El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
generar en este terreno para impedir que, por culpa de haber utilizado la misma palabra, tomemos una cosa por otra, se construyen exclusivamente con palabras. Es por eso, y no por ningún otro motivo, por lo que una ciencia referida a algo histórico tiene necesariamente que comenzar por una inflación de la abstracción, mucho mayor aún de la que ya se encontró en los orígenes de la ciencia moderna. La economía protesta, entonces: todo esto no son sino «minucias y sutilezas», se le había dicho a Marx. Un siglo después, Schumpeter hace el mismo reproche: Marx parte de un presupuesto metafísico que puede interesar a la «filosofía o a la ética», pero que no es operativo en el terreno de las ciencias positivas. Ahora bien, en el texto que ahora nos ocupa hemos visto que Marx se explica muy claramente sobre la significación científica de ese punto de partida.
2.3.2 Modelos y experiencia. La alternancia entre deducción y observación
Así pues, Marx comienza haciendo «metafísica», apartándose así desde el primer momento del camino normal de la ciencia, o, al contrario, Marx hace «metafísica» porque es la única manera de ser un científico normal en un terreno como es el de la historia.
Hay un episodio en la historia de las ciencias humanas del siglo XX que puede ayudarnos a hacer un diagnóstico de todo lo que está implicado en este texto de Marx. Pues, en efecto, la historia se repite. Resulta harto significativo comprobar que, en este siglo, las ciencias humanas se embrollaron en una discusión muy parecida a raíz de la intervención denominada «estructuralista» en antropología. Y es muy curioso ver cómo Lévi-Strauss se defiende en ese caso con un argumento idéntico al de Marx. Merece la pena que nos detengamos un poco en este punto, pues es muy instructivo[12]. El «estructuralismo» no levantó un gran escándalo mientras permaneció confinado en los límites de la lingüística, pues, para empezar, allí tuvo muy pronto una fecundidad demasiado incontestable. Por otra parte, como Lévi-Strauss no se cansó de repetir, los que desde otros dominios de las ciencias humanas intentaron seguir el mismo camino, en absoluto lo hacían con la conciencia de estarse adhiriendo a algo así como una escuela filosófica de implicaciones metafísicas o morales. Sencillamente, habían descubierto que, ahí donde se podía hablar de lenguaje en algún sentido (y eso no ocurre sólo en el lenguaje propiamente dicho, sino también ahí donde hay comunicación humana en general, ya sea intercambio de «títulos de parentesco» a través de relaciones matrimoniales, «de bienes y servicios» o de «mensajes») podía aplicarse el mismo método que había permitido a la lingüística aproximarse tan ventajosamente a un estatus de objetividad.
Seguramente Lévi-Strauss era demasiado optimista, porque los resultados nunca fueron demasiado sólidos. Pero, aun así, resulta interesante el tipo de reacción que se suscitó. Aunque pueda parecer lo contrario, el verdadero escándalo no provenía tanto de las connotaciones que parecían ir asociadas a la noción de «estructura» (que, al fin y al cabo, en principio, no tenía nada de misteriosa o novedosa); el problema estaba, pese a que nadie quisiera reconocerlo, en la objetividad que se pretendía alcanzar mediante su utilización. Lo que se temía en el conocimiento estructuralista no era tanto lo concerniente al «estructuralismo» como al «conocimiento».
La ciencia –aclaraba Lévi-Strauss– tiene apenas dos maneras de proceder: o es reduccionista o es estructuralista. Actualmente, el estructuralismo, o lo que se pretende designar por ese nombre, ha sido considerado algo completamente novedoso y revolucionario, aunque yo pienso que esto es doblemente falso. En primer lugar, el estructuralismo no tiene nada de nuevo en el campo de las humanidades: se puede seguir perfectamente esta línea de pensamiento desde el Renacimiento hasta el siglo XIX e inclusive hasta nuestros días. Pero esta opinión también es errónea por otro motivo: lo que denominamos estructuralismo en el campo de la lingüística o de la antropología, o en el de otras disciplinas, no es más que una pálida imitación de lo que las ciencias naturales han venido realizando desde siempre[13].
Ahora bien, a partir de los años sesenta, en el terreno de las ciencias humanas se desencadenó, pese a todo, un verdadero ataque de histeria. Y ya hemos visto que esto no tiene por qué extrañarnos: la frontera entre ignorancia y saber nunca ha sido políticamente indiferente, pero, en el terreno histórico o social, transido de relaciones de poder, la cosa es especialmente delicada. La Apología y la Carta VII de Platón son los testigos eternos de esta dificultad que la humanidad jamás ha podido solventar. No hay poder injusto sobre la tierra que soporte con indiferencia el ser conocido. Así pues, en una polémica que tuvo mucho más de «religiosa» o de «política» que de seriedad epistemológica, se creyó necesario combatir al estructuralismo en nombre del «hombre», de la «historia» y de la «experiencia». Nos hemos ocupado ya del asunto en el artículo citado más arriba. Lo ridículo del asunto es que esta polémica no transcurrió verdaderamente entre antropólogos e historiadores, los cuales, más bien, se entendieron a las mil maravillas. Fundamentalmente fueron, por una parte, un conjunto informe de ideologías humanistas las que se rasgaron las vestiduras frente a los antropólogos; del mismo modo, en un juego a cuatro bandas, las «filosofías de la historia» (algunas de corte «marxista») se lanzaban al cuello de los historiadores que veían con simpatía el «estructuralismo», acusándoles, nada menos que a ellos, de pretender «ignorar lo histórico». Todo esto, en realidad, pese al mucho ruido que se montó, tenía muy poco interés. Pero el tercer motivo de escándalo sí nos interesa especialmente con vistas a la interpretación del texto de Marx: al estructuralismo se le acusó –como ya hemos visto– de dar la espalda a la experiencia y la observación, se le acusó de «confeccionar modelos matemáticos» y de apriorismo.
El reproche, en este caso, también era idéntico al que los medios escolásticos del siglo XVI vertieron sobre Galileo, e igual al que se vertió desde el primer momento sobre el comienzo de Das Kapital. Lévi-Strauss, de hecho, calca su respuesta de la de Marx.
Pues, en efecto, si fuera verdad que el estructuralismo daba la espalda a la experiencia y a la observación, la cosa sería, ciertamente, muy grave, pero no sólo grave, sino patética: pues, tal como acabamos de ver declarar a Lévi-Strauss, el estructuralismo se concebía a sí mismo como el único camino que las ciencias humanas podían practicar si querían emular el procedimiento propio de las ciencias experimentales[14]. Lévi-Strauss explica que si la antropología se ve obligada a construir modelos matemáticos con los que operar es porque no puede operar experimentalmente sobre sus objetos de estudio: un etnólogo tampoco puede someter a una comunidad indígena a «reactivos químicos» para comprobar cómo reacciona.
Hay, sin embargo, una salvedad. La situación de la etnología no sólo es muy distinta a aquella en la que se encuentran las ciencias naturales, sino que, sin menoscabo de haber resaltado su semejanza, también es diferente a la que Marx expone respecto a la sociedad moderna. El etnólogo, se puede decir, tiene, incluso, una ventaja sobre las ciencias naturales: encuentra sus experimentos «ya hechos» y, en principio, no tiene más que pasar a «observarlos». En etnología, nos dice Lévi-Strauss, «la experimentación precede a la observación»[15]; el etnólogo encuentra ya preparada a lo largo y ancho de la geografía, así como en muchos documentos históricos sobre comunidades hoy desaparecidas, una multitud ingente de sociedades que, al parecer, han dejado muy pocas cosas sin experimentar. La vasta diversidad de las comunidades indígenas es, por sí misma, un laboratorio en el que la historia ha trabajado intensamente, adelantándose a la labor de los científicos. Ahora bien, también existe una desventaja: la etnología no puede manipular esos experimentos que encuentra tan diligentemente realizados.
Encontramos nuestras experiencias ya preparadas, pero no podemos controlarlas. Resulta, pues, normal que nos esforcemos en reemplazarlas por modelos, es decir, por sistemas de símbolos que respetan las propiedades y características de la experiencia, pero que, a diferencia de ésta, estamos en condiciones de manipular. La audacia de semejante procedimiento es compensada, sin embargo, por la humildad –casi podría decirse el servilismo– con que el antropólogo practica la observación