El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
completamente de acuerdo es en que el tipo de recurso a algo así como la «construcción de modelos» depende del tipo de relación con la experiencia y la observación que una ciencia se pueda permitir en virtud del tipo de objeto que estudia. Es decir, cada ciencia tiene que conformarse con un determinado ritmo de alternancia entre la deducción y la observación, dependiendo de los distintos modos en que su objeto se deje o no se deje manipular en el laboratorio. En el terreno histórico, en el que la historia misma hace las veces de una especie de laboratorio ciego e ingobernable, nos encontramos en una situación muy distinta, dependiendo del tipo de objeto que nos hayamos propuesto estudiar. Respecto a, por ejemplo, los sistemas de parentesco, Lévi-Strauss señala que las sociedades humanas no se han dejado casi nada por experimentar, hasta el punto de que si se procede a priori, elaborando matemáticamente las distintas posibilidades, será casi seguro que luego se encontrará alguna comunidad observable (ya sea mediante un trabajo de campo directo o mediante la investigación en archivos) que se acomode a cada uno de los casos. Marx, al mismo tiempo que estudia el modo de producción capitalista, también encuentra otros modos de producción que la historia ha puesto en juego, a veces imbricados sincrónicamente con la propia sociedad moderna, a veces desaparecidos por completo, pero en todo caso investigables históricamente. Sin duda que, aquí, el laboratorio de la historia es mucho menos instructivo y las conclusiones del investigador mucho más vacilantes que en el caso, por ejemplo, de las relaciones de parentesco. Pero esto no es lo importante para lo que estamos discutiendo. Lo importante es reparar en que el ritmo específico de alternancia entre la deducción y la observación del que se pueden valer Lévi-Strauss o Marx no es más que su forma de hacer lo mismo que hacen las ciencias experimentales, y que, si lo hacen de distinto modo, es tan sólo en virtud de las peculiaridades con las que su objeto se presta o se sustrae a la experimentación.
Si se recurre más o menos a la «facultad de abstraer», suplantando también más o menos a la experiencia, no es porque se ceda a propensiones metafísicas, sino, ante todo, porque hay objetos que no se dejan observar o experimentar de otra manera. En todos estos casos, y como no podía ser menos, la ciencia no se aparta de la experiencia más que en favor de la experiencia. Y hemos comprobado ya que, incluso en el terreno de las ciencias naturales, en el terreno de la física, fue preciso, para Galileo, tener muy en cuenta que la experiencia no es algo que venga de suyo o que se regale fácilmente, de tal modo que no hubiera más que ponerse a ello. La observación, cuando no está precedida por un trabajo teórico riguroso, no tiene ni idea de lo que observa.
El nombre de Althusser viene siempre asociado al teoricismo. Desde dentro y fuera de la tradición marxista se acusó a su lectura de El capital de teoricista y, partiendo de ahí, de antihistoricista y antihumanista, y también de muchas otras cosas más. En el mismo sentido se acusó, a todo lo que sonara a «estructuralismo», de apriorismo. Y en todos estos casos, como señaló Martínez Marzoa, la acusación de «no atenerse a los hechos» recuerda «de un modo harto significativo las objeciones que contra Galileo hicieron los medios escolásticos de su tiempo»[17]. Así pues, toda la discusión estaba patas arriba, pues la desconfianza hacia lo «teórico» en favor de lo experimental iba siempre acompañada de un desconocimiento de la naturaleza fundamentalmente teórica de aquello que en las ciencias naturales se considera alegremente «experimental». Ya hemos señalado que los estructuralistas se entendían, en cambio, muy bien con la epistemología heredera de Bachelard, quien había insistido muy eficazmente en el carácter teórico del instrumental de laboratorio. Pero, al desconocer este carácter teórico de lo experimental, y advirtiendo que en el campo de las ciencias humanas no se podía operar directamente sobre los objetos con un análogo de los reactivos químicos, parecía que, por un lado, las ciencias físicas nadaban continuamente en la experiencia, mientras que a las ciencias humanas no les quedaba más que la teoría para consolarse de su impotencia experimental. Y para completar la jugada se insistía después en los peligros de proceder a priori respecto de una realidad tan sensible, delicada y escurridiza como la historia, la sociedad o el hombre.
El humanismo venía entonces a compensar con ideologías y agudas reflexiones filosóficas esta dificultad. ¿Cuál es la causa del hambre, de la mala distribución de la riqueza, del derroche consumista y de las crisis de sobreproducción? El hombre. El hombre y sus ambiciones, sus egoísmos, sus insolidaridades. ¿Cuál es la causa del paro, de las guerras, de la producción de armamento, de las patentes prohibitivas de los medicamentos? El hombre siempre es una buena respuesta para todo. ¿Acaso no es cierto que «la historia la hacen los hombres»? ¿Quién, si no, va a ser la causa de los acontecimientos históricos? De manera semejante podría aprenderse física utilizando el sentido común. ¿Por qué caen las piedras? Por naturaleza. ¿Cuál es la causa de la combustión del carbono? La naturaleza. Lo mismo daría aquí apelar más bien a la voluntad de Dios. «Hombre», «Dios», «naturaleza», cuando no son más que maneras de nombrar nuestra ignorancia, son siempre bastante intercambiables.
Lo que no se acertaba a ver era que los famosos «modelos teóricos» del estructuralismo no eran sino el instrumento experimental adecuado a las características fácticas de su objeto. La peculiar relación con lo teórico que la antropología y la historia se ven obligadas a mantener a favor de la específica experiencia de su objeto particular fueron, así, confundidas con lo teórico mismo y, en adelante, la llamada corriente estructuralista no se libró jamás del reproche de «teoricismo», precisamente respecto a su intento de sentar las bases para una apertura a la experiencia de sus objetos. Así pues, la historia se repetía y frente a Lévi-Strauss o la escuela lingüística de Copenhague se esgrimían los mismos argumentos que antaño se enfrentaron a Galileo y, también, a Marx.
Un ejemplo clásico de esta polémica es el texto sobre las críticas de Gurvitch que Lévi-Strauss introdujo como apéndice a su artículo «La noción de estructura»[18]. Lévi-Strauss había definido su método simplemente como «galileano» en el sentido de que «busca determinar la ley de las variaciones concomitantes en lugar de concentrarse, a la manera aristotélica, en las simples correlaciones inductivas»[19]. El desarrollo de la matemática moderna, por otro lado, habría mostrado que el universo matemático no se reduce al reino de la cantidad y que problemas que no comportan solución métrica alguna pueden igualmente ser sometidos a tratamiento riguroso[20]. Ahora bien, la posibilidad de operar deductivamente a partir de modelos construidos al modo matemático despierta todas las sospechas del eminente sociólogo Gurvitch cuando de lo que se trata es de una sociedad concreta, ya que ésta es «incomparablemente más rica que su estructura, por compleja que ésta sea»[21]. Lévi-Strauss responde con una ironía que raya en el sarcasmo:
«¿Con qué derecho, con qué títulos se instituye Gurvitch en nuestro censor? ¿Y qué sabe de las sociedades concretas Gurvitch, cuya filosofía se reduce a un culto idólatra de lo concreto (glorificando su riqueza, su complejidad, su fluidez, su carácter siempre inefable y su espontaneidad creadora), pero que permanece empapada de un sentimiento tal de reverencia sagrada que su autor no se ha atrevido nunca a emprender la descripción o el análisis de una sociedad concreta cualquiera? Los etnólogos, que han pasado años de sus vidas mezclados con la existencia concreta de sociedades particulares, pueden esperar serenamente que Gurvitch descubra en ellos una indiferencia ante lo concreto comparable a aquella de que él mismo ha dado prueba al reducir la diversidad y especificidad de miles de sociedades a cuatro (sic) tipos, donde todas las tribus sudamericanas están confundidas con el conjunto de las sociedades australianas, la Melanesia con la Polinesia, y donde América del Norte, por un lado, y África, por otro, constituyen bloques homogéneos[22]».