Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez


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no se ha marchado voluntariamente, llama ahora mismo al 112. Si procede, la Unidad de Investigación se hará cargo.

      Por primera vez en muchísimo tiempo, John Everton estaba asustado. El teléfono de su hijo estaba apagado y saltaba el contestador. Sabía que estaba saliendo con una operaria del Departamento de Producción llamada Mar García. Desde su ordenador, podía acceder a una base de datos que le permitiría saber qué trabajadores estaban en el turno de mañana. Así que lo encendió y repasó la lista alfabética. En cuanto llegó a la letra G y vio su nombre, se levantó de la silla y salió del despacho a toda prisa.

      Marek abrió el cajón, sacó una fotografía del interior y la puso sobre la mesa. Después, habló:

      —John Everton; sesenta y cuatro años; empresario; residente en Barcelona.

      Xavi no entendía en absoluto qué demonios estaba pasando en aquella habitación.

      —¿Qué tiene que ver este señor conmigo? —preguntó, intrigado.

      —Necesito que hagas un trabajito para mí —se limitó a responder Marek.

      Xavi se quedó en silencio, absorto en sus pensamientos. En su cabeza, poco a poco, comenzó a unir cabos y barajar diversas hipótesis, para tratar de dilucidar cuanto antes el tipo de encargo al que tendría que enfrentarse. Ciertamente, todo este asunto le olía muy mal.

      —Quiero que te incorpores al equipo de mi hermano Jósef —prosiguió—. Le ayudarás en el seguimiento de ese hombre y, cuando llegue el momento oportuno, os encargaréis de dar con él. —Posteriormente, se tomó una pausa de unos segundos antes de continuar—. Bien. Una vez retenido y puesto a cubierto, quiero que lo llevéis a un lugar apartado, seguro, donde nadie consiga encontrarlo ni tampoco se puedan producir visitas inesperadas. Te quedarás con él, lo vigilarás y esperarás mi llamada. —Hizo una pequeña pausa—. Bueno, Xavi —lo miró fijamente a los ojos. Entonces, una risita macabra salió de sus labios y, después, con una voz tan grave y poderosa que podría haber intimidado al personaje más farruco, agregó—: No creo que sea necesario tener que ser más explícito, ¿verdad?

      Xavi tragó saliva y un escalofrío recorrió cada parte de su cuerpo.

      —Esto me viene muy grande, Marek. Lo siento... yo... no... no puedo hacer lo que me pides. De ninguna manera.

      —No te lo estoy pidiendo.

      Xavi no dejaba de menear la cabeza de un lado al otro.

      —Yo no me metí en este mundo para secuestrar a nadie —dijo, con la voz temblorosa.

      Marek se aclaró la garganta y, luego, con semblante adusto, empezó a hablar:

      —Mira, Xavi, a veces tengo que tomar decisiones. Muchas veces, no te gustarán y, otras, ni siquiera las entenderás. Pero esto es un negocio. No espero tu aprobación ni tampoco arrepentimientos de última hora. Cuando viniste a verme, ya sabías a lo que te arriesgabas y, que yo me acuerde, en ese momento no te importó lo más mínimo. Querías ganar dinero; yo te di una oportunidad. Querías que te respetaran en tu barrio, ahora lo hacen. —Respiró profundamente y soltó el aire, poco a poco—. ¿Qué pasa, Xavi? ¿Quieres fallarme, ahora? Me dolería mucho haberme equivocado contigo. Mucho.

      —No me hagas esto, Marek. Pídeme cualquier otra cosa, pero no que lleve a cabo un secuestro. Esto es demasiado para mí.

      Pero Marek se mostró implacable.

      —No tienes alternativa.

      La cafetería del Departamento de Producción era una sala de unos treinta y cinco metros cuadrados. En ella, había seis mesas rectangulares de material laminado con sillas incorporadas. Asimismo, cerca de la puerta, había varias máquinas expendedoras de agua, café, galletas y refrescos. Un tipo con una bata blanca extrajo un vaso de café solo de la máquina y salió de la sala.

      Mar García estaba sentada en una de las mesas, junto a una compañera. Ambas iban vestidas con la ropa de trabajo, color azul. Era su hora de descanso y disponían exactamente de diez minutos. Ninguna de las dos fumaba, por lo que solían quedarse en el interior de la nave industrial.

      Aquella mañana, tenía la sensación de que algo no funcionaba como de costumbre. Ayer habló con Brian, a las seis de la tarde, pero no le envió el mensaje de «Buenas noches». No quería parecer una loca adolescente enamorada, pero, desde hacía tres meses, se habían intercambiado mensajes cada día. Además, cuando se llamaban por la noche, podían estar hablando durante horas.

      Pero, ayer, no sucedió ninguna de las dos cosas.

      Para colmo, el vehículo de Brian estaba estacionado en su plaza de aparcamiento, cuando ella llegó a las cinco y veinte de la mañana. «¡Qué raro!», pensó. También se le pasó por la cabeza subir a su despacho, cuando le llamó al móvil y saltó el buzón de voz, pero le quedaban diez minutos para empezar su jornada laboral.

      «En seis años, no he llegado tarde ni una sola vez», se dijo a sí misma. «Desde luego, no voy a empezar ahora». Cogió el vaso de Nesquik y se lo bebió de un trago.

      —¡Eh, Mar! —dijo su compañera—. ¿No está allí tu suegro?

      Mar se rió y le dio un pequeño golpe con el codo.

      —¡Anda, calla!

      Pero, era verdad. John Everton estaba frente a la cafetería, hablando con el compañero que acababa de salir con un vaso en la mano. De pronto, éste se volvió hacia dentro e hizo un gesto con el dedo, señalando hacia donde estaban ellas.

      —Me parece que te está buscando.

      —No. No creo que venga a buscarme a mí.

      John Everton entró en la cafetería y, efectivamente, se dirigió hacia ella, con paso firme.

      —¿Eres Mar García?

      Ella asintió.

      —Hola, señor Everton.

      —Necesito que me acompañes a mi despacho. Ahora mismo.

      —El descanso termina en cinco minutos.

      —No temas por eso. En esta hora no vas a trabajar.

      «Seguro que viene por Brian», se dijo. Mar García se levantó del asiento, rodeó la mesa y se colocó junto a él.

      —Después hablamos —le dijo a su compañera.

      Acto seguido, salieron de la cafetería.

      John Everton y Mar García tomaron asiento, uno enfrente del otro.

      Antes de que Mar pudiese articular palabra, John manifestó:

      —Sé que estás saliendo con mi hijo.

      —Ah, ¿sí?

      —Sí. Por eso he venido a buscarte.

      —¿Le ha pasado algo a Brian?

      John Everton la miró fijamente.

      —Bueno... no lo sé. Tiene el móvil desconectado y su vehículo está aquí, en el parking de la empresa. ¿Hablaste con él ayer?

      —Sí. Hablamos por teléfono sobre las seis de la tarde.

      —¿Sabes desde dónde te llamó?

      Mar asintió con la cabeza.

      —Sí, desde su despacho.

      «Eso concuerda con lo que el vigilante me ha explicado antes. Brian, a las seis, todavía seguía en la empresa», pensó.

      —¿Qué cree que le ha podido pasar? —preguntó ella.

      John Everton se quedó pensando un instante.

      —Que el coche esté aquí y él no... es muy extraño —dijo, desalentado.

      —¿Y las cámaras? Le habrán visto, ¿verdad?

      —Están


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