Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez


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la pregunta; simultáneamente cogió el sobre y se lo guardó en la chaqueta; después se levantó.

      —Me ha caído bien, señor Segarra —respondió—. Me ha caído bien.

      Óliver asintió con la cabeza y el hombre se alejó.

      La mesa, fabricada en chapa de caoba africana y de color marrón rojizo, estaba situada, justo, en medio de la sala. Sobre ella, en el centro, había una cafetera Nespresso, un cartón de leche de 1 litro y cuatro tazas, además de una botella de Whisky Macallan de 30 años.

      John Everton y su hijo Brian se sentaban uno al lado del otro; frente a ellos, Óliver Segarra, a la izquierda y Gabriel Radebe, a su derecha.

      John Everton era el presidente y máximo accionista, junto a su hijo Brian, con el 51% de Everton Quality S.A. Tenía sesenta y cuatro años. Era un hombre de mediana estatura, corpulento, de rostro endurecido y corto pelo blanco. Llevaba un traje oscuro y una camisa blanca, perfectamente planchada.

      En 1970, fundó Everton Quality, a la edad de veintisiete años. Durante las dos primeras décadas, se encargó de fabricar y vender asientos a empresas dedicadas al transporte en autobuses y autocares, y también para trenes de alta velocidad.

      No fue hasta 1992 cuando llegó a un acuerdo con Neissy, para producir los asientos de uno de sus modelos 4x4. A partir de ese momento, las ganancias de Everton Quality se incrementaron considerablemente y tuvo que doblar el número de trabajadores, para seguir siendo eficiente en la productividad.

      En los diez años siguientes, la empresa llegó a su máximo esplendor, con la consecución de cuatro proyectos de Neissy. Hecho que desembocó en la dejadez y mala gestión hacia los demás clientes, por parte de John Everton. Poco a poco, eso le fue pasando factura hasta que, en enero de 1999, pasó de abastecer a una docena de clientes, a quedarse con la única que le reportaba mayores beneficios: su estimada Neissy. Y aunque el maldito ego le impidiese reconocer su mal proceder, de puertas para fuera, ahora se arrepentía, tras la crisis que empezaba a apretar. Las ventas empezaban a disminuir y la productividad se resentía. En consecuencia, los despidos se sucedían con asiduidad y la calidad de los asientos perdía fuerza, por el descontento lógico de sus trabajadores, que veían como, paulatinamente, se desvanecía su estabilidad laboral.

      Brian ocupaba el cargo de director general, puesto que le designó su padre para que aprendiera el significado de la palabra «responsabilidad». Era un joven de veintinueve años, alto y atlético, pelo engominado hacia atrás y sonrisa Profident. Iba vestido con pantalón tejano azul y jersey blanco de manga larga. Le chiflaban los Rolex, por eso tenía uno para cada día de la semana. Era un director chulo e insolente, a quien le gustaban mucho las mujeres. Cuando surgía la oportunidad de ligarse a una de las trabajadoras que acababa de incorporarse, lo hacía sin ningún tipo de problema, a escondidas de su padre.

      Gabriel Radebe era un hombre negro, que rondaba los sesenta años, barrigudo y calvo. Vestía un traje de color beige, a juego con unos zapatos marrones. Era el mejor amigo de John Everton y su mano derecha en Everton Quality. Poseía el 9% del capital social y era, además, propietario de una empresa de seguridad que operaba en Barcelona.

      Nació en Sudáfrica, pero llegó a España a la edad de dos años. Procedía de una acomodada y conocida familia, con negocios en sectores tan diversos como la construcción, la seguridad, las telecomunicaciones y el ocio. Era un hombre culto y refinado; hablaba perfectamente cinco idiomas: castellano, catalán, francés, inglés e italiano. Aunque su participación en la empresa fuese minoritaria, era una pieza clave para el buen funcionamiento de esta; sobre todo, desde el día en que un joven empresario apareciera, como por arte de magia, y comprara el 40% del capital social de Everton Quality. Toda aquella operación le pareció un gran dislate. No sabía muy bien a qué se debía, pero había algo en ese chico que, desde el principio, le hizo mostrarse cauteloso. En más de una ocasión se lo había dicho a su amigo John, aunque éste siempre hacía oídos sordos y miraba hacia otro lado. Desde luego, Gabriel no estaba dispuesto a olvidarlo tan fácilmente. Y es que, después de siete años, seguía desconfiando de él.

      Óliver, finalmente, optó por un elegante traje azul marino. Esa misma noche, le había costado en exceso conciliar el sueño y tuvo que levantarse un par de veces de la cama para refrescarse la cara y el cuello. Desde el secuestro y posterior fallecimiento de su hermana Ariadna, no recordaba ni un solo día que hubiese dormido más de cinco horas.

      Constantemente, le daba vueltas a lo mismo, y en su cabeza, siempre acababa retumbando la misma pregunta: «¿Hubiese podido hacer algo más para salvar la vida de Ariadna?».

      «Pues claro —pensó Óliver con tristeza—, siempre se puede hacer algo más. Siempre». Recordó el trabajo de historia que tuvo que realizar para el colegio y se emocionó. Ariadna se quedó toda la noche con él y le ayudó a terminarlo. Habían pasado veintiún años, pero lo recordaba como si fuese ayer mismo. Jamás le pudo dar las gracias por aquello. Sacó un notable y pudo aprobar la asignatura por los pelos, sin que tuviese que volver al colegio a final de curso, para realizar el dichoso examen de recuperación. Sentía una tremenda presión en el pecho, como si le faltase completar un capítulo de su vida, para poder seguir adelante en paz consigo mismo.

      Óliver titubeó y, en ese instante, volvió de nuevo a tomar consciencia del lugar en el que se hallaba. La reunión estaba a punto de empezar y él era uno de los protagonistas.

      —Hemos llegado a un acuerdo con Neissy —comenzó a decir Brian Everton—. Fabricaremos los asientos de su nuevo modelo.

      —¿Está por escrito? —preguntó Óliver.

      —El contrato llegará la próxima semana —informó Gabriel Radebe—. Como muy tarde, el miércoles o el jueves.

      —¿Y por qué nadie me ha informado hasta ahora? —preguntó, sobresaltado—. ¿He de recordaros que yo también soy socio de esta empresa?

      Brian soltó una risita burlona.

      —Haya paz —pidió John Everton—. Si no te hemos dicho nada, es porque no era seguro. —Explicó en tono conciliador—. Competíamos con una empresa de Marruecos.

      Óliver meneaba la cabeza en señal de desaprobación.

      —¿Y qué? Sabes que ese no es el motivo.

      —No vayas por ahí, Óliver —le advirtió Brian.

      —¿Acaso no tengo razón? Durante varios meses he llevado el peso de las negociaciones con Neissy. ¿Entiendes lo que quiero decir? He pasado muchas horas en reuniones vespertinas, intentando convencerles de que todavía somos un grupo fuerte, experimentado y capaz de producir sus asientos, con la calidad y eficacia que merecen. ¿Crees que serías capaz de hacer lo mismo? Me atrevería a decir, Brian, que tus intereses profesionales están proyectados en otros menesteres más «exuberantes».

      Brian se percató del sentido pícaro que transmitían estas últimas palabras y se levantó de la silla dando un respingo.

      —¿Me lo puedes repetir? —preguntó, amenazante.

      Óliver no vaciló en ningún momento y también se puso de pie.

      —Estaré encantado de explicártelo, lentamente, para que lo entiendas —respondió, con aparente calma—, pero quizás no te guste lo que tenga que decir.

      El rostro de Brian dibujaba una mezcla de enfado y desconcierto.

      —Hay asuntos importantes que debemos tratar —intervino Gabriel Radebe, con severidad, intentando calmar el foco de tensión que había entre ambos—. Agradecería que se dejasen a un lado las disputas personales.

      Óliver y Brian se miraron durante un par de segundos y, luego, se sentaron en sus respectivos asientos.

      —Muy bien —prosiguió Gabriel Radebe—. Habrá que realizar una inyección de dinero para contratar a personal y comprar las


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