En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
actualmente vivientes nos confirma que esta clase de animales se aferra a la velluda protección. Poquísimas de entre las 42375 especies de mamíferos existentes en la actualidad prescinden de la protección del pelaje. Y las pocas que prescinden de ella han obrado de acuerdo a causas que nos son fáciles de comprender. Los mamíferos voladores, los murciélagos, han prescindido del pelo en las alas, por obvias razones, pero lo han conservado en el resto del cuerpo. Algunos mamíferos excavadores, al resguardo de las oscilaciones de temperatura y de las inclemencias del sol, han reducido su cobertura de pelo. Los mamíferos acuáticos han prescindido de ella, siguiendo la tendencia común de los peces. A diferencia de los reptiles, los mamíferos han adquirido, gracias al pelaje, la ventaja fisiológica de mantener una constante y elevada temperatura corporal. La temperatura constante de los mamíferos, estabilizada gracias a esta densa cobertura, permite la realización de las funciones vitales con independencia de las oscilaciones de la temperatura ambiental. La temperatura corporal, como se ve, no es cosa que se pueda tomar a la ligera. Los sistemas de control de la temperatura revisten una importancia vital, en el sentido literal de la palabra, y la posesión de un aislante térmico (como la gruesa capa de pelo de los mamíferos) desempeña una función de gran importancia para la conservación de la vida. Por eso, a excepción de los mamíferos gigantes terrestres (como el elefante y el rinoceronte, cuyo grosor de piel desempeña con creces las funciones del pelaje), los demás mamíferos terrestres «como norma básica tienen el cuerpo densamente cubierto de pelo».6
Pero los beneficios de la capa pelosa no se limitan únicamente a la estabilización térmica. Se extienden también a la protección de los rayos del sol. Bajo la intensa luz solar, el pelamen resguarda al animal de las quemaduras que resultarían de una exposición prolongada a la acción de sus rayos. La importancia de esta cobertura, en lo que se refiere a la protección del sol, se manifiesta en el hecho de que los únicos mamíferos que carecen de ella son los que viven en ambientes subterráneos o acuáticos. En cambio, los mamíferos que habitan en la superficie de la tierra, ya se desplacen por el suelo, ya trepen por los árboles, tienen la piel densamente cubierta de pelo, como se ha notado ya. Ahora bien, el mono desnudo de Morris no se encuentra en ninguna de estas situaciones. No habita en zonas subterráneas ni acuáticas; y a diferencia de todos los demás mamíferos, arrostra una peligrosa situación de desnudez. Por eso, en razón de esta rareza zoológica, el hombre es un caso único y «permanece solo, distinto […] de todos los millares de especies de mamíferos velludos o lanudos».7 Llegados a este punto, como el mismo Morris no tiene más remedio que reconocer, el zoólogo se ve llevado a la forzosa conclusión de que o se enfrenta con un mamífero excavador o acuático (lo cual no es ciertamente el caso), o bien se trata de «algo muy raro, ciertamente único, en toda la historia de la evolución».8 Desde el punto de vista de su desprotección cutánea, el caso de la criatura humana es para el mismo zoólogo materialista un caso enigmático.
El hombre reúne las características del primate, criatura arborícola, y del cazador, que es un ser terrestre, pero de un modo bastante diferente de estos animales. Morris sostiene la hipótesis, común a muchos darwinistas (a decir verdad, lejana de cualquier control experimental), de que la causa del descenso de los simios del medio arbóreo al suelo se tuvo que deber a la deforestación de grandes zonas del suelo. Por ello, el paso al nuevo hábitat debió dejar a los ancestros de este mono atípico durante mucho tiempo en una condición de notoria inferioridad frente a los pobladores originarios del suelo abierto, tanto herbívoros como depredadores o cazadores. Su aparato sensorial era menos adecuado que el de aquellos para la vida a ras de tierra. Su olfato, demasiado débil; el oído, no lo suficientemente agudo. Su constitución física, irremediablemente peor para la caza que la de los carnívoros y peor para la huida que la de los herbívoros. Lo único en que parecía aventajar tanto a los primates como a los moradores autóctonos del suelo era en el cerebro.
Por fortuna tenía un excelente cerebro, mejor en términos de inteligencia general que el de sus rivales carnívoros. Si conseguía mantener su cuerpo en posición vertical, modificar sus manos en un sentido y sus pies en otro, seguir mejorando su cerebro y emplearlo lo mejor posible, podía tener probabilidades de éxito.9
Por eso, «la evolución tenía que dar un paso decisivo para aumentar en gran manera la capacidad del cerebro», lo cual se habría logrado de un modo verdaderamente raro: «el mono cazador se convirtió en un mono infantil».10
Antes un mono desnudo, ahora un mono infantil. El curso de las ideas de Morris tiene su lógica. El carácter infantil se habría adquirido —dice Morris— por medio del proceso conocido con el nombre de neotenia, que consiste en la conservación y prolongación en la vida adulta de ciertos rasgos infantiles. Según Morris, la neotenia se constata observando el proceso de desarrollo ontogenético del cerebro en los monos y comparando este proceso con el cerebro humano. Mientras que en sus fases embrionaria e infantil el cerebro del simio tiene muchos rasgos parecidos al cerebro humano, estos desaparecen rápidamente al alcanzar la forma adulta. En el hombre, en cambio, la forma típica de la fase embrionaria e infantil del primate se conserva durante toda la vida. Morris nos hace saber que los rasgos neoténicos no se limitan a la caja craneal. La forma y la capacidad de la cabeza dependen, a su vez, de la posición del cuerpo. Pues bien, el embrión de los mamíferos tiene el eje de la cabeza en ángulo recto con el eje del tronco (la misma configuración angular que se encuentra en el hombre), pero pierde esta disposición angular al llegar el tiempo del nacimiento. En cualquier cuadrúpedo, al nacer y comenzar a andar, la cabeza, alineada con la espalda, apunta hacia delante, no directamente hacia al suelo. Si en estas condiciones echara a andar, irguiéndose sobre las patas traseras, la cabeza apuntaría hacia arriba y miraría al cielo. Por eso,
para un animal decidido a emprender una vida vertical [es decir, bípeda], tenía gran importancia mantener el ángulo fetal de la cabeza, dejando esta en ángulo recto con el cuerpo, de modo que, a pesar del nuevo sistema [bípedo] de locomoción, mirase hacia delante. Desde luego esto fue lo que ocurrió, constituyendo un nuevo ejemplo de neotenia, al conservarse un estado prenatal después del nacimiento e incluso en la vida adulta.11
Al hecho de la neotenia —continúa Morris— parecen obedecer otros muchos rasgos físicos del hombre: el cuello largo y fino; la cara plana, sin el prognatismo u ahocicamiento que en el primate causa la característica conformación de su estructura craneal; el reducido tamaño de los dientes, la disminución de la musculatura que mueve las mandíbulas, etc. Todo este conjunto de rasgos infantiles o neoténicos procuró la posibilidad de un fabuloso desarrollo cerebral, junto a la liberación de las manos. Posición vertical, locomoción bípeda, capacidad craneal, manipulación de objetos con las manos libres: son todas características aparecidas en conexión con una estrategia neoténica, es decir, con la obtención de una especie de estado infantil crónico.
Por otro lado, el modo de vida neoténico conllevaría una prolongación del estado de la infancia y un retraso considerable de la madurez sexual, todo lo cual abrió la posibilidad de un amplísimo espacio de tiempo reservado al aprendizaje. Mientras tanto, sus padres, cosa que no hace ningún otro animal, le enseñan técnicas, le transmiten conocimientos; en una palabra, lo educan. De este modo, su debilidad física en el período adulto, comparado con los grandes cazadores, es ampliamente compensada por su ilimitada capacidad de aprendizaje y de invención. Pero se añade otra dificultad. La larga duración del período de infancia de las crías exigiría a la hembra dedicarse por largo espacio de tiempo a su sustento y educación, quedando ella misma necesitada del sustento y la protección que solo el macho le podría otorgar. En pocas palabras, el hogar del mono desnudo exigiría sólidos y estables lazos entre los cónyuges. En palabras de Morris, «los monos cazadores,