Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez


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tenía una cita con un contacto que podría hacerle el favor de introducirlo en ese mundo, así que aprovecharía la oportunidad. Conocía de vista al socio fundador, pero nunca habían intercambiado una palabra.

      Así pues, y sin perder tiempo, entró dentro del local.

      La Universidad pretendía ser el Rolls-Royce entre los clubs cannábicos de todo el país. Era una inmensa sala diáfana, en forma de «L», que trasladaba a sus integrantes a un mundo de color y fantasía, con influencias visibles de la cultura vintage, combinada con accesorios modernos y de última tecnología.

      Lo primero de lo que se percató Artur fue de las cuatro mesas de billar, perfectamente separadas las unas de las otras, que había en el lado izquierdo de la sala. Un poco más lejos, diseñada con un toque industrial y hecha con madera de mango, se extendía la barra de bar, a lo largo del resto del enorme espacio. En el lado opuesto, frente a la barra de bar, había una pequeña zona dedicada a la música, en la que diferentes disyoqueis de estilos diversos y cantantes y grupos de reggae, hip hop, pop, funk o jazz, entre otros, podían dar rienda suelta a su imaginación. A una cierta distancia del ambiente melodioso, había una decena de mesas de madera con cuatro asientos cada una, colocadas en dos filas de cinco.

      Sin embargo, ese día no había más de treinta personas en el club.

      Cuando Artur vio a su contacto sentado a la barra, hablando con otro tipo, caminó hacia ellos y, en silencio, se sentó a su lado. Para él, no cabían equivocaciones.

      Cinco minutos pasaban de las once y media de la noche cuando, de repente, sonó el móvil de Óliver. Estiró el brazo y lo cogió. Vio que aparecía un teléfono desconocido y optó por aceptar la llamada.

      —¿Diga?

      —¿Óliver Segarra? —habló una voz de hombre que parecía sonarle.

      «¡Mierda!», gritó Óliver en su cabeza.

      Se levantó de la cama. Alicia continuaba estirada y no dejaba de examinar sus movimientos.

      —¿Oiga? ¿Me escucha?

      —¿Quién es, cariño? —preguntó su mujer, intrigada.

      Óliver se volvió hacia ella y meneó la cabeza.

      —No lo sé. Voy al comedor. Parece que aquí no hay cobertura.

      Mientras caminaba por el pasillo, notó cómo el corazón se iba acelerando, cada vez más.

      —¿Qué… qué hace llamándome aquí? —preguntó, en un susurro.

      —¿Cómo le va? ¿Ya se ha enterado?

      Óliver experimentó una agobiante sensación.

      «¿Cómo coño saben mi número de móvil?», se preguntaba una y otra vez.

      —¿Qué hace llamándome aquí? —le repitió de nuevo, más nervioso de lo que hubiese esperado—. ¿Está loco?

      —No, señor Segarra. No lo estoy. Deseo hablar con usted, ahora. No hará falta que conduzca su Audi. Será un momento, créame.

      —¿El Audi?

      Acto seguido, salió a la terraza y miró hacia abajo, un nudo se apoderó de su garganta. En la calle, frente a su casa, había un BMW X6 azul con los cristales tintados. A su lado, a menos de un metro, un hombre hablando a través de un teléfono móvil.

      Era él. Era el hombre con el que se había reunido unos meses antes. Le miraba. ¡Le miraba! ¿Por qué demonios le miraba?

      Óliver estaba al borde de un ataque de nervios.

      Entró de nuevo. Sin perder tiempo, se puso los zapatos, que estaban tirados al lado del sofá, cogió las llaves y salió por la puerta principal. Antes, avisó a Alicia.

      —¡Voy a comprar unas cervezas! ¡Ahora subo!

      Ella contestó desde la habitación con un “¡No tardes!

      En cuanto la escuchó, cerró la puerta con llave y bajó las escaleras a toda prisa.

      En menos de un minuto, se había plantado en el último peldaño. Con el corazón pidiéndole un respiro, atravesó el pasillo. Mientras lo hacía, vio algo que sobresalía de su buzón. Parecía un sobre. Lo cogió con cuidado y, al observarlo, se sobresaltó.

      En el interior, había una fotografía en la que aparecía el rostro de Gabriel Radebe. Se veía en el suelo y no tenía buen aspecto. Óliver dio por hecho que estaba muerto, cuando el flash de la cámara iluminó su rostro. Lleno de rabia, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.

      Tuvo la impresión de que querían joderle. Los muy cabrones le habían dejado la prueba a la vista de todos. ¿Qué buscaban?

      Respiró hondo. La cabeza le daba vueltas. Le dolían las piernas y, para colmo, le temblaban. Estaba muerto de miedo. No podía salir; así no. Debía guardar la compostura.

      Pero ¿cómo serenarse en tan solo unos segundos?

      —¡A la mierda! —gritó.

      Entonces, abrió la puerta que comunicaba con el exterior. Miró a un lado y al otro, y caminó hasta el hombre. Mientras él le observaba, Óliver empezó a hablar atropelladamente.

      —¿Cómo me han encontrado? ¿Y por qué saben dónde vivo? ¿Por qué me siguen?

      —Cálmese, señor Segarra. Usted quería un trabajo bien hecho, ¿no es así?

      —Así es. ¡Pero no hacía falta hacer guardia frente a mi casa! ¡Joder! —estaba muy cabreado. Los planes parecían torcerse y no podía soportarlo. No podía permitirlo—. Mi mujer, mi hijo, los vecinos... podrían haberla visto.

      —Queremos recordarle con quién está tratando.

      —¿Y me tienen que dejar la fotografía de un cadáver en el buzón? ¿Por qué? ¿A qué viene esto?

      —Cincuenta mil por cada uno.

      —¿Qué? ¿Pero qué dice?

      —Ya me ha oído.

      —¿Bromea?

      —Hacen un total de ciento cincuenta mil —el hombre sacó el paquete de Marlboro que tenía en el bolsillo derecho del pantalón y se encendió un cigarrillo—. Me debe ciento veinticinco mil, señor Segarra.

      Óliver tragó saliva.

      —Su mujer está muy buena —le dijo el hombre con una sonrisa—. Menuda morenaza.

      «El cabrón ha visto a Alicia», pensó.

      —¿Qué coño quiere? —preguntó Óliver, preocupado. Había deseado con todas sus fuerzas no tener que mezclar a su familia, pero hasta ahora no se había dado cuenta de lo peligrosos que podían llegar a ser.

      —Oh, no se enfade. No tiene por qué pasar nada.

      Óliver giró la cabeza y levantó la vista hacia su balcón.

      —¿Me está chantajeando? ¿Es eso? ¿Quiere chantajearme?

      El matón sonrió.

      —Entregará el dinero por la cuenta que le trae.

      Óliver asintió, sin decir una sola palabra.

      —Nosotros cumpliremos con nuestro trato. Usted cumplirá con el suyo y todo irá bien.

      El hombre se metió en el BMW y aceleró despacio.

      No había vuelta atrás, y Óliver lo sabía.

      Mar García y Brian Everton pasaron la noche en el hotel Cram, a muy pocos pasos de la Plaza del Doctor Letamendi. Era la tercera escapada del mes y, según Brian, esto no había hecho más que empezar. Ella caminó hacia la puerta corredera y se asomó al interior. Vio una cama enorme y un jacuzzi justo a su lado. Frente al jacuzzi, había una televisión de última generación y,


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