Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez


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en la presentación de una solicitud de concurso de acreedores. Y no solo eso. Todo lo que vendría después. Tendrían que vender toda la maquinaria, dar salida al stock por un precio irrisorio. Plantearse vender el terreno o ponerlo en alquiler. Hasta hubieran tenido que hacer frente a una indemnización millonaria para los trabajadores que componían la plantilla de Everton Quality. Y lo peor de todo, la empresa que había fundado su padre, con el sudor de su frente, desaparecería. Volvió a tragar saliva ante la gravedad de esa imaginaria situación. Le costaba reconocer el trabajo de Óliver, pero puede que su padre tuviese razón, aunque no se lo diría ni a él ni a su padre.

      —¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó John Everton.

      Brian miró a su padre y no pudo evitar sonreír.

      —He quedado con una amiga para comer —respondió—. Supongo que luego iremos al cine. Me gusta de verdad. En realidad, llevo saliendo con ella casi cuatro meses.

      —Es una gran noticia, hijo.

      —Gracias —dijo. Luego, consultó el reloj. Eran las doce menos cuarto de la mañana—. Voy a intentar terminar el trabajo que tengo atrasado en esta hora y cuarto que me queda.

      —Está bien —dijo John Everton.

      Se dio la vuelta y caminó hacia su despacho, no sin antes dar un rodeo para pasar un momento por el Departamento de Producción. Al comprobar que la jornada estaba marchando sobre ruedas y que todo el personal estaba donde tenía que estar, Brian soltó una sonrisa pícara, llena de alborozo y satisfacción.

      Diego Carrasco y el sargento Ruiz se encontraban sentados en el despacho del primero, envueltos en un entorno silencioso y reposado, uno enfrente del otro. El inspector le observaba con detenimiento. Aitor Ruiz tenía en la mano un recorte de periódico que databa del año 1989, que hacía mención del asesinato de una joven llamada Ariadna Badía.

      —¿Tiene ganas de hablar sobre ello? —preguntó el sargento.

      —Quizás sea el momento de hacerlo —dijo, con una sonrisa.

      Aitor Ruiz dejó el recorte encima de la mesa.

      —Ha pasado mucho tiempo, inspector.

      —Nunca el suficiente para poder olvidarlo.

      El sargento Ruiz notó la tristeza que describía cada una de sus palabras.

      —Siento mucho que le afecte tanto.

      Diego Carrasco se encogió de hombros.

      —No se preocupe. Desgraciadamente, a los que nos dedicamos a esto, en ocasiones nos toca vivir a cuestas con un sentimiento de culpa, repleto de luces y sombras.

      Aitor Ruiz lo miró fijamente durante unos segundos. Sus últimas palabras le parecieron que denotaban, como mínimo, cierto grado de ambigüedad. Ciertamente, deseó indagar un poco más y averiguar el significado exacto de «luces y sombras». Pero, al final, desistió de llevar la conversación por esos derroteros.

      —¿Cree que ha vuelto a actuar desde la muerte de Ariadna Badía?

      —No tengo ni idea. Al menos, no por esta zona.

      —¿En qué se basa para pensar de ese modo? —preguntó.

      —Bueno, el asesino de Ariadna siempre utilizaba un todoterreno para cometer las violaciones. Actuaba de noche y siempre en lugares retirados. Las tres víctimas afirmaron ver un vehículo de las mismas características minutos antes de ser atacadas.

      —El muy cobarde se cercioraba de que estuvieran solas.

      El inspector asintió con la cabeza.

      —Las abordó por detrás y las durmió con cloroformo. Las violó y cuando se cansó, cuando consiguió satisfacer sus repulsivas necesidades, las abandonó a su suerte. Siempre en la misma playa; en el mismo lugar; a la misma hora.

      —¿A qué se refiere con lo de a la misma hora?

      —Cuando recobraron el conocimiento, llamaron a emergencias entre las 03:17 y las 05:24 de la madrugada. Imagínese, despertar en la playa, solo, dolorido y sin saber por qué demonios está ahí. Piense un momento en lo que le digo. —Respiró profundamente—. Ese hijo de puta no tuvo contemplaciones en dar rienda suelta a su imaginación.

      Aitor Ruiz lo miró fijamente a los ojos, pensativo.

      —¿Robó a las víctimas?

      —No. Por extraño que parezca, el secuestrador no se hizo con las pertenencias de ninguna de ellas.

      —Pero, con Ariadna...

      —Con ella fue diferente. En este caso, creo que al sujeto se le fue de las manos. Creo que su intención no era matar. —Hizo una pausa y luego continuó—. Pero algo pasó. Puede que Ariadna opusiera resistencia o que tal vez consiguiera ver su rostro. Me inclino más por la segunda opción.

      El sargento Ruiz se inclinó hacia delante.

      —Y la única manera de conseguir sellar su silencio fue acabando con su vida.

      Diego Carrasco asintió.

      —Sin duda. No podía arriesgarse a ser reconocido.

      Inspector y sargento se miraron en silencio. Al cabo de un momento, Diego Carrasco dijo:

      —Ariadna Badía, ¡pobre chica! La mataron en una fría noche de hace veintiún años. Por aquel entonces, yo era subinspector en la Policía Nacional. Un vecino que paseaba a su perro encontró el cuerpo sin vida... —Cogió aire y comenzó a hablar. Se sentía muy incómodo recordándolo—. Una joven de tan solo veinte años, que fue secuestrada, violada y asesinada. Desde el principio, pensamos que el asesinato estaba relacionado con otras violaciones que se habían producido por la zona; y no nos equivocamos.

      —¿Cómo se produjo el crimen?

      —Cuando llegamos al lugar de los hechos, la víctima presentaba diversos hematomas en el rostro, los brazos y las muñecas, como también varios mordiscos en la zona de la entrepierna —contestó el inspector Diego Carrasco—. Asimismo, tenía una marca alrededor del cuello, de tres centímetros de grosor, provocada por un elemento constrictivo, como una cuerda, con capacidad para oprimir con saña y provocar la asfixia en poco tiempo.

      —¿Interrogó a algún sospechoso?

      —Alberto Mora. Pero tuvimos que descartarlo. La noche del crimen trabajó en una discoteca como portero, hasta altas horas de la madrugada.

      —Veo que se acuerda.

      —Así es. Interrogamos a mucha gente. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance.

      —Pero no fue suficiente.

      Diego Carrasco asintió con resignación.

      —Por desgracia, no —lamentó—. El hermano pequeño siempre mantuvo que vio a un hombre llevarse a Ariadna en un todoterreno.

      —¿Me está diciendo... que fue testigo del secuestro?

      —Sí, eso es lo que afirmó. Y yo le creo.

      El sargento Ruiz se quedó en silencio unos segundos, perplejo.

      —¿Y la familia? ¿Cómo afectó a la familia de Ariadna?

      Diego Carrasco esbozó una leve sonrisa.

      —Veo que tiene especial interés en el caso, sargento. Y no me extraña. La triste noticia se hizo eco en televisión y acaparó todas las portadas de los periódicos, a principios de los noventa. La aparición de un violador en serie causó mucho daño al Cuerpo Nacional de Policía. La gente reclamaba a gritos justicia. Querían la cabeza del responsable. Y, desgraciadamente, no pudimos apresarlo. —Bebió un trago del vaso de agua—. Respecto a la familia Badía-Nogués... los padres de Ariadna no aguantaron la presión mediática a la que fueron sometidos, vendieron la casa y se marcharon a vivir a las afueras de Barcelona.

      —¿Ha vuelto a tener contacto con los padres de Ariadna?


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