En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
pretendido que Lewis temía. Hasta el día de hoy, el panorama de las creencias creacionistas o evolucionistas no ha cambiado mucho. Para referirnos al caso de Estados Unidos todavía hoy solo un 13 % de la población considera plenamente válidas las ideas de Darwin.30
Según un sondeo de opinión Gallup de 2001, al menos el 45 % de los norteamericanos adultos rechaza completamente la teoría de la evolución y acoge la convicción creacionista (incluso en un sentido fundamentalista), manteniendo que Dios creó a los seres humanos, con una forma sustancialmente idéntica a la actual en el curso de los últimos diez mil años aproximadamente. Solo el 37 % de los entrevistados se mostraba dispuesto a admitir una coexistencia pacífica entre Dios y Darwin, es decir, entre creación y evolución: la voluntad divina habría sido el motor inicial y la evolución el medio creativo en manos de la providencia divina. Finalmente, solo la cifra del 13 % consideraba que la especie humana ha evolucionado desde otras formas de vida sin intervención divina alguna.
Otro aspecto poco alentador para esta religión secular en la lucha por las inteligencias es que, además del hecho de que tantos americanos rechazan sin más la evolución, la distribución estadística de las respuestas apenas ha cambiado en los últimos veinte años. Gallup ha realizado la misma consulta en 1982, 1993, 1997, 1999 y 2001. La fe creacionista no ha descendido en ningún caso por debajo del 44 %. En otros términos, casi la mitad de la población norteamericana estima que Darwin está completamente equivocado.31 Todavía en 2006 los resultados permanecían sustancialmente iguales, a tenor del artículo de Jon D. Miller publicado por Science.32 Según este estudio, el 40 % de los americanos considera falsa la teoría de la evolución, un 20 % la considera no fiable, mientras que la acepta un 40 %. El autor del artículo no da información sobre la composición de las diversas opiniones comprendidas en esta última cifra (entre los que admiten la coexistencia de creación y evolución y los que no). Pero todo hace suponer que, también en este 40 % de los que aceptan la evolución, el porcentaje mayor pertenece a aquellos que estiman compatible creación y evolución, al igual que mostraba el sondeo de opinión Gallup de 2001.
Pero, regresando nuevamente al libro de Ruse, es evidente que la tesis de este autor tiene un aspecto marcadamente paradójico, como ha comentado en un reciente artículo John H. Brooke, un conocido historiador de la ciencia.33 Nadie dudará de que las teorías científicas son algo muy distinto de la fe religiosa. En realidad tampoco Ruse lo niega. Simplemente, este distingue entre evolución como un hecho, evolución como una teoría (el darwinismo) y evolucionismo como una visión metafísica y materialista del mundo, toda ella embebida de determinadas elecciones y tomas de posición. En este preciso sentido, frecuentemente el evolucionismo ha sido asumido como una religión secular que ofrecía sugestivas imágenes del progreso biológico, extrapolando los métodos naturales de investigación con afirmaciones dogmáticas sobre lo que debe ser creído o no acerca del significado de la vida humana. Para muchos biólogos evolucionistas —reitera Ruse— el estudio de la evolución fue una profesión, pero el evolucionismo en cambio fue su obsesión. Desde los primeros biólogos evolucionistas eminentes, como Erasmus Darwin, Jean-Baptiste Lamarck y Charles Darwin, hasta los últimos darwinistas, como es el caso de Richard Dawkins, todos los que han propuesto el evolucionismo han sido propensos al deísmo o al ateísmo y han rechazado voluntariamente el cristianismo, reemplazándolo por un sistema sustitutivo que presume de poder responder a todas las grandes cuestiones afrontadas por esta religión.
Ruse propone algunas pruebas en favor de su teoría. En primer lugar, el evolucionismo es, como cualquier religión, una historia sobre los orígenes desconocidos. En segundo lugar, emula a la religión al imponer frecuentemente diversas prescripciones morales (tal como la eugenesia, que hoy vuelve a salir a la luz). Finalmente, su insistencia sobre el progreso biológico contiene implícita una cierta doctrina sobre el fin, una suerte de escatología. Hasta el uso del lenguaje en los campeones de la visión evolucionista del mundo imita el de la religión. Richard Dawkins, por ejemplo, nunca lo ha disimulado: «En todas las grandes religiones hay un espacio para el sobrecogimiento, para el trasporte extático ante las maravillas y la belleza de la creación. Son exactamente los mismos sentimientos de admiración, de estupor, casi de veneración litúrgica que la ciencia moderna puede proporcionar».34
El mismo autor reconoce en El relojero ciego: creación o evolución que su intención al escribir este libro no es presentar un tratado científico imparcial. Efectivamente, El relojero ciego no es un libro de ciencia, sino de una cierta filosofía de la biología. Como no trata de ciencia, el autor se siente autorizado para, de cuando en cuando, escribir apasionadamente con la intención de persuadir, y aun de inspirar, si fuera posible. O como dice el propio Dawkins, la intención de sus escritos es «inspirar escalofríos de misterio, del gran enigma de nuestra existencia».35 En cualquier caso, como se observa, el lenguaje empleado no es precisamente el de la objetividad científica. Es más bien el lenguaje de la religión, o, para decirlo con las palabras de Ruse, el lenguaje de la religión secular. Y en este proyecto de religión secular, Dawkins ha ido tan lejos que se ha llegado a decir de él que si Thomas Huxley pudo ser considerado en la defensa del darwinismo el Darwin’s bulldog, a él cabría el mérito de ser el Darwin’s rottweiler.36
4. EL HOMBRE: EL ANIMAL QUE BUSCA LA VERDAD
Hemos visto ya que la expresión de mono desnudo aplicada al hombre, además de poco elegante, no es descriptiva en realidad de cómo es el hombre ni de cuál es su naturaleza. Calificarle de desnudo, dejamos de lado ahora lo de mono, es como definir a alguien por lo que lleva puesto de vestido, o deja de llevar. Parece mucho mejor, más directa, perspicaz y, sobre todo, más relacionada con su naturaleza, la vieja fórmula aristotélica según la cual el hombre es un animal racional. El hombre, pues, es un animal racional. O, para ser precisos, es el animal racional, visto que entre los animales solo él dispone de la razón. La racionalidad, no la desnudez, es realmente la diferencia específica del hombre frente a los demás animales.
Los animales, dado su modo de ser material y su conocimiento meramente sensorial, viven satisfechos en el reducido entorno que los rodea. La única inquietud que conocen y que resuelven prontamente con la ayuda del instinto para retornar a su nativa satisfacción es la de las necesidades orgánicas propias y de la especie. El animal no obra más que «por causa del alimento y del apareamiento» (propter cibum et propter coitum), dice Tomás de Aquino con su característico realismo.37 Pero el hombre es un ser racional, y la racionalidad hace que viva siempre insatisfecho. La perenne insatisfacción del corazón humano, que tan bien ha expresado san Agustín, es la medida existencial de la profundidad ilimitada de su alma.38 Esta inquietud que le impulsa de continuo a buscar es el primer efecto de la racionalidad en el hombre. Pero ¿qué busca este ser insatisfecho e inquieto? ¿Tras de qué anda en su búsqueda? La respuesta es sorprendente: tras de todo, tras lo presente y lo ausente, bien como pasado en el recuerdo, bien como futuro en el proyecto; tras lo real y lo posible; tras lo físico y lo espiritual. Según Píndaro, el hombre tiene nostalgia de lo lejano.39 La constante e inquieta búsqueda tras el todo de la realidad (algo tan completamente fuera del alcance del animal) es un rasgo típico del espíritu humano. En virtud