En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
sofisticada, pero en última instancia una conducta que, como la de los demás animales, se limita a ser una respuesta ante los estímulos sensibles. La ética, por tanto, debería ceder su lugar a la etología, la ciencia descriptiva de la conducta animal, como expresamente han propuesto entre otros Peter Singer y Paola Cavalieri en El proyecto gran simio. El animalismo aboga por un abajamiento integral del ser humano, en su naturaleza y en su conducta, al estatuto ontológico y moral de una criatura meramente sensible y sin razón, es decir, de un simple animal.
Pero a la cuestión del hombre y el animal, ya compleja de suyo, se añade hoy además la cuestión de la alta tecnología (la llamada hi-tech). Algunos teóricos de la cibernética pretenden una suerte de humanización de la máquina, dotándola de una (impropiamente llamada) inteligencia artificial y de una voluntad artificial, la robótica, como una capacidad de intervenir y modificar las cosas de su entorno. Inteligencia artificial y robótica son un remedo, una imitación en beneficio de la máquina, del dinamismo esencial de la persona humana. Es preciso reconocer que la cibernética constituye hoy un sector puntero de la técnica y un campo estupendo de posibilidades. Pero también, a la vista de la identificación que algunos autores no dudan en realizar entre alma, cerebro y computers, se convierte en una llamada a la responsabilidad el discernimiento de estas nociones. Se acusa a veces a Descartes, con razón, de ser el padre del dualismo moderno, al definir el alma y el cuerpo por los atributos opuestos del pensamiento (una realidad simple y espiritual) y de la extensión (partes extra partes o composición de la materia que ocupa el espacio). Sin duda, esto es un defecto serio, porque reduce ilegítimamente la noción de alma a la de pensamiento y la de cuerpo a la materia. Pero el pecado filosófico —permítasenos llamarlo así— de Descartes es, sin duda alguna, menor que el cometido por el mismo tiempo por Hobbes. Identificando el pensamiento con la actividad nerviosa y cerebral (lo que obligaba a interpretar la naturaleza del alma como algo material, en un modo muy parecido a como hacen los materialistas de hoy), Hobbes abría de par en par las puertas de la filosofía moderna al materialismo propiamente dicho. Así, en la tercera serie de objeciones a las Meditationes de prima philosophia de Descartes, Hobbes replica, a propósito de la idea cartesiana de la inmaterialidad del pensamiento, que no es impensable que «la res cogitans sea algo corpóreo»,1 sugiriendo sin duda que la actividad intelectual es de índole material. Un planteamiento similar es reiterado hoy en día por algunos autores. Entre ellos destaca Francis Crick (quien en su obra La búsqueda científica del alma afirma que «la idea de alma, como distinta del cuerpo y no sujeta a las leyes científicas que conocemos, es un mito»2) y un cierto número de autores que cultivan las llamadas neurociencias, un tipo de saber del que está aún por demostrar su mismo carácter científico.
Nos hemos referido a la situación de confusión que reina en la cuestión hombre-animal. Pero existe también un sano interés hacia los animales y hacia aquello que el hombre comparte con ellos. No es algo nuevo. El viejo esquema de los grados de vida orgánica, a saber, vegetal, animal y racional, admitía con toda naturalidad que en el animal hay estratos de vida vegetativa, así como en el hombre se encuentran también los niveles vegetativo y sensitivo (o animal). La definición aristotélica del hombre como animal racional es inequívoca en este sentido. Lo primero que se desprende de tal afirmación —como se ha dicho recientemente—, y que muchas veces no se tiene en cuenta, es la animalidad.3 Toda definición se compone de un género y de una diferencia específica. Pues bien, según el género común, el hombre es un animal, es decir, un viviente orgánico, que comparte con las plantas las funciones vegetativas (nutritiva y reproductiva) y con los animales las funciones propiamente sensitivas (sensorial, apetitiva y locomotriz). Pero el hombre se diferencia de los demás animales en su racionalidad. A lo común con plantas y animales, la vida orgánica vegetativa y sensitiva, la definición aristotélica de hombre añade lo específico u opositivo: la racionalidad. Ahora bien, lo opuesto presupone lo común, o, lo que es igual, la racionalidad humana presupone la vida sensitiva y vegetativa. En este sentido, es lógico proceder comparando al hombre con aquellos seres, los animales, que le son los más próximos, como han venido haciendo las antropologías biológicas en el siglo XX.
Es verdad que el esquema de los grados de la vida orgánica, al menos en lo que se refiere al estudio del ser humano, pronto olvidó la base (las dimensiones corporales y sensitivas) —no es ahora el momento de estudiar el porqué— y se limitó al estudio del vértice, la racionalidad. Pero a lo largo del siglo pasado se ha asistido a un interesante y prometedor cambio de orientación en la antropología. Las antropologías biológicas, que es de lo que se ocupa este libro, se han caracterizado por afrontar el estudio del ser humano desde una perspectiva que, aunque es propiamente filosófica, modifica profundamente la orientación de los precedentes estudios sobre el hombre. El cambio de perspectiva adoptado, que podría considerarse una suerte de revolución copernicana de la antropología, ha consistido en plantear el estudio del hombre centrando su atención inicialmente sobre el cuerpo humano.
La fecundidad de la nueva perspectiva queda inmediatamente acreditada ante todo con el descubrimiento en el cuerpo humano de una serie de rasgos físicos atípicos e inexplicables a la luz de la zoología. En virtud de dichos rasgos físicos, las antropologías biológicas afirman (en un sentido filosófico, naturalmente, como es propio de su método) que el cuerpo humano es el correlato físico de una psique racional. La ilimitada apertura de la razón humana a la realidad tiene su reflejo en la inadaptación morfológica del cuerpo humano, que aparece como un cuerpo abierto, es decir, carente de especialización (aunque por ello mismo más vulnerable físicamente), desvinculado del ambiente físico y libre de las ataduras que el medio ambiente impone a la morfología de cualquier animal. Asimismo, la ilimitada apertura de la voluntad (que es el fundamento profundo de la libertad) tiene una correspondencia análoga en la indeterminación física de la conducta humana. La voluntad se encuentra desasistida (o liberada, dependiendo de la perspectiva que se adopte) de los instintos animales, pero por ello mismo es capaz de conducir por sí misma, bajo la guía de la razón, todas las acciones de la vida humana. A la vista de ello, la diferencia entre el animal y el hombre no es pequeña. El animal es conducido por el instinto, que a su vez es puesto en movimiento por los excitadores orgánicos que reaccionan ante los estímulos del medio ambiente. El hombre, en cambio, se conduce por la razón, que propone motivos a la voluntad, que se gobierna a sí misma. Kant expresó la diferencia entre la conducta animal y humana en términos vigorosos: «El entendimiento propone motivos para omitir una acción; la sensibilidad, en cambio, estímulos para realizarla», añadiendo que «la obligación por motivos no se opone a la libertad, mientras que la constricción por estímulos le es completamente contraria».4 En definitiva, las carencias humanas tanto de especialización morfológica como de instintos animales hacen del hombre un ser biológicamente anómalo y un animal indigente.
Ahora bien, el hecho de la inespecialización morfológica del cuerpo humano plantea serias dificultades a uno de los postulados centrales del darwinismo en relación con el hombre, a saber que este es el animal que se encuentra en la cima —por así decir— de la evolución. Si el hombre es un ser físicamente evolucionado (en el sentido darwinista) no lo vamos a decidir en estas líneas introductorias. Pero desde luego a la luz de los datos de la biología y de su interpretación por la antropología biológica, si se admite que el hombre es un ser evolucionado, hay que añadir inmediatamente después que en su evolución se ha comportado de un modo verdaderamente extraño. Por eso, si se quiere hablar de evolución en el caso del hombre, habría que decir que esta ha funcionado al revés, porque, en vez de procurar al hombre la adaptación al medio ambiente, la ha evitado. Al contrario que los demás animales, el ser humano parece haber rehuido de continuo la adaptación