Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez


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Quality estaba situada en el Polígono Industrial Pratense. Un camión de color azul aguardaba en el área exterior del control de accesos. En cuanto se levantaron las barreras automáticas y el camión entró al recinto, el inspector Carrasco maniobró el vehículo y se colocó en el mismo sitio.

      En ese preciso instante, un vigilante de seguridad salió de la garita de techo blanco de la derecha y caminó hacia ellos.

      —Buenos días, caballeros. ¿Puedo ayudarles en algo?

      Aitor Ruiz bajó la ventanilla y mostró su placa.

      —Buenos días. Soy el sargento Ruiz, de los Mossos d’Esquadra. Y él es mi compañero, el inspector Carrasco. Nos gustaría hablar con algún responsable de la compañía, si es posible.

      —¿Ha ocurrido algo? —preguntó.

      —¿Sabe si John Everton está dentro de la fábrica? —preguntó el inspector Carrasco.

      Aitor Ruiz se sorprendió un poco, al comprobar que el inspector conocía el nombre de uno de los socios de la compañía. Puede que fuera un tipo importante, pero él no tenía ni idea de quién era.

      —¿El señor Everton? —dijo. Dudó unos segundos antes de responder—. Sí, sí que está.

      —Pues, llámelo.

      El vigilante se alejó un par de metros y realizó una llamada. A los pocos segundos, le contestaron.

      —¿Señor Everton? Le llamo desde el control de accesos. Perdone que le moleste. Han venido los Mossos d’Esquadra... no lo sé, señor, pero desean hablar con usted... de acuerdo. Ahora mismo —colgó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Acto seguido, se dio la vuelta y caminó hacia el interior de la garita. Unos segundos después, salió y volvió a reunirse con ellos—. Muy bien, pónganse esto. —Eran dos colgantes de tarjetas de visitante, de color azul y verde.

      —¿Es necesario? —preguntó el sargento Ruiz de mala gana.

      —No se preocupe, sargento —dijo el inspector Carrasco.

      —Política de la empresa. Todas las personas ajenas a Everton Quality deben entrar con credencial de visitante —se aclaró la garganta; después, continuó hablando—. Me ha pedido el señor Everton que les transmita que sean discretos. En estos momentos, hay ochenta personas trabajando y la visita de los Mossos d’Esquadra, por el motivo que sea... podría causar un gran revuelo.

      —¿Dónde está su despacho? —preguntó el sargento Ruiz.

      —En la tercera planta.

      —¿Puedo dejar el coche allí? —el inspector señaló el estacionamiento con techo de chapa galvanizada que estaba a su izquierda.

      El vigilante asintió. Les entregó las tarjetas y entró de nuevo a la garita, para levantar las barreras automáticas.

      En cuanto aparcó el vehículo, se apearon y caminaron hacia la puerta principal que daba acceso a la fábrica.

      Subieron hasta la tercera planta y, mientras cruzaban el pasillo para dirigirse al despacho del señor Everton, se abrió la última puerta y asomó un hombre trajeado: era John Everton.

      —Me han dicho que querían hablar conmigo —les dijo, con semblante serio—. Soy John Everton, presidente y socio de Everton Quality...

      —Así es —dijo el inspector —. ¿Le importa si hablamos en su despacho?

      El señor Everton les dejó pasar. En cuanto entraron, cerró la puerta. Acto seguido, los tres tomaron asiento y se inició la conversación.

      —Bien —puso las manos sobre la mesa y entrelazó sus dedos—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

      El inspector Carrasco empezó a hablar.

      —Siento mucho tener que darle esta noticia, pero...

      El señor Everton frunció el ceño.

      —¿Qué ha pasado?

      Diego Carrasco lo miró fijamente.

      —Esta mañana han encontrado el cuerpo sin vida de Gabriel Radebe en su casa, en el ático del barrio de Gavá Mar.

      John Everton se estremeció.

      —¿Muerto? Pero... no... no puede ser... ¿Gabriel ha muerto?

      —Me temo que sí —dijo Diego Carrasco—. Lo lamento.

      Se produjo un incómodo y prolongado silencio en el amplio despacho.

      John Everton se dejó caer en su silla, contrariado por la terrible noticia.

      —¿Señor Everton? —dijo el sargento Ruiz.

      Él levantó la mirada.

      —Disculpe...

      —¿Cuándo fue la última vez que vio a Gabriel Radebe? —le preguntó.

      —Ayer por la noche. Cenamos juntos.

      —¿Dónde cenaron?

      —En el Casanova Beach Club.

      —¿Alguien más estuvo con ustedes? —preguntó el inspector Carrasco.

      John Everton meneó la cabeza.

      —No.

      —¿Hasta qué hora estuvieron allí?

      —Si mi memoria no me falla, creo que estuvimos hasta las doce o así. Cenamos y luego nos tomamos un cóctel mientras escuchábamos un poco de música.

      —¿Se despidieron en el local? —continuó el sargento Ruiz.

      —No. Pedimos un taxi y nos llevó a casa. Primero se bajó él del vehículo, porque... bueno... porque vivía cerca del local. —Hizo una larga pausa antes de continuar—. ¡Dios mío, todavía no me creo lo que está pasando! —Volvió a hacer otra pausa—. Hace tan solo unas horas había estado con él, ¿cómo es posible?

      —¿Vio a alguien merodeando por el edificio?

      John Everton meneó la cabeza de un lado a otro.

      —No. Cuando salió del vehículo no había nadie por la calle.

      —¿Sabe si tenía enemigos? —inquirió—. ¿Había discutido recientemente con alguien?

      —¿Enemigos? Pero ¿qué dice? Gabriel siempre evitaba la confrontación. Quizá parecía un poco seco en sus palabras, pero... era un buen hombre.

      —¿Estaba preocupado por algo?

      —No. Todo lo contrario.

      El sargento Ruiz hizo un gesto de asentimiento.

      —Creo que ya es suficiente —dijo el inspector Carrasco. El sargento Ruiz le miró con el ceño fruncido; todavía le quedaban algunas preguntas por hacer—. Gracias por su atención, señor Everton. Como ya le he dicho antes, lamento su pérdida.

      John Everton dejó escapar un suspiro de resignación.

      El inspector Carrasco miró a Aitor Ruiz y le hizo un gesto para que lo siguiera. A continuación, en completo silencio, salieron del despacho y se dirigieron hacia las escaleras.

      El asesinato de Gabriel Radebe provocó un gran revuelo mediático, no solo en Cataluña y España, sino en países de medio mundo; sobre todo, en África, donde su familia era una de las más ricas e influyentes del continente.

      Cuatro días después del funeral, Óliver se puso en contacto con uno de los cinco hermanos de Gabriel Radebe, Aamil. Sabía que su familia no tardaría mucho en llevar a cabo el proceso para iniciar los trámites de cambio de titularidad de las acciones de Everton Quality y, por tanto, decidió hacer una oferta en firme, antes de que John Everton presentase batalla, ofreciéndoles una suma económica superior al valor de las


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