El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria

El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria


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los «sujetos humanos» respecto a absolutamente cualquier tema, ya sean temas relacionados con los negocios, la defensa nacional o la búsqueda de pareja –pues, desde la perspectiva de estos autores, aunque nos cueste creer que hablan en serio, «también el sexo es una actividad económica»–. La búsqueda de un compañero (así como el propio acto sexual) lleva tiempo y, por tanto, impone un precio que se mide conforme al valor que tal tiempo tendría en su mejor uso alternativo. El riesgo de una enfermedad susceptible de transmisión sexual, o de embarazo, también son un coste –«un coste real, aunque no primordialmente pecuniario»[33]–. Ni que decir tiene que ese mecanismo general de la decisión humana se considera universalmente válido no sólo con absoluta independencia del tema sobre el que se trate de decidir en cada caso, sino también con independencia de a qué sociedad nos estemos refiriendo; es decir, su validez debe ser en algún sentido tan aplicable a los habitantes de Los Ángeles como a los dowayos de Camerún.

      En todo caso, eso sí, es obligatorio reconocer, en honor a la verdad, que los grandes autores de esta perspectiva neoclásica (por ejemplo, y muy especialmente, el gran teórico de la economía Alfred Marshall) no han sido en absoluto tan insensatos. Por el contrario, han insistido en que sus modelos no eran aplicables en general a todas las acciones humanas, sino sólo a los aspectos, digamos, «económicos» del comportamiento humano. Obviamente, también respecto a la teoría económica moderna debemos distinguir a los autores serios de los meros propagandistas, con la misma radicalidad con la que Marx distinguía a Smith o Ricardo de los «economistas vulgares» (es decir, a los «científicos» de los «psicofantes»). No obstante, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que parte de la crítica que aquí esbozamos es aplicable incluso a los autores más importantes de esta corriente y, sobre todo, que tanto la academia como, ciertamente, los puestos de responsabilidad económica y política no están ocupados por esos grandes economistas y, por lo tanto, termina resultando obligatorio discutir con posturas que, de otro modo, no merecería la pena tomar en consideración.

      Si no fuese porque quienes enuncian estos postulados suelen hacerlo, paradójicamente, con la intención de defenderlos, parecería más bien que lo que se intenta es refutar la teoría de la que forman parte por reducción al absurdo. Sin embargo, a juzgar por el aplomo con el que los sostienen, podemos deducir que este «absurdo» que denuncia Sen no parece provocar especial sonrojo (debido, seguramente, a cierta relación peculiar que han conseguido establecer con la vergüenza, un tema que quizá escapa al propósito del presente libro). Pero no es menos chocante cómo gestionan la otra acusación, a saber, la de que, además (por si fuera poco), se trata de postulados, de hecho, falsos. En efecto, es obvio que no todas las decisiones parecen tener como objetivo la maximización de la utilidad esperada por el agente. Sin embargo, esta afirmación les impresiona menos todavía. Como ya vimos más arriba, hay siempre dos opciones alternativas en el trato con los hechos. O bien se añade el postulado adicional de que su teoría siempre tiene razón (aunque se trate de una cláusula ligeramente abusiva para el tipo de contratos que suele establecer la ciencia con las cosas), o bien se considera que los hechos a veces no se corresponden con lo que prescribe la teoría, en cuyi caso lo que hay que cambiar son los hechos. En el primer caso, cuando se postula que todas las decisiones son siempre «racionales», o sea, egoístas (es decir, que siempre se basan en el objetivo de maximizar la utilidad esperada del agente), el recurso preferido es introducir al infinito hipótesis adicionales para los hechos que parecieran contradecir la teoría. Si alguien ha mostrado una actitud altruista, incluso aparentemente con perjuicio para sí mismo, (pongamos por caso que ha prestado dinero a un amigo con dificultades), tiene que ser porque buscaba el reconocimiento social que acompaña a las acciones altruistas; o porque ciertas creencias religiosas le hacen preferir el beneficio que supone el Cielo al gasto ocasionado por la generosidad; o porque, como administradores de nuestro propio psiquismo, vemos que nos trae más cuenta hacer el favor que perder al amigo, etc. En este caso, como es obvio, el argumento es enteramente incapaz de explicar nada: no nos ayuda en absoluto a entender cuáles son los comportamientos reales, sino que, por el contrario, sólo sirve para imponernos la engorrosa tarea de buscar siempre el modo de salvar la teoría frente a los comportamientos reales (sean los que sean).

      Más curioso es quizá el segundo caso. Cuando se admite que los postulados de la teoría no se cumplen en la realidad (a no ser apelando al argumento circular que acabamos de comentar), entonces se concluye que lo que está mal es la propia realidad. Cualquier excepción al postulado de la racionalidad universal debe explicarse por la existencia de ciertas perturbaciones que impiden a las personas comportarse de un modo enteramente racional (es decir, egoísta). Así, por ejemplo, en las culturas primitivas es mucho más común que en nuestras ciudades modernas que las «personas» no se comporten como sujetos enteramente desvinculados unos de otros, aislados, y calculando en la más estricta intimidad el modo de conseguir el máximo beneficio. La explicación será, claro, que en esas sociedades primitivas todavía funcionan muchos elementos «perturbadores» que impiden a los individuos comportarse «racionalmente», mientras que nuestras sociedades modernas son ya bastante más «racionales», o, lo que es lo mismo, más puras o más parecidas al modelo. Bien es verdad que, incluso en las sociedades más avanzadas, se mantendrían todavía algunas interferencias que contaminan la pureza del modelo y se trata, por lo tanto, de determinaciones perturbadoras que hay que ir suprimiendo hasta que, finalmente, la cosa se parezca al modelo.

      ¿Qué es, entonces, lo que, supuestamente, se debe hacer? Extender los mecanismos de mercado hasta los últimos recovecos y suprimir cualquier intento de regulación que pudiese distorsionarlo. En efecto, el mercado no sería más que la realización de este modelo de comportamiento racional que estamos comentando. Ciertamente, lo que define a un mercado como tal es precisamente la desvinculación de todos sus miembros entre sí y el postulado de que en el contacto que establecen unos con otros, todos buscan obtener el máximo beneficio individual. Aquel supuesto «mecanismo general universalmente válido del comportamiento humano» (para el que se tuvo el mal gusto de reservar el noble nombre de «comportamiento racional») no es otra cosa, ciertamente, que el modelo de mercado. El objetivo será, así pues, suprimir todos los elementos de «irracionalidad» que perduren en la sociedad (es decir, purificar la realidad para que se vaya pareciendo progresivamente al modelo) y eso se logra, ciertamente, extendiendo el sistema de mercado a aquellos ámbitos donde no hubiese llegado –por ejemplo, el ámbito de la educación superior, que parecía estar más o menos a salvo hasta que comenzó a negociarse el GATS (Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios, en sus siglas en inglés) en la OMC– y eliminando cualquier «regulación perturbadora» en los ámbitos en los que ya esté parcialmente asentado –por ejemplo, el ámbito laboral, en el que podemos ver a los ultras de la FAES (la fundación de la que es presidente José María Aznar) clamando contra la existencia de un salario mínimo por ley.

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