Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez


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de la esquina, como los puertos de Cartagena, Saint Tropez o Civitavecchia. En lugar del viaje de ensueño, se “conformaron” con una estancia de diez días, en uno de los mejores hoteles de Benalmádena; aunque, igualmente, lo pasaron en grande.

      Una noche a mediados de septiembre, al salir por la puerta de un bar de copas de la calle Aribau, Brian Everton vio a una mujer muy exuberante de casi metro setenta, y de unos veintisiete años, junto a una motocicleta. Se llamaba Mar García y daba la casualidad de que trabajaba en Everton Quality. Tenía el cabello negro y liso enroscado en un moño y la piel blanca, suave como el terciopelo. Vestía una chaqueta fina encima de la camiseta de rayas, un tejano rojo muy ajustado y unos botines negros.

      Brian se quedó un par o tres de minutos en el mismo sitio, observando sus movimientos. Se había fijado en ella, desde el preciso instante que la vio entrar por la puerta de su despacho, el día que le hizo la entrevista. Aunque la tentación apremiaba, nunca había intentado un acercamiento... Hasta esa noche.

      —¿Va todo bien?

      Ella se volvió y lo reconoció enseguida.

      —Parece que hoy no es mi día —respondió malhumorada—. La moto no quiere arrancar. ¡Oh, mierda! —Se quedó pensando un momento—. Tenía que ir a casa de mis padres.

      —¿Estás sola?

      —Mis amigos acaban de irse.

      Brian se mostró pensativo.

      —¿Tus padres viven muy lejos de aquí? —preguntó.

      —En el centro de El Prat.

      —Puedo hacerte un hueco en mi coche, si quieres.

      —No hace falta que te molestes, de verdad.

      —No es ninguna molestia. Además, ¿cómo tenías pensado ir hasta allí?

      —Pensaba coger un taxi —contestó.

      —Tengo el coche ahí mismo —dijo señalando el aparcamiento de la acera de enfrente—. Podrías dejar tu moto sin problema. Conozco al dueño y no pagarías un solo euro.

      Ella lo miró con incredulidad.

      —Te lo juro —se apresuró a decir Brian, con una sonrisa.

      Mar consultó la hora de su reloj.

      —Vale —accedió, pensándolo mejor.

      —Pues vamos —sugirió Brian.

      Ella quitó el caballete con el pie, asió las empuñaduras de la moto y, lentamente, se dirigieron hacia el paso de peatones.

      A la mañana siguiente, Diego Carrasco, inspector del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, se personó en el lugar de los hechos. El hombre tenía el pelo blanco y elegantemente peinado, y llevaba un traje gris marengo, con una corbata azul marino. Un agente uniformado custodiaba en esos momentos la puerta de entrada.

      —¿Ha llegado el sargento Ruiz? —preguntó.

      El agente asintió con la cabeza.

      —Sí, inspector. Está dentro, junto con el cabo Alberti y la cabo Morales.

      —De acuerdo —dijo, con el rostro serio; luego, accedió al interior de la vivienda—. Buenos días.

      Todos los agentes se volvieron asombrados, al ver al inspector Carrasco en la escena del crimen. El sargento Ruiz se puso de pie y caminó hacia él.

      —No esperaba verlo aquí, inspector —dijo. Era el jefe del Grupo de Homicidios del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur. Con cuarenta y cinco años de edad, llevaba diecisiete años en el cuerpo de los Mossos d’Esquadra, de los cuales, ocho ejerciendo como jefe de homicidios—. ¿No tiene trabajo en la oficina?

      —Pues ya ve que no —manifestó con seriedad.

      —La casa está limpia —dijo el cabo Lluís Alberti, al entrar en la cocina. Tenía perilla y un bigote delgado y bien recortado—. Parece que no han tocado nada.

      —Puede que el asesino conociera a la víctima —opinó la cabo Morales, una mujer de ojos azules, de cuarenta años y cabello rubio, lacio y corto.

      Alberti asintió.

      —Tampoco han forzado la puerta al entrar.

      El sargento Ruiz se puso en cuclillas, frente al cadáver.

      Estaba tendido boca arriba, con los brazos descubiertos, en posición de estrella de mar. Tenía la boca desencajada; los ojos abiertos como platos, ausentes, carentes de expresión... inexpugnables.

      Se fijó en los dientes, perfectamente alineados y extremadamente blancos y brillantes, como si de un actor de Hollywood se tratase.

      —Cuidaba su aspecto estético —dijo el sargento Ruiz—. De eso no hay duda. —Examinó la cabeza del finado—. Muestra una grave contusión en la parte posterior de la cabeza.

      —Sí, pero eso no fue lo que le mató —aseveró el médico forense, que palpaba a la altura de la garganta—. Estoy casi seguro de que murió de asfixia por atragantamiento, como consecuencia de un fuerte impacto.

      —¿Un solo golpe? Ese cabrón debió de atizarle con fuerza.

      —Podría ser. El golpe provocó la pérdida de la prominencia de la nuez, ¿lo ve? —le preguntó. Aitor Ruiz asintió con la cabeza—. Seguramente, se haya producido una fractura en el cartílago tiroides.

      —¿Murió al instante? —preguntó el inspector Carrasco.

      El médico forense se volvió hacia él.

      —Es probable.

      El sargento Ruiz se incorporó y sus ojos recorrieron la habitación, palmo a palmo, esperando encontrar alguna evidencia física que le ayudase a empezar con la investigación.

      —De acuerdo, doctor Jerez —dijo el inspector Carrasco—. Manténgame informado. —Se volvió hacia su subalterno—. ¿Sabemos quién es? —preguntó.

      —Gabriel Radebe —respondió Aitor Ruiz—. Sesenta años. Dueño de una de las empresas de seguridad más importantes del país. Además, era socio de una empresa de automoción.

      —Así que socio, ¿eh?

      Diego Carrasco fijó la mirada en el vaso que había sobre la encimera.

      —No hay huellas —le informó el patólogo forense al percatarse de que lo observaba.

      —Parece ser obra de un profesional —opinó el sargento Ruiz.

      El inspector rezongó.

      —Eso me temo, sargento. Una ejecución llevada a cabo al gusto del cliente: actúa y sin hacer ruido.

      Una hora y media después de la llegada de la jueza de guardia Bárbara Saavedra, titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 6 de Gavá, se procedió al levantamiento del cadáver. Luego, trabajadores de los servicios funerarios trasladaron el cuerpo hasta el furgón y se lo llevaron hacia el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Cataluña.

      En ese mismo momento, frente a la puerta del edificio, Diego Carrasco se llevó aparte al sargento Ruiz y mantuvieron una conversación privada.

      —Ya sé que está a cargo del Grupo de Homicidios —manifestó, con seriedad—. No quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo, pero me gustaría acompañarle a la fábrica de Everton Quality.

      —El cabo Alberti iba a ir a la empresa, acompañado de dos agentes.

      —Insisto, sargento. Creo que es mejor que vayamos usted y yo. Ellos irán a la empresa de seguridad.

      Aitor Ruiz no entendía muy bien a qué venía ese repentino interés sobre el caso, pero acabó cediendo a sus pretensiones.

      —Muy


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