuando volvía a recoger las basuras o a dar vuelta para ver cómo andaban las cosas veía que ella todavía tenía la comida intacta; estaba como absorta, mirando al vacío, sin probar bocado. Decía que no tenía apetito y parecía verdad, como dice Calixto, cuando uno deja de comer durante mucho tiempo no siente hambre, cosa que a mí todavía no me ha pasado y ojalá no me pase. Uno acá requiere buena comida para soportar semejantes trotes. Imagínense ustedes, hay días que salimos desde el amanecer y entrada la noche todavía no sabemos adónde vamos a pernoctar y a veces la pasamos solo con el desayuno. Llega uno con tanta hambre que es capaz de comerse cualquier cosa, insectos o gusanos o cogollo de palma, y lo curioso es que todo le sabe bueno. Qué raro, a mí el hambre me da rabia. Por eso, creyendo que podría ser lo mismo, hablé con Calixto, el enfermero del campamento, para que fuera a verla y le mandara alguna medicina.

      —Esa mujer se va a morir –le dije.

      —A esa fiera no le arrima nadie –me respondió–, no ve como se pone de brava por cualquier pendejada.

      —Qué va, hombre, a cualquiera le da rabia que lo estén gateando. A esa mujer se le asoman los huesos; uno ni sabe el gusto de Ciro Eladio, si lo que da es lástima.

      —Ese bárbaro se come hasta la suela de un zapato –agregaba Calixto.

      “A Calixto lo llaman doctor, imagínense, el doctor Calixto Urrea, y


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